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Fragmento de "Inmigración, etnicidad y
derecho a la indiferencia", en Francisco Checa, Juan
Carlos Checa y Ángeles Arjona, eds., Convivencia
entre culturas. El fenómeno migratorio en España, Sintagma, Sevilla, 2001,
pp. 128-149.
La contribución de la antropología a la estigmatización de los trabajadores extranjeros
Manuel Delgado
Lejos
de considerar a los seres humanos que estudia en la pluralidad de situaciones
en que aparece constantemente inmiscuido, una buena parte de la «antropología de
los inmigrantes», sobre todo aquella que ha ignorado el papel de estos en las
actuales dinámicas de acumulación capitalista y que ha puesto el acento en
problemáticas "culturales", ha dado acríticamente por buenas o ha
producido por su cuenta categorías analíticas que han legitimado –cuanto menos
potencialmente– la marginalización de una parte de la clase obrera, ha ayudado
a encerrarla en una prisión identitaria de la que no era ni posible ni legítimo
escapar. En efecto, el aparato terminológico de los antropólogos se ha dedicado
en ocasiones a distribuir categorizaciones delimitativas, ha certificado
rasgos, inercias y recurrencias basados en clasificaciones «étnicas», cuya función
ha sido la de prestar un utillaje cognoscitivo preciso y disponerlo como una
modalidad operativa más al servicio de la exclusión. Se ha pasado así, una vez
más, de la aséptica definición técnico-especialista a la discriminación social,
dándole la razón a las construcciones ideológicas marginalizadoras y a las
relaciones sociales asimétricas.
El antropólogo, así, ha podido aparecer en estos casos como tipificador
de una anomalía que afecta a los trabajadores extranjeros y que ha contribuido
a presentar como «cultural» y de la que se deriva una inferiorización que ha
resultado finalmente ser social, cuyo objeto es la presencia presumidamente
extraña de un intruso no menos «cultural». Aquel al que se ha marcado con el
atributo «inmigrante» o «étnico» es muy posible que acabe aprendiendo, por así
decirlo, los términos de su inferioridad, interiorizándolos,
substantivizándolos. El clasificado como «minoritario» acaba inevitablemente
convirtiéndose en lo que dicen de él que es, es decir acaba minorizándose.
Otra
cuestión importante, relativa a la posibilidad y, en este caso, a la
legitimidad del trabajo de campo con inmigrantes, tiene que ver con una disposición
de la división público-privado que no siempre se tiene en cuenta a la hora de
hacer preguntas y observaciones. Si es cierto que la investigación de campo
siempre implica un cierto grado de violencia y de autoritarismo por parte de
ese funcionario enviado por la Administración –aunque sea con una excusa
«adémica» o «científica»– que es el etnólogo especializado en inmigrantes, ese
principio de intromisión se ha de agudizar por fuerza en situaciones en las que
el «investigado» ha entendido, como parte de su nuevas competencias culturales,
que la protección de la privacidad y de los límites de lo que cada cual
considera que es su «verdad secreta» es en lo que en gran medida reside su
principio de dignidad humana, aquel mismo que les lleva a reclamar el status de
ciudadano de pleno derecho. El etnólogo ha de hacer preguntas inevitablemente
indiscretas, seguir de cerca conductas íntimas, «profundizar» en la realidad
socio-psicológica de seres a los que ha hecho beneficiarios del título de
«otros». Eso sin contar, por supuesto, que el antropólogo nunca podrá controlar
del todo las informaciones que reuna, relativas en muchos casos a los
movimientos, conductas, residencias, prácticas familiares, número preciso de
grupos humanos con frecuencia hostigados por la policía, de manera que su
trabajo puede convertirse fácilmente en instrumento de conocimiento y control
por parte de las mismas autoridades que ya no sólo estigmatizan sino que ya
directamente ilegalizan y persiguen a aquéllos que se pretende «conocer mejor».
El sistema etnológico y sus criterios
clasificatorios se ha visto, de este modo, complicado en la naturalización de
un orden socio-económico que, por mucho que se afirme igualitario, se
levanta sobre todo tipo de desigualdades
estructurales. Ese orden antropológico ha asumido la tarea de validar e
interiorizar en los sujetos psicofísicos luego las ideologías que hacen posible
la división social del trabajo. Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron nos
mostraron como la violencia simbólica que ejercen sistemas clasificatorios pretendidamente
rigurosos sirve no sólo para imponer los estándares culturales dominantes y
para argumentar «científicamente» las divisiones sociales, sino también para
escamotear su propia naturaleza
jerarquizadora. La función de las clasificaciones médicas sería la de ejercer
lo que Pierre Bourdieu llamaba, siguiendo a Weber, sociodiceas, estrategias simbólicas que vienen a legitimar,
naturalizándolo, el fundamento social de la dominación que ejercen los
portadores de los distintos tipos de capital.
La reificación en el discurso
antropológico-cultural del sistema de encasillamiento social en vigor corfirma
la apreciación que Durkheim y Mauss habían formulado en su clásico estudio
sobre las clasificaciones primitivas. A saber, que existe una correspondencia
entre las estructuras sociales y el orden mental, pero socialmente inducido,
mediante el que los humanos clasifican el universo. Esto, aplicado al caso de
las modernas sociedades urbano-industriales, bien podría traducirse en que la
jerarquización y la estratificación encuentran también estructuras simbólicas
como las provistas por la antropología –etnia, identidad, cultura, etc.–
mediante las que interiorizarse en la mentalidad de los individuos, y hacerlo,
además, en tanto que incontestablemente ciertas, en la medida en que han sido
provistas desde esa fuente de verdad que es la institución filoreligiosa de la
ciencia.
La
actualidad del ensayo de Durkheim y Mauss sobre las clasificaciones primitivas
nos conduce a apreciar cómo una comprensión heurística de nuestra propia
sociedad sólo es posible haciendo inteligible la racionalidad secreta que ésta
emplea para clasificar, distribuir, distinguir, separar, poner en relación y
jerarquizar por grupos categoriales los objetos tanto humanos como materiales
que la conforman. Visiones, al fin, que atienden la vigencia entre nosotros del
poder de los sistemas lógicos de denotación. Esa observación nos permite
constatar que no son las diferencias culturales las que
generan la diversidad, tal y como podría antojarse superficialmente, sino que
son los mecanismos de diversificación los que motivan la búsqueda de marcajes
que llenen de contenido la volundad de distingirse y distinguir a los demás, no
pocas veces con fines estigmatizadores o excluyentes. Una entidad
clasificatoria cualquiera, es decir una unidad sobrepuesta definible por y en
ella misma, no sirve tanto para alimentar la base de una clasificación, sino
que, justo al contrario, constituye su producto.
Tales
sistemas de clasificación son instrumentos cognitivos, es cierto, pero sobre
todo son instrumentos de poder. Como ha señalado Pierre Bourdieu, hablamos aquí
de «principios de división inseparablemente lógicos y sociológicos que, al
producir unos conceptos, producen unos grupos, los mismos grupos que los
producen y los grupos contra los que se producen». La presuntamente científica
etnificación de sectores sociales ya previamente asociados al conflicto y a la
marginación tiene como tarea lanzar sobre ellos una suerte de red nominadora de
la que surgen, como por encanto, una seria de unidades discretas claras que
organizan –verticalmente, por supuesto– una población que no es que estuviese
escasamente diferenciada sino que, al contrario, presentaba unos dinteles de
complejidad difíciles o imposibles de fiscalizar. Los sistemas institucionales
y/o populares de clasificación étnica son un exudado mediante el que el poder
político y/o las mayorías sociales justifican, explicitan y aplican su
hegemonía. La palabra con que la antropología crea al grupo que nombra lo
naturaliza, lo dota al mismo tiempo de atributos y de atribuciones.
Puede
ser que no sea factible escapar de esos códigos fundamentales que nos instauran
los esquemas de lo que es preceptivo, de lo que debe y puede cambiar, de las
jerarquías, de la producción de explicaciones, de las interpretaciones o
teorías a la que se entregan sin descanso expertos y especialistas, y entre ellos los
antropólogos, para mostrar la inevitabilidad de no importa qué orden, para
satisfacer con argumentos «científicos» la necesidad social y política de
unificar el pensamiento y desenmarañar lo real, fragmentaciones del saber
mediante las que el conocimiento moderno lleva a cabo aquella misma tarea que
el totemismo australiano tenía encomendada, al tiempo que, como aquél, persuade
del valor incontestable de sus resultados.