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Apuntes para Dario Suárez, doctorando en la UB
LOS LÍMITES DEL ANONIMATO
Manuel Delgado
En la vida pública –vida
en público; vida expuesta a la mirada ajena– el extrañamiento mutuo, esto es el
permanecer extraños los unos a los otros en un marco tempo-espacial restringido
y común, es –o debería ser– un ejemplo de orden social realizado en un determinado
espacio de actividad. En estos casos, los presupuestos de inferencia para la
acción adecuada no sólo no requieren –o no deberían requerir– que el otro se
presente –salga de su anonimato–, sino que pueden dar –o deberían poder dar–
por descontada la indeterminación de su estatus social, de sus pensamientos, de
sus sentimientos, de su género, de su ideología o de su religión. Es entonces
cuando se hace –o se debería hacer– manifiesta la manera como ese principio de
urbanidad que Goffman presentaba como desatención cortés o indiferencia de
cortesía es una forma de atención, una manera de tener bien presente la
presencia de aquellos a quienes se ignora.
Relacionado
con ese principio de reserva y distanciamiento que debe organizar –a la manera
de una auténtica institución– las relaciones en público, Goffman, sobre todo en
Frame Anaylisis (CIS) nos invita a
distinguir entre las focalizadas y las no focalizadas. En las no focalizadas la
coordinación de las acciones recíprocas se lleva a cabo sin que se constituya
actividad cooperativa alguna, lo que no implica que los interactuantes se
ignoren. En el caso de que la interacción sea
focalizada la comunicación se organiza bajo un régimen de anonimato más
relativo y de una indeterminación menor, como ocurre en el caso de las
relaciones de servicio, por ejemplo. En una interacción focalizada los agentes
deben modelar mutuamente sus acciones, hacerlas recíprocas, garantizar su mutua
inteligibilidad escenográfica, distribuir la atención sobre unos componentes
más que sobre otros, ajustarla constantemente a las circunstancias que vayan
apareciendo en el transcurso de la relación.
Como ves, estoy empleando
la forma condicional para referirme a estos principios de sociabilidad entre
desconocidos. Eso es porque está bien claro que —y ahí entra tu asunto— a
muchas personas y a determinados colectivos se les niega ese derecho al
distanciamiento y a la reserva y no se pueden desprender, ni siquiera en un
espacio público en teoría de todos y de nadie, de los marcajes que los inferiorizan
en las otras parcelas plenamente estructuradas y jerarquizadas de la vida
social. Es en cuanto una relación pasa de no focalizada a focalizada que se
desvanece la ilusión que pudiera haberse generado de que el espacio urbano está
a salvo de las estructuras que en la sociedad asignan lugares subordinados para
ciertas personas por razón de su edad, de su género, de su clase o de su
identidad étnica, ideológica, religiosa o lingüística, es decir no tanto por lo
que hacen, como por lo que son o se supone que son.
En efecto, unas tabulaciones clasificatorias que hasta aquel momento podrían
haberse limitado a distinguir entre la pertinencia o no de las actitudes
percibidas inmediatamente y de su resultado inminente, pueden, en cuanto la
focalización se ha producido, dejarse determinar por un marcaje reconocido o
sospechado en aquel o aquellos con quienes se interactúa. Éstos pierden los
beneficios del derecho al anonimato y dejan de resultar desconocidos que no
suscitan ningún interés, para pasar a ser detectados y localizados como
individuos cuya presencia –que hasta entonces podía haber pasado desapercibida–
acaba suscitando situaciones de contacto generadores de malestar, inquietud o
ansiedad. Esos climas son los que pueden convertir en cualquier momento una
relación focalizada en diversas formas de negación de personas previamente
estigmatizadas por una razón u otra, formas que van desde las más agresivas –la
humillación e incluso la agresión– a otras mucho más sutiles, como la tolerante
y comprensiva, no menos certificadoras de un estatus de inferioridad que la
tendencia igualizadora de la vida urbana no ha podido escamotear.
En principio es en esa
obra fundamental para las ciencias sociales de la desviación que es Estigma (Amorrortu) donde Goffman más
enfatiza el peso que sobre la situación ejercen estructuras sociales
inigualitarias. A la mínima oportunidad, una serie de tabulaciones
clasificatorias que hasta aquel momento podrían haberse limitado a distinguir
entre la pertinencia o no de las actitudes percibidas inmediatamente y de su
resultado inminente, pueden, en cuanto se desencadena la focalización, dejarse
determinar por una identidad social reconocida o sospechada en aquel o aquellos
con quienes se interactúa. El identificado como portador de un rasgo
minusvalorizante –pertenencia a un segmento social considerado bajo o
peligroso, adhesión cultural inaceptable, discapacidad física o mental; el caso
de los musulmanes es sin duda emblemático– pierde automáticamente los
beneficios del derecho al anonimato y deja de resultar un desconocido que no
provoca ningún interés, para pasar a ser detectado y localizado como alguien
cuya presencia –que hasta entonces podía haber pasado desapercibida– acaba
suscitando malestar, inquietud o
ansiedad. Un relación anodina puede convertirse entonces, y a la mínima, en una
nueva oportunidad para la humillación del preinferiorizado, para un
rebajamiento que puede adoptar diferentes formas, que van de la agresión o la
ofensa a, como tú misma apuntabas ayer, una actitud compasiva, tolerante e
incluso “solidaria”, no menos certificadoras de cuán ficticia era la tendencia
ecualizadora de la comunicación entre desconocidos en contextos públicos, allí
donde estamos viendo que se despliega "lo urbano".