dijous, 7 de març del 2019

Sobre la carnavalización menipea

La foto está tomada en el carnaval de Forbach, en Francia, en 2011. Es de Siegfried Becker

Comentario para Carlo Gavazzi, doctorando

SOBRE LA CARNAVALIZACIÓN MENIPEA
Manuel Delgado

Lo que me escribiste ayer a propósito de El Quijote me trajo a la cabeza algo que leí sobre la obra de Cervantes que me marcó profundamente y que tiene que ver con el interés que en las ciencias sociales ha despertado un autor bien cercano a tu ámbito, como es Mijail Bajtín, en concreto un libro suyo titulado Problemas de la poética de Dostoievski (FCE). En ese texto, en su capítulo tercero, se refiere al clásico como uno de los grandes ejemplos de literatura carnavalesca y, más adelante, la califica como ejemplo de sátira menipea. Esa anotación me hizo indagar sobre el sentido y el significado de ese estilo literario que, como sabes tú mejor que yo, imita la estructura de la novela y a veces de la epopeya caricaturizando determinadas actitudes mentales, a la manera del Gulliver de Swift o la Alicia de Caroll, acaso con el Gargantúa y Pantagruel de Rabalais como paradigma más habitualmente citado. Ahí seguro que se te ocurren ejemplos mucho más significativos. Como seguro que recuerdas, en Bajtin la carnavalización es asimilada a la palabra poética, opuesta o, si se prefiere, radicalmente distinta del discurso codificado, impugnación de toda gramática. Es por ello que Bajtin opone lo carnavalesco a la historia, al relato lineal, a la lógica aristotélica. Es ahí donde entre El Quijote y, con él, ese tipo de literatura irónico-trágica pluriestilísitica, por así decirlo, que es la menipea, como también sabes abundantemente practicada en la antigüedad clásica y en la Edad Media y que ha llegado hasta el siglo XX de la mano de Joyce y Kafka, y de la que, por cierto, mi tantas veces referenciado en clase Georges Bataille fue un conspicuo cultivador.

Realmente Bajtin ha sido alguien a quien la antropología de las últimas décadas le debe mucho. Uno de los conceptos que le hemos tomado prestado es justamente el de carnavalización, sobre todo para remitirnos al papel de la fiesta en general como recurso cultural dispuesto para advertir cómo la fiesta sirve para torsionar su función para proclamar una identidad colectiva dada, para, una vez procurados esos parámetros del dentro y el fuera de la comunidad, hace intervenir el papel central que siempre acaba jugando el desbarajuste advierte de que en el interior de ese orden en origen identitario rige cualquier cosa menos la identidad. Creo que alguna vez, en clase, tuve que mencionar como, por ejemplo, es imposible que toda boda no acabe en bodorrio.

Es más, la propia naturaleza ditirámbica de la fiesta pone a los copresentes en la fiesta fuera de sí, les hace irreductibles a una determinada unidad identitaria. Absorbidos por el torbellino festivo, los sujetos pasan a percibirse como parte de cualquier cosa menos de una comunidad orgánica, puesto que, por decirlo como propondría Nietzsche en El origen de la tragedia, sienten «el impulso de transformarse a sí mismos y de hablar por boca de otros cuerpos y otras almas». Dislocarse, desintegrarse –es decir, perder toda integridad–, romperse en pedazos, reagruparse en otros cuerpos, hablar por otras bocas, sigue Nietzsche, «verse uno transformado a sí mismo delante de sí, y actuar uno como si realmente hubiese penetrado en otro cuerpo, en otro carácter». Se produce entonces, como en el coro dionisiaco, «una suspensión del individuo, debida al ingreso en una naturaleza ajena», en un fenómeno que sobreviene «como una epidemia: una muchedumbre entera se siente mágicamente transformada de este modo». En eso consiste justamente el éxtasis colectivo que es la materia prima de toda fiesta: la capacidad de hacer que los individuos se sientan parte de la comunidad, pero no como entidad dotada de forma, sino como magma insensato, puesto que se ha logrado que esas moléculas de la vida social que son los sujetos experimenten, con estupor, la evidencia de que no son nadie sin todos los demás, sientan que, como sigue diciendo Nietzsche, «el suelo vacile», puesto que ya no es posible mantener «la creencia en la indisolubilidad y la fijeza del individuo».

Es en ese sentido que  Bajtin otorgaba a la carnavalización festiva la cualidad de hacer que celebrante pudiera sujeto del espectáculo y objeto del juego. Evocando a Bajtin, Julia Kristeva escribía en su Semiótica: «En el carnaval el sujeto resulta aniquilado: en él se cumple la estructura del autor como anonimato que crea y ve crear, como yo y como otro, como hombre y como máscara». La lógica carnavalesca, dice Kristeva, siempre siguiendo a Bajtin, «es como el rastro de una cosmogonía que no conoce la sustancia, la causa, la identidad fuera de las relaciones con el todo que no existe más que en y por la relación». La fiesta es entonces, por definición casi, recuerdo de todo y olvido de sí. Establece el intercambio generalizado, la comunicación llevada a su apoteosis es la sustancia de la sociedad, esa energía cuya efusión sin control es lo que teme por encima de cualquier cosa una comunidad. Lo que, por cierto, nos vuelve a nuestra otras cuestión pendiente, la de la comunidad, de la que la comunicación es requisito y negación, puesto que la comunicación, como nos enseñó Bataille, es aquello que el lenguaje impide u obstaculiza. La comunicación empieza cuando el lenguaje —lo social estructurado— cesa. La comunidad se protege de la comunicación sacralizándola.

Bajtin nos prestó ese concepto tan fundamental que es el de lo dialógico. Y precisamente, Bajtin coloca la carnavalización en el capítulo de lo esencialmente dialógico –esto es hecho de distancias, analogías, oposiciones no excluyentes–, pero sobre todo la sitúa bajo el signo de las frases dichas rompiendo la continuidad, los conjuntos vacíos, las sumas disyuntivas, una relativización paródica del lenguaje que opera por contrastes y combinaciones y que, ante todo, trabaja el intervalo, es decir lo que la linealidad textual quiere negar a toda costa. La lógica poética y la carnavalización coinciden en romper con la continuidad del sistema lógico-científico, que se basa en la frase griega, fundamentada a su vez en la distinción entre sujeto y predicado, y que luego procede mediante identificación de los complementos a partir de criterios de localización, causalidad, determinación, etc. Esa lógica –en realidad una monológica– opera a partir de una base cero-uno (falso/cierto; normal/anormal; bien/mal) y deriva en una pánico absoluto ante la ambigüedad, que es justamente lo que la carnavalización y su lógica del doble (la máscara, el 0-2) afirma contra el Uno.
           
La fiesta, porque es retorno del retorno, se emparenta ahí con la inautenticidad, la máscara, lo desconocido, el «reverso irreversible», lo imposible, una duplicación que no puede ser sometida a tematización alguna. La fiesta, como el mal, es la puesta entre paréntesis y la transgresión de la ley, un tajo abierto en el discurso. ¿Tú no crees que la palabra poética es al texto prosódico lo que la fiesta es al tiempo lineal –sea éste flecha o ciclo– es porque corta perpendicularmente un transcurrir que se desplaza monótonamente sobre un eje horizontal. La fiesta es el tiempo en vertical, puesto que a través suyo una determinada colectividad hace coralmente —y sabes qué de importante para mí es ese ámbito— lo que el tránsito místico, chamánico o poseso le permite hacer delegadamente a través del personaje extático: ascender a su apoteosis y, a la vez, hundirse en su propia oscuridad, en la reconstrucción dramática de un infierno. Se ha dicho que la fiesta es un mecanismo que sirve para que los individuos que constituyen una sociedad recuerden –aunque sea de forma simbólica– el orden subyacente que se supone que guía sus acciones. Esto es tan cierto como lo que, afirmando todo lo contrario, vendría a decir lo mismo. Lo que se recuerda es el desorden subyacente que las desbarata: la comunicación.



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