La foto está tomada en el carnaval de Forbach, en Francia, en 2011. Es de Siegfried Becker |
Comentario para Carlo Gavazzi, doctorando
SOBRE LA CARNAVALIZACIÓN MENIPEA
Manuel Delgado
Realmente Bajtin ha sido alguien a quien la
antropología de las últimas décadas le debe mucho. Uno de los conceptos que le
hemos tomado prestado es justamente el de
carnavalización, sobre todo para remitirnos al papel de la fiesta en
general como recurso cultural dispuesto para advertir cómo la fiesta sirve para
torsionar su función para proclamar una identidad colectiva dada, para, una vez procurados esos parámetros del dentro y el fuera de la comunidad, hace intervenir el papel central
que siempre acaba jugando el desbarajuste advierte de que en el interior de ese
orden en origen identitario rige cualquier cosa menos la identidad. Creo que alguna vez, en clase,
tuve que mencionar como, por ejemplo, es imposible que toda boda no acabe en
bodorrio.
Es más, la propia naturaleza ditirámbica de la
fiesta pone a los copresentes en la fiesta fuera de sí, les hace irreductibles
a una determinada unidad identitaria. Absorbidos por el torbellino festivo, los
sujetos pasan a percibirse como parte de cualquier cosa menos de una comunidad
orgánica, puesto que, por decirlo como propondría Nietzsche en El origen de la tragedia,
sienten «el impulso de transformarse a sí mismos y de hablar por boca de otros
cuerpos y otras almas». Dislocarse, desintegrarse –es decir, perder toda
integridad–, romperse en pedazos, reagruparse en otros cuerpos, hablar por
otras bocas, sigue
Nietzsche, «verse uno
transformado a sí mismo delante de sí, y actuar uno como si realmente hubiese
penetrado en otro cuerpo, en otro carácter». Se produce entonces, como en el coro
dionisiaco, «una suspensión del individuo, debida al ingreso en una naturaleza
ajena», en un fenómeno que sobreviene «como una epidemia: una muchedumbre
entera se siente mágicamente transformada de este modo». En eso consiste
justamente el éxtasis colectivo que es la materia prima de toda fiesta: la
capacidad de hacer que los individuos se sientan parte de la comunidad, pero no
como entidad dotada de forma, sino como magma insensato, puesto que se ha
logrado que esas moléculas de la vida social que son los sujetos experimenten,
con estupor, la evidencia de que no son nadie sin todos los demás, sientan que,
como sigue diciendo Nietzsche, «el suelo vacile», puesto que ya no es posible
mantener «la creencia en la indisolubilidad y la fijeza del individuo».
Es en ese sentido que Bajtin
otorgaba a la carnavalización festiva la cualidad de hacer que celebrante
pudiera sujeto del espectáculo y objeto del juego. Evocando a Bajtin, Julia
Kristeva escribía
en su Semiótica: «En el carnaval el sujeto resulta aniquilado: en
él se cumple la estructura del autor
como anonimato que crea y ve crear, como yo y como otro, como hombre y como
máscara». La lógica carnavalesca, dice Kristeva, siempre siguiendo a
Bajtin, «es como el rastro de una cosmogonía que no conoce la sustancia, la
causa, la identidad fuera de las relaciones con el todo que no existe más que
en y por la relación». La
fiesta es entonces, por definición casi, recuerdo de todo y olvido de sí. Establece
el intercambio generalizado, la comunicación llevada a su apoteosis es la
sustancia de la sociedad, esa energía cuya efusión sin control es lo que teme
por encima de cualquier cosa una comunidad. Lo que, por cierto, nos vuelve a
nuestra otras cuestión pendiente, la de la comunidad, de la que la comunicación
es requisito y negación, puesto que la comunicación, como nos enseñó Bataille,
es aquello que el lenguaje impide u obstaculiza. La comunicación empieza cuando
el lenguaje —lo social estructurado— cesa. La comunidad se protege de la
comunicación sacralizándola.
Bajtin nos prestó ese concepto
tan fundamental que es el de lo dialógico. Y precisamente, Bajtin coloca la
carnavalización en el capítulo de lo esencialmente dialógico –esto es hecho de
distancias, analogías, oposiciones no excluyentes–, pero sobre todo la sitúa
bajo el signo de las frases dichas rompiendo la continuidad, los conjuntos
vacíos, las sumas disyuntivas, una relativización paródica del lenguaje que
opera por contrastes y combinaciones y que, ante todo, trabaja el intervalo, es
decir lo que la linealidad textual quiere negar a toda costa. La lógica poética
y la carnavalización coinciden en romper con la continuidad del sistema
lógico-científico, que se basa en la frase griega, fundamentada a su vez en la
distinción entre sujeto y predicado, y que luego procede mediante identificación
de los complementos a partir de criterios de localización, causalidad,
determinación, etc. Esa lógica –en realidad una monológica– opera a partir de
una base cero-uno (falso/cierto; normal/anormal; bien/mal) y deriva en una
pánico absoluto ante la ambigüedad, que es justamente lo que la carnavalización
y su lógica del doble (la máscara, el 0-2) afirma contra el Uno.
La fiesta, porque es retorno
del retorno, se emparenta ahí con la inautenticidad, la máscara, lo
desconocido, el «reverso irreversible», lo imposible, una duplicación que no
puede ser sometida a tematización alguna. La fiesta, como el mal, es la puesta
entre paréntesis y la transgresión de la ley, un tajo abierto en el discurso. ¿Tú
no crees que la palabra poética es al texto prosódico lo que la fiesta es al
tiempo lineal –sea éste flecha o ciclo– es porque corta perpendicularmente un
transcurrir que se desplaza monótonamente sobre un eje horizontal. La fiesta es
el tiempo en vertical, puesto que a través suyo una determinada colectividad
hace coralmente —y sabes qué de importante para mí es ese ámbito— lo que el
tránsito místico, chamánico o poseso le permite hacer delegadamente a través
del personaje extático: ascender a su apoteosis y, a la vez, hundirse en su
propia oscuridad, en la reconstrucción dramática de un infierno. Se ha dicho
que la fiesta es un mecanismo que sirve para que los individuos que constituyen
una sociedad recuerden –aunque sea de forma simbólica– el orden subyacente que
se supone que guía sus acciones. Esto es tan cierto como lo que, afirmando todo
lo contrario, vendría a decir lo mismo. Lo que se recuerda es el desorden
subyacente que las desbarata: la comunicación.