Fragmento de un artículo El arte de danzar en el abismo, publicado en Josep Maria Català, ed., Imagen, memoria y fascinación. Notas sobre el documental en España, Consejería de Cultura, Junta de Andalucía, 2001, pp. 221-230.
EL ARTE DE DANZAR SOBRE EL ABISMO
Manuel Delgado
Sólo una lectura trivial podría reconocer como tema central de Lejos de los árboles «lo ancestral» o «lo atrasado». Su asunto es en realidad lo alterno, lo otro, lo que desmintiendo toda normalidad, hay razones para sospechar que la alimenta. El propio Esteva explicitaba esa intención. En una entrevista publicada en Nuestro Cine poco antes de su primer pase público, Esteva cambiaba su discurso oficial de promoción de la película ante la prensa, para reconocer que su intención era «tratar de la racionalidad de lo alterno (lo sensorial y no imaginativo), el juego entre el fetichismo y lo real... [que] se determina como regla de un concepto social práctico-inerte». Añadía luego, con un lenguaje que apenas tenía que ver con las simplicidades ofrecidas a los periódicos: «Es necesario, pues, comprender –o hacer comprender– que este cambio alterno es más complejo y más concreto que el ejemplo superficial de la vivencia que hemos visto producirse».
Así es. Lejos de los árboles pudo haber nacido y ser publicitada como una denuncia de lo atávico e inercial que sobrevivía en la España desarrollista de los sesenta, pero lo que constituye es un regreso en toda regla a uno de los temas centrales para las vanguardias del siglo XX: la alteridad, los otros mundos que están en éste, el más allá que está aquí, las puertas o trampillas a través de las cuales se accede a otros universos humanos ocultos o invisibles, habitados por las dimensiones más opacas de la condición humana. Porque –he ahí lo que Jacinto Esteva sabía y lo que andaba buscando– hay lugares que están justamente en la tierra de nadie que separa el mundo de lo otro. Ese terrain vague puede ser visible, cuando aquello de lo que nos preserva es de la alteridad exterior, esto es, de todo aquello que perteneciendo a un orden ajeno es percibido como irracional y estólida o perversamente ingenuo. Al otro lado del límite se encuentran aquellos que hemos llamado primitivos, bárbaros o salvajes, pero también quienes, más cerca, en las afueras, encarnan lo arcaico, lo elemental y al tiempo desmesurado. Pero hay otros lindes, ahora interiores, desde los que lo inconcebible se expresa como parte inmanente de la propia vida urbana. Formado como urbanista y arquitecto, Esteva quiso contribuir con Lejos de los árboles a desmentir el falso divorcio entre lo rural y lo urbano y a reflexionar de un modo otro sobre la ciudad, mostrando cómo se agitaban en ella las mismas fuerzas de lo distinto y lo incalculable que se había querido exiliar más allá de sus murallas.
Dicen que la realidad es una y hay una única razón razonable. Pero eso sólo resulta creible al precio de no escuchar las voces de los otros, los de dentro y los de fuera, todos los dislocamientos que desmentirían la presunta unidad del cosmos. Es la palabra alucinada y obscena que la película de Esteva trae de allí –el bosque, los ritos «atávicos» de «gentes atrasadas»– a aquí –la ciudad, lejos de los árboles, el escándalo interior. Como una pústula repugnante, todas esas voces forman un murmullo informe y atronador en que se despliegan las potencias más desencajadas. Más allá o antes de los árboles y de la ciudad, en los propios dominios de la personalidad, la conciencia parece siempre no menos predispuesta a la deslealtad, y los sueños y el deseo, la fantasía y las pasiones vienen a trastornar todo espejismo de armonía. Una sedición constante se pronuncia con la risa, el paroxismo, el terror, la fascinación, la violencia, la muerte... Noticias recientes de lo irracional. Caligrafías del delirio, indicios de un poder distinto del de los poderosos.
En una entrevista para televisión, grabada por Benito Rabal para uno de los episodios de la serie de TVE Los pintores, emitida en 1984, Jacinto Esteva había dicho: «El surrealismo es un lugar en la cabeza». El ascendente surrealista está mucho más presente en Lejos de los árboles que en todas las demás producciones de la Escuela de Barcelona. El encuentro de Jacinto Esteva con Julio Caro Baroja para documentar la película y su fijación obsesiva por África responden al mismo resorte que acercó las vanguardias europeas de los años veinte del surrealismo a la etnología. Es ese escenario –Francia, años 30– vemos a científicos sociales –Mauss, Leiris, Leroi-Gourhan, Griaule, Métraux...–, filósofos –Bataille, Caillois, Klossowski...– y creadores de vanguardía –Breton, Giacometti, Ernst, Desnos, Queneau...– mezclarse en un único ambiente, compartir inquietudes e incluso publicar sus hallazgos en unas mismas revistas, como Minotaure o Documents.
Esa complicidad se concreta en la fascinación por lo exótico, pero también en el interés por ciertas prácticas «folclóricas» que se daban todavía en Europa, pletóricas de gestos, palabras, ritos y mitos asombrosos, expresiones de la disonancia cultural de las clases populares celosas de una sabiduría ajena e inamistosa con respecto de la «alta cultura» burguesa. Como había señalado el historiador del cine Ado Kyrou, aludiendo a esa atención prestada por las vanguardias a los ritos tradicionales europeos, los surrealistas habían descubierto que le marvelleiux est populaire.Recuérdese, por ejemplo, cómo la fiesta de los toros española resumía, para Masson, Bataille o Leiris, el atractivo de los aspectos menos amables de la cultura popular, donde se saciaba tanto la búsqueda surrealista de nuevos planos de realidad, como la atención rigurosa y metódica mediante la cual la antropología había expresado su proyecto de descubrir las leyes secretas de un orden lógico otro.
En España, la búsqueda de las zonas periféricas de la cultura conducía a una ritualística y a una red mítica aún extraordinariamente densa y vigente. Lorca encontrará en los gitanos, la otra raza interior, una disidencia parecida a la de su poética, como ocurrirá con los negros neoyorquinos. Por su parte, Luis Buñuel, que acaba de realizar dos experimentos fílmicos de gran osadía (Le chien andalou y L’âge d’or) descubre que el más allá de todo lo dicho sólo puede venir de un documento de vocación etnográfica como Tierra sin pan, una película que en el momento del estreno de Lejos de los árboles fue evocada como su precedente más directo. De lo que se es consciente en todos esos casos es de que la realidad de los seres humanos contiene suficientes dosis de algo innombrable e innobrado, que se halla a medio camino entre lo patético y lo poético. Lo había presagiado ya, en los umbrales de la demencia, Antonin Artaud, entre los tarahumara mexicanos. En 1943, Breton pasa algún tiempo con los indios hopi del sur de los Estados Unidos, entre los que puede confirmar su convicción de que tanto la naturaleza como sus habitantes son igualmente depositarios de ese inmenso sistema de analogías y oposiciones en las que el pensamiento mágico domina y donde la acción de la mente se vuelve inmediatamente ejecutiva.
Desdibujado –por irrelevante– el contexto histórico concreto del que surgiera y en que surgiera, Lejos de los árboles se esclarece a partir de su ubicación en la amplia tradición surrealista de atención por los aspectos más sobrecogedores del universo simbólico de la cultura popular. Fiel a ese legado, la reflexión fílmica de Esteva nos coloca, sin concesiones, en el centro del laberinto, en un rincón del cuarto de los ecos. Lejos de los árboles –tan rara, tan bella– nos enseña el cuerpo loco y maligno de lo social, y nos invita al estupor ante lo escrito entre líneas en la propia ciudad, su centro sucio y en la sombra, lo maldito. Como se ha dicho, en su última etapa, además de preparar una novela «para el premio Planeta», Esteva se dedicó a la pintura. En sus obras solía incorporar materia orgánica –«lo que encontraba en la cocina», me contaba Daria, su hija–, con lo que lograba piezas de arte que tenían la extraordinaria virtud de apestar y de acabar pudriéndose. Acaso ese fue el gran asunto de Lejos de los árboles, el mismo que, por ejemplo, Miguel Morey encontraba en el pensamiento de Georges Bataille: «todo el laberinto de vísceras oscuras que sostienen y alimentan la tramoya de lo representable: de lo visible, de lo decible», lo que «nos muestra hasta qué punto es oscura nuestra alma moderna». Se descubre en ese momento que no habitamos la frontera, sino que es la frontera la que nos habita. Asombrados, habremos aprendido entonces lo que Esteva aprendió, aquello mismo que Octavio Paz había llamado, en su homenaje a Claude Lévi-Strauss, el arte de danzar sobre el abismo.