Consideraciones para Rubén Casadesús, estudiante del Máster de Antropología y Etnografia de la UB, enviadas en marzo de 2019
VIRGINIA WOOLF Y LO URBANO
Manuel Delga
Pocas descripciones más vívidas
de la actividad en las calles que la que
Woolf nos brindaba de Oxford Street en sus Escenas
de Londres, descrita como «un criadero, una dinamo de sensaciones».
Consciencia del calidoscopio, y de la hiperexcitación que conoce y genera la
vía pública. Recuerda el fragmento que leí en clase el primer día: "La
mente se convierte en una plancha cubierta con gelatina que recibe impresiones,
y Oxford Street pasa perpetuamente por encima de esta plancha una cinta de
cambiantes imágenes, sonidos y movimientos. Caen paquetes al suelo; los
autobuses rozan los bordillos; el trompeteo a pleno pulmón de una banda de
música se transforma en un delgado hilillo de sonido. Los autobuses, los
camiones, los automóviles y las carretillas pasan confusamente mezclados, como
fragmentos de un rompecabezas; se levanta un brazo blanco; el rompecabezas se
hace más denso, se coagula, se detiene; el brazo blanco se hunde, y de nuevo se
aleja el torrente, manchado, retorcido, mezclado, en perpetua prisa y desorden.
El rompecabezas jamás llega a quedar ordenado, por mucho que lo
contemplemos".
En Las olas hay un momento maravilloso, genial. Es cuando Woolf hace
formular a uno de los personajes una de las más bellas apologías que concebirse
pudiera de la no-identidad, esencia sin señas, sin nombre, sólo ojos que miran,
cuerpo que sólo pide ser aceptado, transcurrir o permanecer, y que puede decir:
«abrir las manos hasta ahora unidas y dejar caer al suelo mis posesiones, y
limitarme a estar en pie aquí en la calle sin participar, contemplando el paso
de los autobuses, sin deseos, sin envidias, con lo que muy bien podría ser
ilimitada curiosidad acerca del humano destino». Esa sombra habitada que,
renunciado a la superstición del sujeto, quiere hundirse y fundirse
profundamente «en cuanto ocurre, en esta omnipresente vida general».
Reflexionando ante la gente que
se agrupa ante la salida del ascensor, Woolf le hace pensar a ese mismo
personaje: "En cuanto a mí hace referencia, diré que no tengo propósito
alguno. Carezco de ambición. Me dejaré llevar por el general impulso. La
superficie de mi mente se desliza como un río gris pálido, reflejando cuanto
pasa. No puedo recordar mi pasado, mi nariz o el color de mis ojos, o cuál es
la opinión que, en general, tengo de mí mismo. Sólo en momentos de emergencia,
en un cruce, en el borde de la acera, aparece el deseo de conservar mi propio
cuerpo, se apodera de mí y me detiene aquí ante este autobús. Parece que nos
empeñamos insistentemente en vivir. Después reaparece la indiferencia. El
rugido del tránsito, el paso de rostros distintos hacia aquí y hacia allá, me
deja como drogado y con tendencia a soñar; lo dicho borra los rasgos de los
rostros. La gente podría atravesar a través de mí como si fuera aire. Y ¿qué es
ese momento en el tiempo, este día determinado, en que he quedado atrapado? El
rugido del tránsito podría ser cualquier otro rugido, el de los árboles del
bosque o el de las bestias salvajes. El tiempo se ha enroscado cosa de una o
dos pulgadas en su carrete. Nuestro corto avance ha quedado anulado. También
pienso que nuestros cuerpos están desnudos en realidad. Sólo vamos levemente
cubiertos con ropas abotonadas. Y bajo esta asfalto hay conchas, huesos y
silencios."
Pero es en La señora Dalloway donde Virginia Woolf lleva hasta el final su
percepción de las calles como ese lugar en que reflexionar sobre el tiempo, la
vida, la muerte, la condición femenina... Es paseando por las calles de
Londres, yendo y viniendo en autobús, en un espacio que es el reverso vivo de
los detestados salones londinenses que debe frecuentar, que Clarissa Dalloway,
una mujer por lo demás «sin importancia», pero a la que la amenaza una locura
irreversible, puede pensarse a sí misma y su relación con Septimus Warren, ese
hombre joven cercano a la demencia y en busca de una muerte que acabará
encontrando. En esa extraordinaria novela, que doy por sentado que conoces, el
papel que juega la vía pública no es el de un mero escenario pasivo en que se
desarrolla el drama de dos mundos que fluyen sin dar nunca el uno con el otro,
sino que asume la tarea de factor desencadenante de evocaciones y sentimientos.
Esa novela me hace pensar en la
conversación que tuvimos la otra noche a propósito de la muerte y hasta qué
punto es fundamental no perderla nunca de vista para entender en qué consiste
la grandeza inmensa de vivir. Cruzando Victoria Street pudo sentir Clarissa
hasta qué punto amaba la vida: «En los ojos de la gente, en el ir y venir y el
ajetreo; en el griterio y el zumbido; los carruajes, los automóviles, los
autobuses, los camiones, los hombres anuncio que arrastran los pies y se
balancean; las bandas de viento; los órganos; en el triunfo, en el campanilleo
y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que ella amaba:
la vida, Londres, este instante de junio».
Pero ese amor a la vida es también
evocación de la muerte propia y la de toda aquella multitud de peatones ociosos
o atareados, «cuando Londres sea un sendero cubierto por la hierba y todos los
que caminaban presurosos por la calle aquel miércoles por la mañana no sean más
que huesos, con unas cuantas alianzas mezcladas con su propio cuerpo y con el
oro de innumerables dientes careados». Todo lo que puede dar de sí, para hablar
a solas en silencio, el cruzar Piccadilly o Green Park, o detenerse ante un
escaparate de Harchards, o contemplar los vehículos de transporte público que
recorren Shaftesbury, o reconocer en esa ambulancia que atraviesa Tottenham
Court Road, haciendo sonar su sirena sin cesar, uno de esos momentos «en que
las cosas se juntaban».