Patlo Palazuelo. Foto de José Manuel Navia |
Apartado del texto “Arte, magia y religión. Las concomitancias místicas del pensamiento y la obra de pablo palazuelo”, incluido en Palazuelo. Proceso de trabajo, MACBA, Barcelona, 2006. He suprimido las notas al final.
LO SAGRADO EN EL ARTE CONTEMPORÁNEO
Manuel Delgado
La
sobreposición entre el campo del arte y los compartimentos –de fronteras
difusas, por lo demás– de la espiritualidad y la religión debería ser del todo
previsible. Todos esos terrenos tienen en común en el imaginario social vigente
la ambigüedad crónica de sus límites y de sus contenidos, como si la
inefabilidad fuera parte consustancial de su naturaleza. En todos los casos se
postula, de entrada, la existencia de un espacio
declarado franco por el que pululan hechos, personalidades y productos que se
definen por la imposibilidad de definirlos, hasta tal punto remiten a un
dominio de lo inclasificable y lo inconmesurable y asumen una condición de sagrados,
en el sentido de distintos y distinguibles de lo profano, de lo irrelevante que
configura la vida vulgar de los individuos ordinarios, el infierno tenebroso de
lo material, todo lo que se amontona en la vida cotidiana y aparece carente de
significado profundo y de trascendencia. Sagrados también en el sentido
de que todos esos acontecimientos, personajes y producciones suscitan una
actitud que debe ser ritual, es decir litúrgica, sometida a protocolos de
aproximación o evitamiento que advierten de la excelencia de la obra artística
como entidad de alguna manera no exactamente humana, a su creador como
individuo dotado de cualidades mediúmicas que le permiten entrar en contacto
con dimensiones de la percepción y del conocimiento inaccesibles a las demás
personas, y al espectador como individuo consagrado a una forma de ejercicio
espiritual, o, como lo planteaba Bourdieu, “una especie de participación
mística en un bien común..., forma secularizada del ‘amor intelectual de
Dios’”.
Al margen de
que haya sido un espejismo etnocéntrico lo que nos haya forzado a reconocer
espacios institucionalizados para el arte y la religión o la espiritualidad en
otras sociedades, lo cierto es que en los contextos plenamente incorporados a
la modernidad esas esferas sí que pueden ver comprensible y hasta inevitable su
indistinción. De entrada porque, como Geertz ha insistido en remarcar, arte y
religión son, entre y para nosotros, sistemas culturales, esto es
órdenes integrados de significados compartidos, expresados mediante
representaciones coherentes y comunicables por medio de símbolos, generando
campos en los que se verían incluidos orgánicamente personas, actividades y
productos que reciben su homologación a partir de juicios emanados por una
casta especial constituida por personas consideradas autorizadas o entendidas.
Luego, porque sigue vigente la premisa materialista de que, en última instancia
y como ocurre con cualquier convicción religiosa, todo arte es ideología
encubridora, o, por plantearlo como lo hiciera Plejanov, “quien se hace
adorador de la ‘belleza pura’ no se independiza por ello de las condiciones
biológicas, históricas y sociales que determinan su gusto estético, sino que
cierra los ojos más o menos conscientemente a esas condiciones”
Si los
presupuestos tomados de Marx y Durkheim fueran válidos, el arte funcionaría
igual que lo hace la religión, es decir procurando una fetichización de las
relaciones sociales, desplegándose como dispositivo retórico que permite ver
representados los vínculos humanos reales –fuertemente determinados por intereses
económicos y de poder– como basados en principios desinteresados y libres,
fundamentados en la pura afectuosidad e inspirados por ende en los dictados de
algún tipo de instancia sobre o extrahumana. La invocación de un ascendente de
alguna manera sobrenatural en el artista
y su obra permite que permanezcan velados los determinantes mercantiles y
políticos que organizan el mundo del arte hoy, no muy distintos de los que
justificaron la existencia de las grandes instituciones religiosas, de igual
modo que el arte garantiza la misma capacidad de hipostatar y hacer
trascendentes todo tipo de luchas entre intereses que demuestran las prácticas
y las doctrinas religiosas. Dicho de otro modo: parafraseando a Marx, el arte
se ha constituido en el opio de ciertas elites –cada vez más masificadas, por
cierto–, que han encontrado en el goce estético su particular adormidera.
Algo parecido podría decirse de la perspectiva que
Weber nos brindó acerca del lugar de los sentimientos religiosos en orden a
proveer tanto de sentido a la experiencia individual como de legitimidad a las
relaciones de dominación. El arte ha acabado deviniendo satisfacción para ese
imperativo que Weber suponía impeliendo a los seres humanos a combatir el
absurdo de su existencia y aliviar las insuficiencias de su dimensión profana,
lo que se traducía en la importancia
concedida a los bienes de naturaleza inmaterial. El arte, en efecto, salva, y
lo hace –paradójicamente si se quiere, pensando en la irracionalidad o metarracionalidad de su presunta
esencia– a partir de sus beneficios racionalizadores, en el sentido de que
–como veíamos en el caso de la autoteorización que Palazuelo hacía sobre su
obra– ordena, justifica y jerarquiza la experiencia de la vida y la dota de una
plausibilidad que no poseía, insertándola además en un camino de rescate de las
imperfecciones del mundo material. Junto a esa demanda individual de redención
que tanto la religión como el arte contribuyen a saciar, tenemos esa no menos
fundamental necesidad que los sistemas de poder y las clases dominantes tienen
de mostrar su autoridad fundada en argumentos numinosos. Es ahí donde el arte
aparece complicado en esa trama más amplía –en cuyo seno ocupa un papel central
y vertebrador– de lo que damos en llamar hoy Cultura, un campo también difuso
que genera últimamente actuaciones públicas o privadas de gran calado.
Tenemos
entonces que el misterio que empapa la obra, el proceso creador y la propia
personalidad del artista –incluyendo su adscripción a los diversos ocultismos–
resultan indispensables para certificar el rango especial y separado del hecho
artístico –sagrado, cabría decir de nuevo–, clasificando sus productos,
productores, distribuidores y teóricos como miembros de un subgrupo iniciático
con acceso privilegiado al dominio del que proceden los significados. En
realidad, pero, la atmósfera mistagógica que rodea al arte tiene como misión
camuflar las funciones reales y mucho más prosaicas que tiene hoy ese espacio
como propiciador de un tipo particular de capital, objeto de todo tipo de
transacciones económicas que nunca son explicitadas, pero sobre todo recurso
moral legitimador de la máxima eficacia cuyo destino último es disimular todo
tipo de asimetrías, que pasan, por la vía de la lógica taxonómica de los
gustos, a convertirse de pronto de socioeconómicas en estéticas. Para ello es
indispensable que el artista –como personaje conceptual que es– se pliegue a la
imagen que se requiere que proyecte como oficiador de un misterio, poseedor o
poseído por un saber iniciático que lo convierte en interlocutor privilegiado
ante el reino de luz en que impera la Belleza y en el que lo político y lo
económico sencillamente no existen.
La celebración
del arte se comporta entonces igual que lo haría cualquier otro aparato
sacramental asociado a una entidad metafísica que se presenta como eterna y
cósmica. En función de esta tipificación en tanto que religiosidad implícita,
los gestores o especialistas culturales se constituirían en miembros de una
especie de clericato y los críticos en cultivadores de una forma de teología,
mientras que el creador asumiría el papel de oficiante de los misterios del
arte o del arte como misterio. El papel de todos esos personajes es el de
presentarse y ser reconocidos como mediadores autorizados –funcionariales, en
el caso de administradores o críticos; carismáticos en el del propio artista–
que comunican instancias que, de no ser por ellos, permanecerían aisladas unas
de otras, y que son la Belleza por un lado y, por el otro, la vida ordinaria de
los simples mortales, siendo sus producciones análogas a las mediaciones de las
que habla la teología católica, las imágenes u objetos que le hacen posible al
pueblo fiel concebir en términos físicos y venerar las entidades celestiales
que ordenan o deberían ordenar su vida.