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Fragmento de una conferencia en la Pontifícia Universidade Católica de São Paulo, junio de 2006
EL SER COMO POSICIÓN Y EL ESPACIO COMO POSIBILIDAD
Manuel Delgado
Sería cosa de recordar que el no-lugar es una categoría cuya génesis es inseparable de la geometría barroca. Para Descartes, como se sabe, la materia no puede concebirse en y por ella misma, puesto que su textura es reconocida por algo que le es extraño y que no es sino el entendimiento, esa entidad que vive emboscada en el interior de cada cual y que nos permite reconocer cualidades del mundo de las que ya sabíamos algo antes de que nos fuera dado experimentarlas. Ese dispositivo del conocimiento es un locus privilegiado en la apreciación de la realidad extensa, pero que ésta no contiene. Tampoco está en nosotros, sino que actúa a través nuestro.
Eso es lo que constituye para
Descartes ese no-lugar del espíritu desde el que se suscitan todos los lugares
del mundo, y que es un pensar “que para existir no tiene necesidad de ningún
lugar” (Reglas para la dirección de la mente, Orbis, 1983). Así, toda
operación geométrica realiza y demuestra figuras que antes había presupuesto en
ese espacio que no está, puesto que no es sino el movimiento mismo de la
razón. De ahí la pregunta central que Hannah Arendt se formula, titulando el
capítulo IV de La vida del espíritu: “¿Dónde estamos cuando pensamos?” (La
vida del espíritu, Barcelona, Paidós, 2002). Ese sujeto absoluto que no
está, sino que trabaja desde un no-estar omnipresente será retomado
asimismo por Jacques Derrida, que define justamente el sujeto como un no lugar,
a medio camino entre la posibilidad y la voluntad de representar el mundo.
La
idea cartesiana de no-lugar se parece a la definición kantiana de espacio
abstracto o espacio puro, entendido como aquél en el que,
en última instancia, todo movimiento puede ser pensado. Para Kant, en efecto,
el espacio abstracto o puro no es un concepto sino un a priori de cualquier
forma de sensibilidad o percepción del mundo exterior. Escribe Kant: “El
espacio es, pues, considerado como condición de posibilidad de los fenómenos,
no como una determinación dependiente de ellos, y es una representación a
priori en la que se basan necesariamente los fenómenos externos” (Crítica de la
razón pura, Alfaguara, 1978).
La noción clásica de no-ser –y por extensión, sus derivaciones en no-ciudad y
no-lugar– como todo lo otro se reconoce en ese espacio que Kant supone
como virtualidad pura, lo que se traduce en una regla universal y sin
restricción: “Todas las cosas, en cuanto fenómenos externos, se hallan
yuxtapuestas en el espacio”. Más en concreto, nos interesa la noción kantiana de
espacio abstracto, En paralelo, tenemos otra teoría no menos
central en Kant: la del ser como posición. “Ser no es un predicado real,
es decir el concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa. Es
simplemente la posición de una cosa o de ciertas determinaciones en sí”. Este
postulado no aparece sólo la Crítica de la razón pura. Casi veinte años
antes lo podemos encontrar en El único fundamento posible de una
demostración de la existencia de Dios, aunque sea invirtiendo los términos
de la ecuación: “El concepto de posición es absolutamente simple, y se
identifica con el concepto de ser en general” (El único
fundamento posible de una demostración de la existencia de Dios, PPU, 1989). Decir de algo que es, que ha
sido o que será se transforma en los locativos estar, haber
estado o ir a estar. La percepción del ser, su existencia, se
identifica con un acto de localización. La teoría según la cual el ser sólo
puede concebirse como posición lleva a inferir el no-ser como no-posición o, si
se prefiere, lo que es lo mismo: dis-posición, apertura, expectativa
ante lo que en todo momento está a punto de ocurrir.
Es
Michel de Certeau quien mejor
entiende esa asimilación entre las raíces inmanentistas del no-lugar cartesiano
y del espacio en Kant. En La invention du quotidien (Gallimard, 1992) distingue
entre el lugar, que es un orden según el cual los elementos están
distribuidos manteniendo entre sí relaciones de coexistencia, de manera que es
imposible que dos cosas estén en el mismo sitio a la vez, y el espacio,
que es lo que hay cuando se tienen en cuenta los vectores de dirección, la
cantidad de velocidad y la variable tiempo. Ese espacio no es más que un cruce
de movilidades y se pone a funcionar por los desplazamientos que en él se producen
y que son los que le circunstancian y lo temporalizan. El espacio no reúne las
condiciones de estabilidad y de univocidad que caracterizan el lugar, del que
participa, puesto que el espacio es lugar practicado o la práctica del espacio.
Una idea ésta, por cierto, que de nos devuelve otra vez a Kant y a su idea de
que el movimiento es la dimensión empírica del espacio, lo que lo hace
experimentable.
En Certeau nada opone el lugar al
no-lugar. No constituyen para él los términos de una dicotomía. Ambos
coexisten, se enfrentan y se complementan, puesto que concretan nuestra
relación con un universo hecho de discontinuidades y fragmentaciones. Ese
no-lugar es una comarca diseminada y sin centro, que nos recuerda hasta qué
punto somos tributarios de nuestros ires y venires. El lugar es sincrónico o
acrónico. El no-lugar es, nos enseña Certeau, diacronía, puesto que convierte
una articulación temporal de lugares en una secuencia espacial de puntos. El
lugar es el sitio del que se parte, o por el que se pasa, o al que se llega. El
no-lugar es lo que ese movimiento produce y que no es otra cosa que una
manera de pasar. Lo urbano puede ser de ese modo una masiva experiencia de
la carencia de lugar, puesto que no es sino esa actividad negadora del sitio
que consiste en ir de un lado. Marc Augé entiende bien que el no-lugar es el
espacio sin marcas y sin memoria, pero se equivoca al concebirlo como un lugar
de paso y no, como habían propuesto Michel de Certeau o Jean Duvignaud, como el
paso por un lugar. Esa trashumancia incansable convierte los lugares en
no-lugares, la ciudad en una no-ciudad o ciudad tácita absoluta.
El no-lugar no es, entonces, un lugar que
se niega a sí mismo, por cuanto no reconoce ninguna de las características que
harían de él un sitio, un punto en un territorio, algo marcado, señalable en
algún mapa, dotado de un perímetro, merecedor de un nombre y en contraste con
otros lugares que están en otros sitios y que, como ellos, no se mueve nunca de
donde está. El lugar limita; el no-lugar es un límite. El no-lugar no es un lugar atravesado, sino
la travesía que desmiente el lugar, puesto que es un mero intersecar,
topografía móvil que se limita a interrumpir y a irrumpir y de la que luego no
queda nada que no sea, como máximo, una estela efímera, una sombra, un eco, un
vestigio destinado a borrarse o a ser borrado.