Artículo publicado el 23/9/94 en la
edición catalana de El Mundo a raíz de la decisión del Barça de prescindir de
las vallas y el foso que separaba las graderías del campo de juego. En el Camp
Nou. Corresponde a la corta etapa en que, por invitación de Xavier Domingo, colaboré
con la redacción de ese periódico en Barcelona
VALLAS
Manuel Delgado
Un grupo
humano sólo exalta o vindica lo que piensa que tiene de diferente para señalar
con ello una calidad superior. Es inevitable, puesto que un pueblo que no se
considere preferible a los demás está condenado a desaparecer. En eso consiste
el "carácter nacional", conjunto de rasgos distintivos que hacen
sentirse singular ‑o sea, mejor‑ a una comunidad y que, de hecho, no es más
que una fantasía consensuada lo bastante eficaz como para orientar las conductas
individuales, adecuándolas a los clichés de la identidad colectiva en que se
integran.
Uno de
los argumentos en que se basa la superioridad cultural de los catalanes -según algunos de ellos mismos, guardianes de una supuesta esencia cultural- es el de su rechazo de la violencia o de la simple crispación
como formas válidas de comunicación. Se trata del concepto ‑que se presume
intraducible‑ de seny, como sensatez, cordura, ponderación y, sobre todo, autocontrol
sobre los propios impulsos agresivos. Es ese predominio del seny lo que
permite presentar los comportamientos considerados convulsivos ‑acciones
terroristas, delincuencia, pero también el lenguaje excesivo en los políticos
o prácticas periodísticas demasiado impetuosas‑ como ajenos a la idiosincrasia
de los catalanes, una presencia extraña que hay que denunciar.
Otro
ejemplo de cómo se señala esa excelencia de lo catalán a partir del genuino seny
‑autodominio sobre los arrebatos del valor contrario, la rauxa‑ lo tenemos en
la decisión del F.C. Barcelona de suprimir las vallas que separaban la zona
de gradería del terreno de juego en el Nou Camp. Con tal medida se da a interpretar
que los catalanes no necesitamos que nos impongan un freno físico a nuestros
ímpetus, puesto que en nuestra esencia se hallan como naturalmente presentes
dispositivos capaces de atemperar posibles arranques de furia y de
mantenernos quietos en nuestras localidades.
En
realidad, que las vallas de Can Barça han desaparecido es sólo una ilusión.
Más bien han sido sustituidas. Se han cambiado las anteriores por otras, invisibles
ahora, pero mucho más firmes y resistentes. El nuevo vallado ya no está hecho
de metal, como el antiguo, sino de una sustancia inmaterial, una especie de
poderosísimo campo magnético que garantiza que el terreno quedará aislado
de la multitud que lo rodea. La fuente de esa energía es cada uno de los
espectadores mismos, ciudadanos de este país de los que se espera que, llegado
el momento, confirmarán las virtudes que como catalanes se les suponen:
moderación, autodisciplina, sujeción de los propios instintos. Es más,
puede confiárseles incluso la tarea de vigilar y reprimir a quienes, intrusos
entre ellos, no obedezcan tal espíritu de contención.
¡Que
magnífica prueba de hasta qué punto es engañosa la distinción entre lo
material y lo ideal! Lo intangible ‑ideologías, sentimientos‑ es tan físico y
tan objetivo como pueda serlo un mineral, y con ello puede uno fabricar cualquier
cosa. Incluso las más sólidas vallas.