dimarts, 10 de juliol del 2012

Vallas


Artículo publicado el 23/9/94 en la edición catalana de El Mundo a raíz de la decisión del Barça de prescindir de las vallas y el foso que separaba las graderías del campo de juego. En el Camp Nou. Corresponde a la corta etapa en que, por invitación de Xavier Domingo, colaboré con la redacción de ese periódico en Barcelona

VALLAS
Manuel Delgado


            Un grupo humano sólo exalta o vindica lo que piensa que tie­ne de diferente para señalar con ello una calidad supe­­rior. Es ine­vitable, puesto que un pueblo que no se considere preferi­ble a los demás está condenado a desaparecer. En eso consiste el "ca­rácter nacio­nal", conjunto de rasgos dis­tinti­vos que hacen sent­irse singular ‑o sea, mejor‑ a una comu­ni­dad y que, de hecho, no es más que una fantasía consensua­da lo bas­tante eficaz como para orientar las con­ductas indivi­duales, adecuándolas a los clichés de la i­dentidad colectiva en que se integran.

            Uno de los argumentos en que se basa la superioridad cultu­ral de los catalanes -según  algunos de ellos mismos, guardianes de una supuesta esencia cultural- es el de su rechazo de la violencia o de la simple crispación como formas válidas de comunicación. Se trata del concepto ‑que se presu­me intraducible‑ de seny, como sensatez, cordura, ponderación y, sobre todo, auto­control sobre los propios impulsos a­gresi­vos. Es ese predominio del seny lo que permite presen­tar los comportamientos considera­dos convulsivos ‑ac­ciones terroris­tas, delincuencia, pero también el lenguaje excesivo en los políticos o prácticas periodísticas demasiado impetuo­sas‑ como ajenos a la idiosincrasia de los cata­lanes, una presen­cia extraña que hay que denunciar.

            Otro ejemplo de cómo se señala esa excelencia de lo ca­talán a partir del genuino seny ‑autodominio sobre los arre­batos del valor contrario, la rauxa‑ lo tenemos en la deci­sión del F.C. Barce­lona de suprimir las vallas que separaban la zona de gradería del terreno de juego en el Nou Camp. Con tal medida se da a inter­pretar que los catalanes no necesita­mos que nos impongan un freno físico a nuestros ímpetus, pu­esto que en nuestra esencia se hallan como natu­ralmente pre­sentes dispositivos capaces de atem­perar posi­bles arranques de furia y de mantenernos quietos en nuestras localidades.

            En realidad, que las vallas de Can Barça han desapareci­do es sólo una ilusión. Más bien han sido sustituidas. Se han cambiado las anteriores por otras, in­vi­sibles ahora, pero mucho más firmes y resistentes. El nuevo vallado ya no está hecho de metal, como el antiguo, sino de una sustancia inma­te­rial, una especie de po­derosísimo campo magnéti­co que ga­ran­tiza que el terreno quedará aisla­do de la multitud que lo ro­dea. La fuente de esa energía es cada uno de los espectado­res mismos, ciu­dadanos de este país de los que se espera que, llega­do el momento, confirmarán las virtu­des que como ca­tala­nes se les supo­nen: mode­ración, autodiscipli­na, suje­ción de los propios ins­tin­tos. Es más, puede confiárseles incluso la tarea de vigilar y repri­mir a quienes, intrusos entre e­llos, no obe­dezcan tal espíri­tu de conten­ción.

            ¡Que magnífica prueba de hasta qué punto es engañosa la dis­tinción entre lo material y lo ideal! Lo intangi­ble ‑ideo­logías, sentimientos‑ es tan físico y tan objetivo como pueda serlo un mineral, y con ello pue­de uno fabricar cual­quier cosa. Incluso las más sólidas va­llas.


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