La foto es de Ignacio Pulido |
HACIA UN SANT JOAN SIN FUEGO
Manuel Delgado
Nada hay de intrascendente en las fiestas
populares. Tras lo que puede parecer un atavismo más o menos simpático se
ocultan poderosas formas de acción social. Los ciudadanos reclaman y obtienen
en las fiestas la hegemonía sobre el espacio público, demostrándole a los
políticos, los arquitectos y los diseñadores urbanos lo iluso del control que creen
ejercer sobre él. Eso sin contar con que son mecanismos que le permiten a una
comunidad humana establecer una continuidad entre pasado y presente –tener
memoria, en definitiva– y generar un sentimiento de identidad compartida del
que dependerán múltiples formas de cooperación y civilidad.
En ese sentido, la más emblemática de
nuestras fiestas populares es, sin duda, la de la víspera de Sant Joan, ocasión
que nadie puede abstenerse de
celebrar, obligación de convivir compartiendo y hacerlo, no como en Navidad, en
la intimidad de la vida familiar, sino en ese espacio que es de todos y de
nadie en particular: la calle.
Ahora bien, hay un elemento de ese
paisaje festivo que se repite en noches como la que acabamos de pasar, que
peligra y que, si no se remedia, está condenado a desaparecer o a subsistir penosamente:
las hogueras. Sin recurrir a estadísticas, todos podemos observar como cada año
desaparecen fuegos tradicionales y que nuestras ciudades ya no ofrecen aquella
visión alucinante –contemplable desde cualquier alto– de arder por los cuatro
costados.
Hay varios factores que contribuyen a esa
decadencia acaso irreversible de las hogueras sanjuaneras. Está claro que
existen dificultades técnicas graves, como la desaparición de viejas
ubicaciones y muchas veces la casi imposibilidad de encontrar ni siquiera un
lugar dónde guardar la leña. Por lo demás, las autoridades municipales han
arreciado en su vieja obsesión persecutoria contra los fuegos no autorizados,
con su manía de monitorizar cualquier expresión festiva y de controlarlo todo y
a todos. También por haber generado contextos urbanísticos cada vez más de
«mírame y no me toques».
Pero, sobre todo, la razón de la crisis
es sociológica y delata cambios culturales profundos, sobre todo por lo que
hace a las formas de sociabilidad infantil que habían caracterizado hasta hace
poco la vida en los barrios. De ellas se derivaba una asociación entre niñez y nit de Sant Joan deliciosa, que Joan
Manuel Serrat exaltara en una inolvidable canción –«doneu-me un troç de fusta per cremar...»–, pero que apenas cuenta
con posibilidades de sobrevivir.
Ya no hay niños que recojan madera, la
oculten y la prendan en el momento dado, en el sitio de siempre, antes de que
las autoridades hayan tenido tiempo de impedirlo. La imagen de las pandillas de
rapaces de 8 a 14 años, que organizaban una auténtica sociedad paralela en la
calle, se ha extinguido casi como consecuencia de una alarmante pérdida de
autonomía infantil. Nuestros hijos de esa edad hacen su vida social en ámbitos
rigurosamente controlados –escuelas, esplais, gimnasios...– y sus padres
preferimos que se pasen la tarde viendo la tele o jugando con la nintendo antes de tolerar que bajen a un
calle que les presentamos llena de amenazas físicas y morales. Los niños están
demasiados ocupados en disciplinarse –ballet, bascket, tae-kwondo...– como para
perder el tiempo viviendo. Ya no existe la
canalla. Jamás la infancia había sido menos libre que ahora.
Esto implica que sólo existen dos
alternativas en relación con el futuro de las hogueras de Sant Joan. Una es la
de resignarse a que este proceso social arrastre consigo los fuegos y que
queden con vida sólo unos cuantos más o menos oficiales. La otra es la de
entender que sólo los adultos estarán dentro de poco en condiciones de preparar
y encender hogueras, puesto que no es posible recuperar el protagonismo de unos
niños del barrio que, en tanto que tales, ya
no existen, ni volverán a existir probablemente.
A partir de tal presupuesto, se trataría
de que los ayuntamientos ensayaran campañas de promoción de una costumbre que
consta que les contraría profundamente, pero que no es bueno que se pierda. Se
trataría de comprometer a agrupaciones civiles –de comunidades de vecinos a
asociaciones culturales, incluyendo, claro está, a las asociaciones vecinales–,
a las que se animaría a contribuir a la reanimación de un tradición con
abundantes valores tanto sociales como sentimentales. Una promoción así no es
que sea una panacea de la espontaneidad popular, pero los municipios catalanes
han demostrado su capacidad de promover e incluso inventarse –los corre-focs, por ejemplo– «fiestas
tradicionales» de las que la gente no ha tardado en apropiarse.
Por supuesto que es indispensable que se
deje de incordiar a las decenas de hogueras no autorizadas que subsisten. En
lugar de acosarlas, mucho más adecuado sería lo contrario, es decir protegerlas
no retirando la leña ni apagándolas, procurando arena para proteger el suelo,
demostrando en la práctica las ventajas de obtener permisos, dialogando con los
vecinos, incluyendo esa mainada que
se constituye en actora principal de la vida colectiva por una noche.
¡Ah ! Y no pasa nada porque quede
una marca en el asfalto. Lo que para los técnicos municipales es un «deterioro
del firme», para los vecinos es un recordatorio de ese lugar en que, año tras
año, llegado el solsticio, se permiten proclamar que no son un agregado
impersonal de individuos y familias, sino una colectividad que comparte
intereses e identidad.