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LA VIOLENCIA COMO CERTIDUMBRE
Manuel Delgado
Una década después de La modernidad desbordada (FCE), y confimando sus intuiciones, el indio Arjun Appadurai nos brinda El rechazo de las minorías, un ensayo en el que retoma y actualiza una percepción recurrente en antropología –de la mano de Mary Douglas, por ejemplo– acerca de la preocupación que todas las sociedades experimentan por mantener a raya a su principal enemigo, que no es tanto el desorden como la ambigüedad. Ese pavor ante el desdibujamiento de los perfiles y de los límites es lo que vendrían a apaciguar modalidades de agresión destinadas a castigar a los sospechosos de haber vulnerado o cuestionado las fronteras simbólicas que protegen al grupo –a cualquier grupo– de los peligros que lo acechan. Aplicando tal premisa, Appadurai observa que las grandes dinámicas globalizadoras no han hecho sino intensificar ese ingrediente estratégico del que dependieron los Estados-nación, que fue, desde y para su nacimiento, la homogeneidad cultural de los territorios y gentes administrados. El estallido de las certezas culturales compartidas que dieron consistencia a las naciones modernas –y perdón por el pleonasmo– ha llevado a la generalización de lo que el autor llama “angustia de lo incompleto”, que se está traduciendo en un creciente ensañamiento contra toda minoría, real o inventada, que amenace sus supuestas integridad y fijeza idiosincrásicas. Como si todo Estado-nación –formado o en ciernes; aquí y en todas partes– llevara en sí, larvado en su narcisismo fundador, el germen del etnocidio o, como apunta Appadurai, del ideocidio.
El fenómeno derivaría, como otros asociados a la violencia como recurso contra la ansiedad colectiva, de una proliferación de sistemas celulares, un tipo de organización molecular que está en la base hiperactiva y al tiempo hiperdispersa tanto del terrorismo internacional como del nuevo intervencionismo imperialista, tanto del capitalismo financiero como de quienes se atreven a plantarle cara. Un mundo cada vez más invertebrado y modular, más regido por códigos desconocidos, en el que los Estados-nación aparecen como cada vez más marginados y –lo peor para ellos– cada vez más prescindibles. Es frente a esa consciencia de crisis e inseguridad que las mayorías estatales contemplan cualquier excepción procedente del exterior o emergente en su seno como un factor de riesgo y una anomalía a neutralizar. Riesgo y anomalía no obstante indispensables, puesto que es de ellos o mejor contra ellos de donde los Estados constituidos obtienen la evidencia paradójica de una existencia propia que nadie mejor para corroborar que quienes la cuestionan.
Solivianta ese tópico que da por sentado que lo que se da en llamar “el exacerbamiento de los nacionalismos” se combate viajando, aceptando al otro que llega y conociendo al otro al que se llega, aumentado las dosis de cosmopolitismo, etc. Lo que viene a sostener Appadurai es justo lo contrario. Es la promiscuidad cultural, la proliferación de espacios abstractos como los cibernéticos, el flujo de capitales y verdades, el aumento de las interrelaciones y las mixturas, lo que lleva a desvanecerse toda ilusión de pureza y a buscar el contrapeso de tal frustración en autenticidades que, ajenas al mundo, ya no pueden ser sino ideológicas o religiosas. En casos extremos, sólo la violencia fanática podrá restablecer la unidad perdida o enajenada. Frente al desorden y la fragilidad de lo real, sólo queda ya la estabilidad inmutable de las doctrinas más feroces, un orden atroz que será más severo cuanto más se empeñe la experiencia en desmentirno y que no dudará en aplastar, en cuanto sea preciso, aquello o aquellos que se atrevan a recordarle que sólo puede existir como sueño para unos y pesadilla para otros.