"Drifters", de John Grierson (1929) |
Último apartado del artículo “Cine”, en De la investigación audiovisual. Fotografía, cine, video, televisión, Proyecto A, Barcelona, 1998, pp. 49-78.
EL CINE; SITUACIONES, NO CONCEPTOS
Manuel Delgado
La escritura cree fijarse en lo esencial, pero de hecho sólo se entretiene en lo fácil, lo resumible. Es el cine el que, obsesionándose en lo molecular, accede a lo difícil humano. La escritura sólo puede describir lo descriptible. Es el cine, en cambio, quien se las tiene que ver con lo indescriptible. ¿Qué hay de incalculable en la representación de lo real-social? Es bien cierto que una parte de las actividades mostradas en una película etnográfica o sociológica podrá ser instalada en su código. Pero, ¿cuánto habrá de escaparse por entre los intervalos de la malla con que se ha intentado cubrir lo real? En las imágenes de un film paradójicamente hay siempre algo opaco, algo que “no se acaba de ver claro”, un secreto tras el cual se esconde el desbarajuste, lo desmesurado, lo excesivo, lo que, estando en el corazón mismo de la representación, es irrepresentable.
Esto vendría a darle la razón a las teorías que le han negado al cine al cine en general un status de discursividad. Christian Metz (Essais sur la signification au cinéma, Kliencksieck) ya advirtió que el cine era un discurso espontáneo y autorregulado, hecho todo él de símbolos, figuras y fórmulas que no constituyen una lengua, sino a lo sumo un lenguaje. El cine no está compuesto de signos, no está al servicio de intercomunicación alguna, ni constituye un sistema. No tiene tampoco código. Trabaja con elementos dispersos, ajenos a cualquier paradigma, moléculas que ordena de cualquier manera capaz de producir una cierta ilusión de continuidad. El sentido aparece en el cine como inmanente a la forma, puesto que el cine no significa, tan sólo muestra. Pier Paolo Pasolini (Empirismo eretico, Garzanti) vendrá a sostener una posición parecida, pero más rotunda, al reclamar para el cine una situación no distinta a la de cualquier otro lenguaje de la acción : los lenguajes primarios, las presencias físicas, las cualidades lingüísticas de la vida. Toda la teoría del cine de Gilles Deleuze no hace sino retomar, conduciéndola a sus últimas consecuencias, esa intuición pasoliniana de la naturalidad de la significación y de la intimidad entre cine y vida. El cine no dice nada en particular, sino que habla sin parar de las condiciones mismas de cualquier decir. No representa, sino que es. No duplica la realidad, sino que la restituye. “Aunque posea elementos verbales, no es ni una lengua ni un lenguaje. Es una masa plástica, una materia asignificante y asintáctica, una materia que no está formada lingüísticamente... No es una enunciación ni un enunciado. Es un enunciable” (La imagen-tiempo, Paidós, p. 366).
¿En qué punto situar el final de una puesta en común entre las interpretaciones que merecerían el trabajo sobre el terreno del científico-social, el cine documental e, incluso, simplemente el cine? A la hora de concluir se descubre lo fácil que es saltar de un dominio al otro, como si toda teoría del trabajo de campo en ciencias sociales fuera extrapolable al cine. Imposible entender la concepción que Rouch tiene de la cámara, como fuente de interpelaciones constantes sobre unos actores que no son indiferentes a su presencia, sin entender los postulados metodológicos de su maestro, Marcel Griaule, el fundador de la escuela etnográfica francesa. Frente al modelo de la observación participante propia del realismo etnográfico ingenuo de Malinowski, Griaule vino a encarnar la figura de un etnólogo que jugaba deliberadamente el papel de un intruso cuya presencia devenía un factor de dinamización de reacciones, una especie de provocador destinado a producir esas perturbaciones, ni que sea mínimas, íntimas, de que está hecha toda película (Griaule, 1952. “L´enquête orale en ethnologie”, Revue Philosophique, CXLII). A la inversa, una teoría sobre el cine puede alimentar un postulado sobre las implicaciones de la investigación de campo. Toda una escuela de teorizadores y practicantes del cine socio-etnológico en Francia no han hecho otra cosa que aplicar en su trabajo una herramienta conceptual básica como es la de mitograma, desarrollada por Leroi-Gourhan en El gesto y la palabra (Universidad Central de Venezuela, 1971).
El núcleo de la cuestión reside en la posibilidad que el cine tiene de captar la dimensión intranquila de la vida social humana, y hacerlo a partir de un modelo de percepción del que él tendría la exclusiva. Es imposible entender el interaccionismo de Erving Goffman sin tener en cuenta, en primer lugar, su deuda con la cinésica de Birdwhistell, lo que es igual a decir con una concepción del registro y análisis de la realidad cuyo referente es la “moviola”, el trabajo sobre imágenes que son consideradas una por una, en fragmentos infinitamente pequeños y en una secuenciación que podría ser hasta reversible. Pero todavía más, el estilo de análisis de Goffman no puede separarse de su entrenamiento en el National Film Board canadiense, donde le vemos aparecer en 1943, justo en el momento en el que la producción de documentales de los discípulos de Grierson está en su máximo apogeo. Goffman contempla la vida cotidiana no a partir de la metáfora teatral, que es lo que suele repetirse al respecto de su obra, sino siguiendo un concepto puramente cinematográfico de la interacción, en la que ésta puede ser reconocida como un conjunto encadenado de planos y contraplanos, de movimientos de zoom, de panorámicas, de primeros planos, de planos cortos. Toda la obra de Goffman es ante todo visual, sobre todo su Frame Analysis (CIS), en la que el referente cinematográfico aparece ya abiertamente explicitado.
Algo parecido podría decirse de la obra de Gregory Bateson, en tantos sentidos toda ella hecha siguiendo un criterio de organización interna que evoca directamente el montaje cinematográfico. Sin darse cuenta, Margared Mead llamaba la atención sobre ello, refiriéndose a la famosa monografía de Bateson sobre los iatmul de Nueva Guinea : “Naven fue compuesto literalmente a partir de migajas dispersas, fragmentos de mitos y ceremonias, registrados en el momento o cuando algún imformante se acordaba de mencionarlos. Algunos de los datos más importantes eran tan someros, que fácilmente se los podía haber pasado por algo” (Experiencias personales y científicas de una antropóloga, Paidós, p. 212).
Pruebas de que es posible, acaso necesario, no tanto un cine científico-social, como unas ciencias sociales que, a la manera de la “antropología fílmica” que reclama Claudine de France en su homenaje a Leroi-Gourhan, sea capaz de estudiar lo humano dejándose orientar por la mirada de la cámara : “Todo etnográfo que se dedica a describir las manifestaciones exteriores de la actividad humana es un cineasta en potencia” (citado por De France, en Ardévol y Pérez Tolón, Imagen y cultura, Diputación de Granada, p. 229). Ese cine etnológico o sociológico no aspiraría a brindar otra cosa que lo que es la vida tal cual, la vida a secas, más allá o antes de los sueños imposibles de organicidad que el antropólogo o el sociólogo buscan con desesperación. Nada que ver con la ciencia, se dirá quizás, pero tampoco, como Vertov quería, nada que ver con el arte: otra cosa. Tras la ilusión de lo aceptable, lo orgánico, lo normalizado, incluso tras la superstición de lo bello, el cine -acaso el cine documental mejor que ningún otro-, por su parentesco directo con la vida, podía ser el lugar de despliegue de todas las energías, la más fiel inscripción de todas las conmociones. Como el cineasta, ¿qué ve el etnólogo o el sociólogo sobre el terreno?: no la sociedad, no la cultura, sino un collage de instantes en los que cree descubrir un brillo especial. Ante el ojo y su prótesis mágico-mecánica, la cámara, se constela algo más de lo que le sería dado analizar, o quizá algo menos: cosas que pasan y que no volverán a pasar nunca más.