En abril de 2001 se hizo público un informe de la Direcció General del Patrimoni Cultural de la Generalitat, encargado por la comunidad benedictina de Montserrat, en el que se concluía que la faz original de la talla del siglo XII de la Virgen de Montserrat era de color albayalde, una especie de blanco plomizo, siendo su aspecto actual resultado del incienso, el humo de las velas y el propio proceso de oxidación del plomo. Por tanto, la imagen no corresponde a una virgen negra medieval. Por su parte, ni el niño ni las manos de la Moreneta son los originales, sino que fueron incorporados en una restauración que se llevó a cabo en el 1823. Este artículo fue publicado por El Periódico de Catalunya el 15 de abril de 2001 y alude a los comentarios que el asunto suscitó en la prensa neofranquista, así como a unas declaraciones racistas de Heribert Barrera.
LOS USOS DEL NACIONALISMO
Manuel Delgado
Los descubrimientos sobre el origen de la negritud de la Virgen de Montserrat --que ha resultado ser una impostación relativamente reciente-- han servido para que el antinacionalismo vulgar reprenda sus contorsiones histéricas desde algunas columnas de prensa y presida demagógicamente el submundo de las tertulias radiofónicas.
Esta fobia no puede esconder una intolerancia que es el ejemplo más palmario de aquello mismo de lo que dice abominar. Además, se empeña en concebir el nacionalismo justamente como lo que ni es, ni nunca fue, es decir una ideología o un movimiento social uniformes.
El nacionalismo es algo plural y a menudo contradictorio. No es un cuerpo de ideas acabado, sino más bien una energía que ve invertida su capacidad aglutinadora en todo tipo de proyectos sociales, políticos e históricos, que pueden ser incompatibles o antagónicos entre sí. El nacionalismo ha servido para oprimir, pero también ha sido un instrumento de emancipación. Invade, pero también libera. Ha contribuido a mantener muchas sociedades ancladas en el pasado, pero a menudo ha sido un combustible que ha impulsado a muchos países por el camino de la modernización. Para decirlo en otras palabras, el nacionalismo no es, el nacionalismo se usa.
A partir de aquí, existen dos formas de definir qué es una cultura nacional. Podríamos decir, en nuestro caso, que la cultura catalana no ha conocido jamás un estado inicial, porque no es más que una totalidad integrada, pero crónicamente inestable, de préstamos y aportaciones procedentes del exterior. En la medida en que no ha podido experimentar nunca una situación de partida, la catalanidad no conocería más que versiones. Desde este punto de vista, es indiferente que la Virgen de Montserrat sea blanca o negra, porque su eventual virtud simbólica residiría en su capacidad para convertirse en mero instrumento de cohesión social, y en absoluto encarnación sentimental de una imposible coherencia cultural.
Esta sería la visión propia de la gran tradición del catalanismo progresista, que aspiró a hacer del catalán lo que Rovira i Virgili, en 1917, denominaba "un pueblo mixto", susceptible de incorporar "a los grupos alógenos originados de la inmigración". De aquí fue surgiendo un nacionalismo de clase e internacionalista, que se concreta en figuras como Martí i Julià, Layret, Salvador Seguí, Campalans, Andreu Nin, Comorera o Lluís Companys. Esta perspectiva cuaja en el PSUC, a cuyo alrededor se encuñan nociones como por ejemplo "los otros catalanes" (Candel), "catalanes de adopción" (López Raimundo), "catalanes de la inmigración" o "catalanes venidos de otros lugares" (Gutiérrez Díaz), etcétera. Todo indica que la opción tomada por Esquerra Republicana en su último congreso quiere entroncarse en esta historia de los usos integradores del nacionalismo.
En las antípodas de esta perspectiva hallamos los usos excluyentes del catalanismo, representados por las declaraciones de Heribert Barrera de hace unas semanas. Estas encarnan al peor nacionalismo primordialista, que considera la nación como fundada en esencias inmutables y se cree legitimado para establecer quién y qué merece ser homologado como nuestro y, por contra, quién y qué debe ser considerado como ajeno, y por tanto peligroso, y por tanto excluible.
Los simbolos patrióticos --la Moreneta, por ejemplo-- son convertidos entonces en emanaciones de la esencia del país, principios sagrados con los que hay que comulgar a la fuerza. Al defender el derecho a preservar una inexistente coherencia cultural, la nación debe protegerse de cualquier contaminación, marginando, expulsando o impidiendo el acceso a cualquier presunto agente de impureza. La xenofobia es, pues, su consecuencia natural.
Catalunya debe elegir hoy cuál de estos dos usos quiere dar a su convicción de que es distinta y a su voluntad de continuar siéndolo. Por un lado, la Catalunya pura, clara, impoluta que defiende el nacionalismo excluyente de Barrera y que indigna cínicamente al nacionalismo incluyente de las tertulias. Por el otro, la Catalunya enmarañada, contradictoria, incoherente, intranquila... La Catalunya del Noi del Sucre, Comorera, Ascaso, Companys o Cipriano García; una Catalunya, en definitiva, capaz de nutrirse de lo mismo que la altera. Es nuestra elección.