divendres, 29 de març del 2024

Maldita cultura


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Artículo aparecido en el suplemento de cultura de El País, Babelia, con motivo de la aparición de cuatro libros en los que la idea de "cultura" aparecía como central. Eran Culturas virtuales (Biblioteca Nueva), de Eduardo Subirats; Cultura, de Adam Kuper (Paidós), Cultura para personas inteligentes, de Roger Scruton, y La idea de cultura, de Terry Eagleton (Paidós). Se publicó el 15 de abril de 2002.

MALDITA CULTURA
Manuel Delgado

Era Gregory Bateson quien, en el memorable «Epílogo 1958» de su Naven (Júcar, 1990), advertía una curiosa paradoja: cuanto más oscuro era un término, cuanto más parecía en condiciones de significar cualquier cosa y nada al mismo tiempo, mayores eran sus virtudes clarificadoras. Es decir, si uno quería esclarecer cualquier asunto, por intrincado que fuera, de manera incontestable y expeditiva además, lo que debía hacer era emplear un categoría cuanto más opaca mejor. En cambio, notaba Bateson, si lo que se prefería era utilizar nociones que se quisiesen claras y bien definidas, el efecto producido en los objetos a los que se aplicasen acabaría siendo el de oscurecerlos mucho más de lo que lo estaban al principio, a veces de manera ya irreversible.

Pues bien, pocas ilustraciones más elocuentes de esa ironía –los conceptos diáfanos, confunden; los turbios, esclaracen; tramposamente, por supuesto– que el empleo que se hace de la noción de cultura para sostener o desmentir el argumento que sea. Donde menos se espera y a la menor oportunidad, esa palabra-fetiche por excelencia –cultura– es invocada para iluminar no importa qué parcela de la vida humana y hacerlo, además, sin tener que pagar peaje alguno en materia de rigor y precisión. En relación con ello, han aparecido estos días varios ejemplos de esa inefabilidad crónica –pero, como se ve, altamente útil– que parece afectar a la categoría cultura, relativos a algunos de los ámbitos en que su vocación hiperexplicativa provoca al mismo tiempo estragos y portentos.

Por un lado, Península edita Cultura para personas inteligentes, de Roger Scruton, un intelectual inglés que ha alcanzado popularidad gracias a sus incursiones mediáticas. El autor hace su aportación al campo de la cultura tomada en su significado de «las artes y las letras», derivada de la Bindung de los idealistas alemanes –Goethe, Hegel, Schiller...–, la formación intelectual, estética y moral del ser humano, lo que le permite vivir plenamente su propia autenticidad y lo que delata el origen etimológico de «cultura» como cultivo o aprovechamiento de la tierra, pero también del cuerpo y del alma. Volviendo a la recurrente polémica sobre la distancia entre cultura de masas y cultura de élites, Scruton tercia con una más que discutible digresión en clave religiosa, atribuyéndole nada menos que a Confucio la capacidad de orientar correctamente los usos de la cultura. Ningún interés.

El término cultura aparece en el subtítulo de otro libro reciente: la compilación Ciencia y sociedad. La tercera cultura (Nobel). En este caso, la acepción de cultura se asocia con el conjunto de los saberes y sirve para insistir en la propuesta de John Brockmann de una tercera cultura como alternativa sincrética a la oposición cultura humanística/cultura científica, las «dos culturas» a las que C.P. Snow dedicara un célebre artículo en los años cincuenta. El volumen recoge diferentes aportaciones, procendentes unas de las llamadas «ciencias duras» –funcionamiento cerebral, lenguaje de las neuronas, sistemas complejos, genoma humano...–, las otras aportadas por la filosofía, entre ellas, por cierto, una de Gustavo Bueno, a quién debemos un pertinente desenmascaramiento de las fuentes místicas de la noción de cultura: El mito de la cultura (Prensa Ibérica, 1996).

La cultura como sistema de mundo se asocia, a su vez, a la crítica cultural entendida como crítica de las condiciones generales del presente. En esa esfera, Biblioteca Nueva nos devuelve –ampliado y puesto al día– un ensayo de Eduardo Subirats publicado trece años atrás como La cultura como espectáculo y que se presenta ahora como Culturas virtuales. Se trata de una impugnación del papel productor y reproductor de lo real que juegan los medios de comunicación y las redes telemáticas, así como de la malignidad del potencial tecnológico de la civilización global y la degradación política de las presuntas democracias occidentales, todo en forma de homenaje a la vieja denuncia situacionista contra el poder-espectáculo y la mercantilización de las relaciones sociales.

Nos encontramos luego con los llamados estudios culturales, una especie de potingue en que pueden mezclarse impunemente todo tipo de materiales teóricos, muchos de ellos ya de deshecho: psicoanálisis, deconstrucción, crítica literaria, marxismo bien temperado, fascinación por los mass media, antropología «todo a cien», postestructuralismo..., un festival ecléctico que, pretendiendo superar la hegemonía del posmodernismo, no hace sino radicalizar y trivializar todavía más sus defectos. En esa línea tenemos dos aportes. Uno consumado: La idea de cultura, de Terry Eagleton (Paidós), un autor que se presenta como heredero de uno de los fundadores de la corriente, Raymond Williams; en ciernes el otro: la colección Culturas que, dirigida por García Canclini, prepara Gedisa y cuyos primeros títulos serán La mundialización de la cultura, de Jean-Pierre Warnier; Ensamblando cultura, de Luis Reygadas, y Ciudadanos en los medios, de Rosalía Winocur.

Tenemos, por último, la cultura entendida como el conjunto de rasgos supuestamente inmanentes que caracterizan un grupo humano y lo hacen singular, lo que permite presumirlo como no sólo distinto, sino incluso como inconmesurable. Esa acepción es acaso la más delicada, la que más requiere de una reflexión seria, a la vista sobre todo de las exaltaciones esencialistas de la diferencia cultural, pero también por los discursos pseudofilatrópicos de moda que convierten mágicamente la explotación humana y las más brutales asimetrías sociales en algo vaporoso llamado multiculturalismo. Acerca de los catastróficos resultados de ese tipo de impetraciones a la cultura, una obra se antoja especialmente adecuada: Cultura, de Adam Kuper (Paidós).

En este libro, un antropólogo vinculado a la tradición de la antropología social británica nos recuerda que fue a su disciplina a la que se declaró un día competente para explicar las culturas, lo que, por cierto y al menos en Europa, nunca la llevó a defender que la cultura explicase nada en absoluto. La obra no sólo nos invita a un recorrido por la historia del concepto de cultura en ciencias sociales desde finales del XIX, ni se limita a subrayar la importancia que para el pensamiento contemporáneo ha tenido el trabajo de antropólogos como Marshall Sahlins, Clifford Geertz o David Schneider. El valor del trabajo de Kuper tiene que ver, ante todo, con su condición de alegato mediante el cual un profesional de la antropología se plantea cómo actúa, en las sociedades contemporáneas, un doble impulso tan paradójico como enérgico. Por un lado, integra los fenómenos sociales en redes cada vez más tupidas de mundialización, que tienden a unificar civilizatoriamente el universo humano, al mismo tiempo que traza infinidad de intersecciones y encabalgamientos identitarios que imposibilitan el encapsulamiento de ningún individuo en una sola unidad de pertenencia. Simultáneamente, y en un sentido inverso, genera una proliferación de adscripciones colectivas que invocan una cierta noción de «cultura» para legitimarse y aspiran a una compartimentación de la sociedad en identidades que se imaginan incomparables.

Estas dinámicas de singularización identitaria aparecen asociadas, a su vez, a fenómenos potencialmente no menos antagónicos. Pueden cohesionar y dotar de razones a comunidades que se consideran agraviadas y que reclaman su emancipación o derechos que les son negados. Pero también pueden constituirse en la coartada que justifica la exclusión, la segregación y la marginación de aquellos cuya particularidad «cultural» ha sido considerada del todo o en parte inaceptable, con frecuencia bajo la engañosa forma de «reconocimiento» y disimulándose detrás conceptos equívocos, como interculturalidad o derecho a la diferencia. Es en todos los casos que podemos observar, una y otra vez, la noción de cultura organizando en torno a ella los discursos, nutriendo las ideologías y centrando las discusiones políticas y las polémicas públicas.

El libro de Adam Kuper expresa, pues, una perspectiva –la antropológica– que tiene motivos para sentirse especialmente interpelada por la realidad compleja y contradictoria del mundo actual y del lugar que se hace jugar en él al mismo tiempo omnipoderoso y vacío concepto de cultura. Como recordándonos que es a lo que fue llamada la ciencia de la cultura a la que cabe atribuirle una cierta responsabilidad en la configuración ideológica de esta problemática, en la medida que fue ella la que proporcionó esa categoría, el usufructo de la cual se ha revelado en extremo controvertido, desfigurada como han sido por su banalización mediática y transformada con frecuencia en parodia de sí misma en manos de la demagogia política. Es a los antropólogos a quienes, en gran medida, les corresponde revisar –a partir de la constatación de sus empleos– los esquemas conceptuales por ellos mismos provistos, de los que surge el hoy por hoy mixtificado valor de cultura.


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