RAZAS PELIGROSAS
Manuel Delgado
La polémica suscitada por la reciente epidemia de ataques caninos debería dar a pensar. Sorprende que, de pronto, se haya descubierto con gran escándalo y enorme preocupación pública que los perros muerden. Más allá, lo que este asunto oculta tras su aspecto anecdótico es una cuestión profunda, asociada a la incorporación masiva de perros a la vida social moderna, con un estatuto que en el plano público tiende a considerarlos como casi ciudadanos, y en el plano privado les otorga el rango de miembros a veces de pleno derecho del hogar familiar.
¿Con qué función? Se constata que la tarea que estos animales desempeñan a cambio de su manutención y albergue es dar saltitos, correr detrás de una pelotita, expresar cariño, salir a pasear atados de una correa o participar de algunos de los clubes sociales que vemos reunirse cada tarde en los parques. Se antoja que los perros, en efecto, se ha convertido en una suerte de vagos profesionales, limitada su contrapartida a los humanos de los que dependen a darles lo que estos les piden y que no es otra cosa que simple obediencia ciega. Lo que se espera de un perro es que reconozca la voz de su amo, que atienda nuestras órdenes sin rechistar y que dé muestras constantes de un lacayismo absoluto. Los perros están con nosotros para que véamos realizado el sueño de ver a alguien arrastrándose a nuestros pies, acudiendo dócil a nuestra llamada, lamiéndonos las manos, humillándose ante nuestras reprobaciones y, como se ha visto estos días, atacando en nuestro nombre.
El perro nos devuelve la patética imagen de nuestra propia condición de esclavos y nos permite creer que en algún sitio hay alguien todavía más servil que nosotros. Caricatura de las relaciones de poder no entre un ser humano y un animal, sino entre un ser humano y lo que en el fondo gustaría que fuera otro ser humano, un sucedáneo de ese prójimo al que quisiésemos inferiorizar, que nunca hiciese preguntas, que fuera feliz cumpliendo nuestros deseos, que esperase ansioso nuestros mandatos, que nos diera siempre la razón y que se conformase, a cambio de todo ello, con una palmadita en el lomo. Pieza perfecta para la versión doméstica del gran juego de la dominación.
Los perros están ahí para eso, para ser metáforas de la sumisión absoluta, alegorías de una humanidad dócil. Por eso preocupa los términos en que se está emitiendo ese discurso que habla de «razas peligrosas» para referirse a ciertas producciones de los criadores, auténticos monstruos destinados a servir el creciente mercado de carne viva, cada vez más extravagante en sus demandas de híbridos y de mutantes que en otra vida fueron perros. Lo que se vende en las tiendas de seres vivientes prêt-à-porter son nuestros dobles paródicos, nuestra propia imagen de risa..., o de miedo. Como ocurría con los viandantes que el protagonista de "101 dálmatas" veía pasar desde su ventana, cada cual con un perro que venía a ser como una imitación, una prótesis de sí mismo en otro ser. Por eso es fácil que las personas que adiestran a sus perros para atacar están deseosas que se les reconozca como idénticos a sus animales, tan temibles y duros como ellos, prestos a hacer lo que sus amos no hacen, pero que se pasarían el día haciendo : gruñendo amenazadoramente y enseñándole los dientes a sus vecinos.
Si estas premisas fueran ciertas, si fuera correcta la relación metafórica entre perros y humanos, debería producirnos un escalofrío leer el texto legal que acaba de aprobar el Parlament. Juéguese a ello: repásese el documento y, con un pequeño esfuerzo de imaginación, colóquese la imagen de seres humanos allá donde parece que se hable de perros. En primer lugar se advierte que los únicos perros violentos podrán ser los policias, razón que llevaba –recuérdese– a Perich a preferir infinitamente los gatos, animales que, en efecto, nunca han sido dignos de confianza para tal oficio. Luego se considera peligrosos a aquellos animales que hayan protagonizado algún altercado, o, lo que es igual, que estén por así decirlo fichados.
La ley afirma que existen razas que son intrínsecamente agresivas, como los putbull terrier, los dobermann o los rottweiller. ¿Con qué base? Hace algunos años, la policía de Nueva York publicó un estudio en que se relacionaban los perros más denunciados por culpa de sus mordeduras. En primer lugar estaban los pastores alemanes, luego los chow-chow, los poodle, los bulldog, los fox terrier, los airedale... Ninguna de esas «razas» aparece en la lista de los perros alarmantes de nuestro Parlament. Tampoco están los sanbernardos, que fueron durante siglos empleados por los ejércitos suizos como armas de ataque.
Esas paradojas carecen de importancia, porque lo importante es proclamar que existen «razas peligrosas», que es lo mismo que insinuar que hay individuos –sean animales o humanos– que pueden ser clasificados a partir de un rasgo fenotípico cualquiera y a los que se les pueden atribuir cualidades innatas que hagan de ellos una amenaza social. Y si parece excesiva la sospecha de que toda «raza» de perros a vigilar sugiere la existencia de una «raza» de humanos con idénticas propiedades negativas, ahí están las propias denominaciones de origen de la mayoría de esas «razas» que el Parlament acaba de clasificar como «peligrosas», que explicitan atributos étnicos: dogo argentino, american staffordshire, dogo de Burdeos, mastín napolitano, presa canario, fila brasileiro, tosa japonés, etc.
¿De qué se habla cuando se habla de perros?