El pasado 2 de noviembre se celebró en los locales de Comissions Obreres de Barcelona un acto en homenaje a Manuel Altés, maestro, amigo y camarada del Partido y de l'Associació Catalana d'Ex-presos polítics. Sus familiares me pidieron que dijera algunas palabras. Esto fue lo que dije
Palabras para Manuel Altés. O, ¿qué se puede hacer por un muerto?
Cosa difícil la de dictar epitafios. ¿Qué decir de un difunto y, además, de un difunto al que se quería? Realmente es una cosa seria esa de morirse, desaparecer, esfumarse, desvanecerse, dejar de estar... Aunque qué curiosa esa tozudez de algunos muertos a la hora de no acabar de dejarnos del todo y de permanecer; como Manuel. El otro día, en otro contexto, hacía notar, para hablar de hasta qué punto somos seres sociales, lo imposible que resultaba, desde el punto de vista lógico, "estar muerto". O estás o no estás; pero, ¿cómo se puede estar muerto, a no ser que es "estar muerto" aluda a una forma, ciertamente no como otra cualquiera, de estar, es decir de ser? Y no es filosofía; es que cuando decimos que Manuel está muerto es que ese estado lo reconoce todavía como una variante de concertación, una manera de ser tenido en cuenta por otros que, como nosotros y nosotras aquí y ahora, nos reunimos con él, cuya presencia llena ahora toda está sala. Porqué Manuel está, aunque no lo veamos. Está como están las ausencias, más presentes que los presentes, llenándolo todo con el vacío que dejan.
En este caso, asumida la responsabilidad de evocar y en buena sentida invocar a Manuel, se me permitirá que eluda el trámite de tener que hacer el recuento de sus cualidades. Reconozcámoslo: ese momento de los responsos civiles y religiosos más o menos ditirámbicos siempre se nos ha antojado un poco ridículo y, por supuesto, hipócrita, falso, afectado. El muerto, todos los sabemos, tenía defectos. Lástima que no conociera lo suficiente a Manuel como para hacer su glosa o comentario subrayando, pongamos por caso, lo fastidioso que resultaba que nunca levantara la tapa del wáter o hasta qué punto le apestaban los pies.
Así que, si se me permite, me ahorraré la apología ritual del difunto y pasaré directamente a lo que nos interesa, que es, no nos engañemos, la cuestión de la herencia. Esa es, aunque nunca se reconozca, la cuestión principal, no por soslayado menos omnipresente a la hora de hablar de todo finado.
En nuestro caso, vamos a ver, ¿qué nos ha dejado el desaparecido?, ¿qué nos toca a cada uno en su testamento, aunque no sea ante notario? Aquí cada cual sabrá lo que le queda y, sobre todo, si realmente se lo merecía. Pero eso es otro tema.
Como sea que es a mi a quien se ha confiado decir unas palabras y luego de haber reconocido que a mi lo que me importa y me interesa es lo de la herencia, me permitiré hacer público lo que me ha tocado.
Manuel a mi me ha dejado un par de cosas importantes; de auténtico valor.
Una es el amor por las películas; digo las películas buenas, las de Hollywood, los grandes films de los grandes momentos de la historia del cine, es decir del cine americano (porque el cine, no nos engañemos, es el cine americano). En ese caso, la herencia de Manuel es la de una memoria que bajo ningún concepto deberíamos escamotear: la de las clases populares barcelonesas de la época dorada en que estas habían sido capaces de generar una cultura propia, una forma de ser y de estar que era, a su manera, auténticamente aristocrática, de señores y señoras de una alta sociedad que se desplegaba en los terrados ensabanados y en las vida de barrio, un alta alcurnia para la que el traje de etiqueta era la samarreta imperio. En ese mundo no sólo había ilusión, amor para la vida, expectativas revolucionarias…, había también diversión: el fútbol, los toros y, por supuesto, el cine.
Una de las fotografías más universales de la revolución en Barcelona el 19 de julio de 1936 es la Marina Ginesta, una militante del 17 años de las JSUC que posa con su mono y su fusil en la terraza del Hotel Colón, poco después de haberle sido conquistado a los facciosos, que lo habían convertido en su último reducto. Lo que sorprende de esa imagen es el aire de arrogancia obrera y, al mismo ttiempo, el toque de elegancia femenina de la miliciana, que le da el aspecto de algo así como una damisela revolucionaria. Muchos años después le preguntaron de dónde había sacado esa pose. La respuesta fue automática: de las películas de Hollywood que tanto amaba.
Esa era la cultura proletaria de la que me habló Manuel y que me hizo entender hasta qué punto son memos quienes se han inventado una especie de contencioso entre el espíritu revolucionario y el amor por ese cine que se hacía antes de ser "arte" y cuando era sólo una prolongación más de la vida. La gente de la CNT, del Bloc, del POUM, luego del PSUC…, iba al cine, veía películas de Clark Gable o de Humphrey Bogart o de Greta Garbo. De ellas extraía una sabiduría y unas verdades más elementales si se quiere que las obtenidas de las doctrinas revolucionarias, pero no por ello menos importantes. Para todo esa gente el cine estaba hecho de sombras que iluminaban y de las que siempre había algo que aprender.
Así que de Manuel me quedó con todas las películas que ha visto. No está mal, ¿verdad?
Y me gustaría haber acabado aquí, con una despedida películera para Manuel, algo del tipo de lo que dice Panama Smith -Gladys George- con James Cagney –¡esos trajes que los obreros barceloneses se hacían hacer para los días de fiesta estaban inspirados en los suyos!– expirando en plena calle entre sus brazos en "Los violentos años 20". Un policía se acerca a ella y le pregunta quién era él: "No lo sé –dice ella–; sólo sé que era un gran tipo".
O acaso con algo parecido a lo que le dice Errol Flynn a Olivia de Havilland para despedirse de ella para siempre en "Murieron con las botas puestas": "Ha sido un placer pasear por la vida con usted, señor".
Pero ese no puede ser el final, porque hay otro asunto que me ha legado Manuel y que no puede quedar al margen de este recuento de lo dejado, todo aquello que da a la razón a aquella canción de Machín que nos recuerda que nada se lleva nada. Por cierto, nadie se lleva nada y deja lo que ha acumulado. Pero, ¿qué acumulamos en la vida, qué poseemos en realidad, qué hemos ahorrado que no sea precisamente lo que hemos compartido, lo que hemos ido por ahí distribuyendo muchas veces sin querer? Qué cierto es que se tiene lo que se da.
Eso otro asunto es el de las ideas y, sobre todo, la acción, la intervención en la historia para hacer un mundo un poco, aunque sea sólo un poco más amable. En ese sentido lo que no estoy dispuesto a decir aquí es que Manuel fue un hombre coherente con sus ideas y fiel a sus principios y a sus valores. ¡Y una mierda! Manuel se metió en política, y luchó, y acabó años en la cárcel por lo mismo que otros: porque es y somos todos un poco gilipollas. Porqué, ¿a quién se le ocurre? Con lo bien que se puede estar en la vida sin meterse en líos, sin complicarse la vida, dedicándose cada uno a lo suyo… En cambio, él, como otros, tuvo que liarse nada más y nada menos que en una empresa delirante empeñada en cambiar el mundo y hacerlo más justo y más libre. ¡Es que hay que ser tonto o realmente no tener otra cosa más importante que hacer! Y se ve que Manuel no tuvo otra cosa más importante que hacer. En fin… Que es verdad que, como decía Ortega –el torero–, "hay gente pa to".
Como decía, lo que no estoy dispuesto es a sostener que Manuel era un hombre coherente consigo mismo. ¡Qué idiotez! Yo es que me solivianto cuando escucho ese tipo de sandeces. ¿Cómo se puede ser coherente con un mismo? La coherencia con uno mismo, ser consecuente con uno mismo, son síndromes que la nosografía psiquiátrica tiene perfectamente registrados y que se corresponden con el diagnóstico de los autistas o de los enfermos de Asperger.
Recuerdo perfectamente, en ese orden de cosas, una de aquellas interminables discusiones hasta la madrugada con Manuel y toda su familia, en su casa, en las que de pronto el hoy difunto dijo, no sé en relación a qué: "No es verdad que elijamos". Mira que le di vueltas a ese comentario, dicho, como tantos otros, como sin querer. Esa verdad revelada "de paso" se ha convertido para mi en uno de los ejes de mi forma de pensar y acaso de vivir. "Nadie elige", ni falta que hace, cabría añadir. Uno está en la vida, se ve arrastrado o envuelto por todo tipo de circunstancias y de personas que te convierten en alguien que, al fin y al cabo, no hace lo que decide hacer en función de un abanico de posibilidades entre las que duda. Al final cada cual hacer lo que tiene que hacer y sólo una ilusión, un efecto óptico, le permite vivir la ilusión de que lo ha hecho era la consecuencia de un opción soberana. Manuel no eligió nada: hico lo que tenía que hacer, cuando y con quién tenía que hacerlo. Y punto.
Ese fue su mérito. No el de haber sido coherente consigo mismo, sino haber sido coherente con su familia, con sus amigos, con sus camaradas, con su tiempo…, conmigo. Con todos a los que sabía que no podía decepcionar. Esa es la coherencia que importa. No la que estableces contigo, sino la que los demás te exigen, aquellos demás que esperan algo de ti y que no perdonarían ni la traición ni el desaliento. Manuel no fue fiel a si mismo: fue fiel a quienes le quisimos (y le queremos) y le respetamos.
Es decir, y para concluir, que Manuel estuvo donde había que estar y cumplió con su deber. Sólo eso. Nada más…, y nada menos. Esa fue su grandeza, aquella que todos y todas deberíamos luchar por alcanzar: la de estar a la altura de lo que nos pasa. Y él lo estuvo.
Y es cierto que todos los que estamos aquí estamos porque es verdad que no teníamos nada más importante que hacer que venir a rendir homenaje a un muerto, a hacer algo por él.
Pero, ¿qué se puede hacer por un muerto? Esa es la pregunta que un personaje le hace a otro en "L'espoir", la película que André Malraux rodó en España en plena guerra civil. Los últimos momentos de la película son aquellos en los que los habitantes de un pueblo de la Sierra de Teruel se prestan a ir a recoger a los tripulantes de un avión republicano abatido en pleno monte. Es entonces cuando, en efecto, uno de los aldeanos, escéptico ante lo inútil que se le antoja ir a buscar los restos de los aviadores caídos, le dice con un cierto desdén a otro vecino que se prepara para partir montaña arriba. "´¿A qué vas a ir? ¿Qué puedes hacer tú por un muerto?". "Darle las gracias", le responde.
Pues, nada, que eso, que muchas gracias, Manuel.
Palabras para Manuel Altés. O, ¿qué se puede hacer por un muerto?
Cosa difícil la de dictar epitafios. ¿Qué decir de un difunto y, además, de un difunto al que se quería? Realmente es una cosa seria esa de morirse, desaparecer, esfumarse, desvanecerse, dejar de estar... Aunque qué curiosa esa tozudez de algunos muertos a la hora de no acabar de dejarnos del todo y de permanecer; como Manuel. El otro día, en otro contexto, hacía notar, para hablar de hasta qué punto somos seres sociales, lo imposible que resultaba, desde el punto de vista lógico, "estar muerto". O estás o no estás; pero, ¿cómo se puede estar muerto, a no ser que es "estar muerto" aluda a una forma, ciertamente no como otra cualquiera, de estar, es decir de ser? Y no es filosofía; es que cuando decimos que Manuel está muerto es que ese estado lo reconoce todavía como una variante de concertación, una manera de ser tenido en cuenta por otros que, como nosotros y nosotras aquí y ahora, nos reunimos con él, cuya presencia llena ahora toda está sala. Porqué Manuel está, aunque no lo veamos. Está como están las ausencias, más presentes que los presentes, llenándolo todo con el vacío que dejan.
En este caso, asumida la responsabilidad de evocar y en buena sentida invocar a Manuel, se me permitirá que eluda el trámite de tener que hacer el recuento de sus cualidades. Reconozcámoslo: ese momento de los responsos civiles y religiosos más o menos ditirámbicos siempre se nos ha antojado un poco ridículo y, por supuesto, hipócrita, falso, afectado. El muerto, todos los sabemos, tenía defectos. Lástima que no conociera lo suficiente a Manuel como para hacer su glosa o comentario subrayando, pongamos por caso, lo fastidioso que resultaba que nunca levantara la tapa del wáter o hasta qué punto le apestaban los pies.
Así que, si se me permite, me ahorraré la apología ritual del difunto y pasaré directamente a lo que nos interesa, que es, no nos engañemos, la cuestión de la herencia. Esa es, aunque nunca se reconozca, la cuestión principal, no por soslayado menos omnipresente a la hora de hablar de todo finado.
En nuestro caso, vamos a ver, ¿qué nos ha dejado el desaparecido?, ¿qué nos toca a cada uno en su testamento, aunque no sea ante notario? Aquí cada cual sabrá lo que le queda y, sobre todo, si realmente se lo merecía. Pero eso es otro tema.
Como sea que es a mi a quien se ha confiado decir unas palabras y luego de haber reconocido que a mi lo que me importa y me interesa es lo de la herencia, me permitiré hacer público lo que me ha tocado.
Manuel a mi me ha dejado un par de cosas importantes; de auténtico valor.
Una es el amor por las películas; digo las películas buenas, las de Hollywood, los grandes films de los grandes momentos de la historia del cine, es decir del cine americano (porque el cine, no nos engañemos, es el cine americano). En ese caso, la herencia de Manuel es la de una memoria que bajo ningún concepto deberíamos escamotear: la de las clases populares barcelonesas de la época dorada en que estas habían sido capaces de generar una cultura propia, una forma de ser y de estar que era, a su manera, auténticamente aristocrática, de señores y señoras de una alta sociedad que se desplegaba en los terrados ensabanados y en las vida de barrio, un alta alcurnia para la que el traje de etiqueta era la samarreta imperio. En ese mundo no sólo había ilusión, amor para la vida, expectativas revolucionarias…, había también diversión: el fútbol, los toros y, por supuesto, el cine.
Una de las fotografías más universales de la revolución en Barcelona el 19 de julio de 1936 es la Marina Ginesta, una militante del 17 años de las JSUC que posa con su mono y su fusil en la terraza del Hotel Colón, poco después de haberle sido conquistado a los facciosos, que lo habían convertido en su último reducto. Lo que sorprende de esa imagen es el aire de arrogancia obrera y, al mismo ttiempo, el toque de elegancia femenina de la miliciana, que le da el aspecto de algo así como una damisela revolucionaria. Muchos años después le preguntaron de dónde había sacado esa pose. La respuesta fue automática: de las películas de Hollywood que tanto amaba.
Esa era la cultura proletaria de la que me habló Manuel y que me hizo entender hasta qué punto son memos quienes se han inventado una especie de contencioso entre el espíritu revolucionario y el amor por ese cine que se hacía antes de ser "arte" y cuando era sólo una prolongación más de la vida. La gente de la CNT, del Bloc, del POUM, luego del PSUC…, iba al cine, veía películas de Clark Gable o de Humphrey Bogart o de Greta Garbo. De ellas extraía una sabiduría y unas verdades más elementales si se quiere que las obtenidas de las doctrinas revolucionarias, pero no por ello menos importantes. Para todo esa gente el cine estaba hecho de sombras que iluminaban y de las que siempre había algo que aprender.
Así que de Manuel me quedó con todas las películas que ha visto. No está mal, ¿verdad?
Y me gustaría haber acabado aquí, con una despedida películera para Manuel, algo del tipo de lo que dice Panama Smith -Gladys George- con James Cagney –¡esos trajes que los obreros barceloneses se hacían hacer para los días de fiesta estaban inspirados en los suyos!– expirando en plena calle entre sus brazos en "Los violentos años 20". Un policía se acerca a ella y le pregunta quién era él: "No lo sé –dice ella–; sólo sé que era un gran tipo".
O acaso con algo parecido a lo que le dice Errol Flynn a Olivia de Havilland para despedirse de ella para siempre en "Murieron con las botas puestas": "Ha sido un placer pasear por la vida con usted, señor".
Pero ese no puede ser el final, porque hay otro asunto que me ha legado Manuel y que no puede quedar al margen de este recuento de lo dejado, todo aquello que da a la razón a aquella canción de Machín que nos recuerda que nada se lleva nada. Por cierto, nadie se lleva nada y deja lo que ha acumulado. Pero, ¿qué acumulamos en la vida, qué poseemos en realidad, qué hemos ahorrado que no sea precisamente lo que hemos compartido, lo que hemos ido por ahí distribuyendo muchas veces sin querer? Qué cierto es que se tiene lo que se da.
Eso otro asunto es el de las ideas y, sobre todo, la acción, la intervención en la historia para hacer un mundo un poco, aunque sea sólo un poco más amable. En ese sentido lo que no estoy dispuesto a decir aquí es que Manuel fue un hombre coherente con sus ideas y fiel a sus principios y a sus valores. ¡Y una mierda! Manuel se metió en política, y luchó, y acabó años en la cárcel por lo mismo que otros: porque es y somos todos un poco gilipollas. Porqué, ¿a quién se le ocurre? Con lo bien que se puede estar en la vida sin meterse en líos, sin complicarse la vida, dedicándose cada uno a lo suyo… En cambio, él, como otros, tuvo que liarse nada más y nada menos que en una empresa delirante empeñada en cambiar el mundo y hacerlo más justo y más libre. ¡Es que hay que ser tonto o realmente no tener otra cosa más importante que hacer! Y se ve que Manuel no tuvo otra cosa más importante que hacer. En fin… Que es verdad que, como decía Ortega –el torero–, "hay gente pa to".
Como decía, lo que no estoy dispuesto es a sostener que Manuel era un hombre coherente consigo mismo. ¡Qué idiotez! Yo es que me solivianto cuando escucho ese tipo de sandeces. ¿Cómo se puede ser coherente con un mismo? La coherencia con uno mismo, ser consecuente con uno mismo, son síndromes que la nosografía psiquiátrica tiene perfectamente registrados y que se corresponden con el diagnóstico de los autistas o de los enfermos de Asperger.
Recuerdo perfectamente, en ese orden de cosas, una de aquellas interminables discusiones hasta la madrugada con Manuel y toda su familia, en su casa, en las que de pronto el hoy difunto dijo, no sé en relación a qué: "No es verdad que elijamos". Mira que le di vueltas a ese comentario, dicho, como tantos otros, como sin querer. Esa verdad revelada "de paso" se ha convertido para mi en uno de los ejes de mi forma de pensar y acaso de vivir. "Nadie elige", ni falta que hace, cabría añadir. Uno está en la vida, se ve arrastrado o envuelto por todo tipo de circunstancias y de personas que te convierten en alguien que, al fin y al cabo, no hace lo que decide hacer en función de un abanico de posibilidades entre las que duda. Al final cada cual hacer lo que tiene que hacer y sólo una ilusión, un efecto óptico, le permite vivir la ilusión de que lo ha hecho era la consecuencia de un opción soberana. Manuel no eligió nada: hico lo que tenía que hacer, cuando y con quién tenía que hacerlo. Y punto.
Ese fue su mérito. No el de haber sido coherente consigo mismo, sino haber sido coherente con su familia, con sus amigos, con sus camaradas, con su tiempo…, conmigo. Con todos a los que sabía que no podía decepcionar. Esa es la coherencia que importa. No la que estableces contigo, sino la que los demás te exigen, aquellos demás que esperan algo de ti y que no perdonarían ni la traición ni el desaliento. Manuel no fue fiel a si mismo: fue fiel a quienes le quisimos (y le queremos) y le respetamos.
Es decir, y para concluir, que Manuel estuvo donde había que estar y cumplió con su deber. Sólo eso. Nada más…, y nada menos. Esa fue su grandeza, aquella que todos y todas deberíamos luchar por alcanzar: la de estar a la altura de lo que nos pasa. Y él lo estuvo.
Y es cierto que todos los que estamos aquí estamos porque es verdad que no teníamos nada más importante que hacer que venir a rendir homenaje a un muerto, a hacer algo por él.
Pero, ¿qué se puede hacer por un muerto? Esa es la pregunta que un personaje le hace a otro en "L'espoir", la película que André Malraux rodó en España en plena guerra civil. Los últimos momentos de la película son aquellos en los que los habitantes de un pueblo de la Sierra de Teruel se prestan a ir a recoger a los tripulantes de un avión republicano abatido en pleno monte. Es entonces cuando, en efecto, uno de los aldeanos, escéptico ante lo inútil que se le antoja ir a buscar los restos de los aviadores caídos, le dice con un cierto desdén a otro vecino que se prepara para partir montaña arriba. "´¿A qué vas a ir? ¿Qué puedes hacer tú por un muerto?". "Darle las gracias", le responde.
Pues, nada, que eso, que muchas gracias, Manuel.