Del artículo "La sustancia de los sueños. El cine según Claude Lévi-Strauss", en Historia, antropología y fuentes orales, 30 (2010).
LA VERDAD AMERICANA
Manuel Delgado
Luego vendrá su exilio neoyorquino a principios de los años 40. En aquella época puede pasarse tardes enteras metido en cualquiera de los pequeños cines de Greenwich Village viendo “cualquier cosa”, en el sentído de que lo que orienta sus elecciones no es la “calidad artística” o el “nivel intelectual”, sino por la simple voluntad de dejarse llevar por las historias de apariencia simple que ofrece el cine que se hacía en Hollywood en aquella época. Lo que atrae a Lévi-Strauss no son tanto los filmes en sí, sino más bien un cierto “ambiente”, un microclima en que puede disfrutar de una soledad relativa, a veces total, sentado en cómodos butacones y entrando, en cuanto se apagaban las luces, en una experiencia casi onírica, que, a diferencia de la lectura, absorbe plenamente y a tiempo completo a quien se sumerge en ella, puesto que uno cae literalmente prisionero de la película que está viendo.
Este tipo de evocaciones las comparte Lévi-Strauss en una entrevista concedida en 1964 a Michel Delahaye y Jacques Rivette (“Entretien avec Claude Lévi-Strauss”, Cahiers du cinema, núm. 155, 1964, ps. 19-29. Agradezco a mi colega Roger Canals que me advirtiera en su día de la existencia de esta entrevista). En ella, el creador de la antropología estructural hace inventario de sus preferencias cinematográficas, al tiempo que sugiere una reflexión mayor sobre un arte presuntamente menor. De entrada, en esa entrevista, reconoce su creciente separación de un cine como el que empezaba a estar de moda en aquel momento, cuando se abren paso las discusiones teóricas entre escuelas y tendencias, que hacían que el cine perdiera su gran virtud, que había sido el de sus escasas pretensiones “intelectuales” y su preocupación central por atender las exigencias de un gran público ávido por dejarse conmover de la mano de historias hechas con imágenes.
En ese orden de cosas, lo cierto es que los gustos cinematográficos que proclama Lévi-Strauss podrían haber resultado decepcionantes en un pensador de su talla. Un universalmente prestigiado intelectual que podía entregarse a disquisiciones sobre la vigencia de la teoría de la equivalencia cromática de las notas musicales según Louis-Bertrand Castel, que le reprochaba a Michel Leiris su atrevimiento al colocar a Leoncavallo a la misma altura que Puccini y que se sentía concernido por las discusiones estéticas en la Academia de Pintura francesa a mediados del siglo XVII, explicita su total desprecio por el cine “filosófico” a lo Bergman o por la vanguardia que encarna, pongamos por caso Jean-Luc Godard y reconoce su disgusto por la casi desaparición de la comedia clásica americana. Sus películas favoritas no son casi ninguna de ella ejemplos de “exquisitez”, sino que parecen más propias de un asiduo de lo que fueron un día los entrañables cines de barrio: westerns como “Los siete magníficos” o “El hombre de las pistolas de oro”; “Lola”, de Jacques Demy –un verdadero cuento de hadas-; “Picnic”, con Kim Novak y William Holden. De la nouvelle vague rescata a Alain Resnais, sobre todo su “Marienbad”; menos “Muriel”, y un poco menos “Hiroshima mon amour”. De Visconti, sólo “Senso”. De Buñuel, sobre todo “Le chien andalou” y “The Young One”. Desconfianza total hacia las pretensiones pseudorrealistas del cinema-verité. De Hitchcock, todo, salvo ciertas objeciones acerca de “Los pájaros”; ¿”Vértigo”? Admirable. Del llamado cine etnográfico, sólo el estrictamente documental, con un apunte elogioso sobre algunos filmes de Jean Rouch y con una referencia –en otro lugar y sin nombrarla- a “Navajo Film Project”, la película que Sol Worth y John Adair le encargaron a los navajo sobre si mismos, en la que Lévi-Strauss descubre que los indios han montado los fotogramas mimando la estructura que sus ritos.
Es curioso, pero, sin explicitarlo, Lévi-Strauss veía en el cine lo que no encontraba en artes más “respetables”, que es una afinidad con lo que con frecuencia se desprecia en tanto que “artesanía”, pero que había motivado su fascinación y en torno a lo cual habría de escribir páginas llenas de admiración y profundidad analítica. Era este el caso de la cestería, la alfarería o la creación de máscaras, manifestaciones creativas que Lévi-Strauss no dudaba en considerar artísticas a todos los efectos. Pero es que además el cine asumía una vocación social que el grueso del arte contemporáneo había renunciado a ejercer. En sus charlas con Georges Charbonnier, Lévi-Strauss distingue claramente entre la función social que la producción artística tenía en las sociedades llamadas “primitivas” y las “modernas”, sobre todo porque esa función es, en las segundas, precisamente nada o escasamente social, en la medida en que se habría producido en ellas una creciente individualización no del artista, sino de la clientela, cada vez más constituida por una pequeña minoría de “entendidos”. Además, el arte “primitivo” mantenía un objetivo con respecto del mundo empírico que era ante todo el de significarlo, mientras que el arte “moderno”, perdido su vínculo con el grupo y desactivadas en buena medida sus virtualidades semantizadoras, tendería a querer más bien representarlo, cuando no a apoderarse de él o restituirlo.
Lo que Lévi-Strauss amaba en las películas made-in-Hollywood que veía en su exilio neoyorkino era precisamente su anonimato, esa ausencia de adscripción estética a una u otra escuela, como las que empezaban a despuntar en el momento de la entrevista ¬–free cinema, nouvelle vague y toda la retahíla de “nuevos cines” nacionales aquí o allá. El cine, de pronto, se había “literaturizado” o, peor, había caído en la trampa de querer ser un género ya no artístico, sino directamente ensayístico. El cine era culpable, a los ojos de Lévi-Strauss, de haber olvidado, de manera que parecía ya irreversible, su naturaleza y su dignidad de espectáculo. Por eso, de esa creciente decepción ante las pretenciosidades en que parecía despeñarse el cine del momento, Lévi-Strauss rescata el placer ya no estético, sino físico, que le producen las imágenes suntuosas y transparentes que se proyectaban en panavisión y technicolor en la gran pantalla de un cine. Reconoce, en relación a ello, que puede llegar a disfrutar del más mediocre de los westerns, si este comporta “bellos escenarios”.
Lo que hace que el cine clásico fuera tan valioso es que, a diferencia de los nuevos academicismos estilísticos de moda en los 60, sus mejores cualidades eran inconscientes. Era ciertamente una variante de art brut, como reconoce el propio Lévi-Strauss, una modalidad de creación humana dotada de lo que califica de un “encanto rústico”. Pero esa predilección por el cine comercial americano no sólo se justifica por el goce básico que depara su luminosidad y su amplitud de campo, ni por su elementalidad artesanal, ni por la meta que asume de interpelar a un gran público, y no a una minoría selecta. Más adelante, en la entrevista en Cahiers, Lévi-Strauss reconoce que reencuentra en los westerns y en los grandes melodramas muchas de las cualidades estructurales de esa ópera que tanto le apasiona. En “Picnic”, por ejemplo, reconoce una construcción que es inequívocamente operística, “con sus arias, sus recitativos, sus valentías, sus conjuntos corales e instrumentales”. El cine, en efecto, le hubiera permitido a la ópera alcanzar su vocación de gran espectáculo, puesto que sobre un escenario todo lo que puede llegar a mostrar es “miserable, absolutamente miserable, al lado de lo que un film permitiría”. Es más, Lévi-Strauss llega a sostener que, en el fondo, “tengo la impresión de que los grandes creadores de ópera –Wagner y algunos otros- concibieron y desearon, por anticipación, algo que sólo el cine, si hubiera existido en su época, hubiera sido capaz de darles: es decir, gracias a la técnica, gracias a todos los artificios de luz, de montaje, etc., la posibilidad de mostrar la sustancia de los sueños y de hacerla plausible”.
Pero acaso tendríamos el derecho a ir más allá, a inferir la fuente insinuada de la fascinación que ejercen el cine clásico americano y géneros como el western sobre un pensador al que podrían suponérsele gustos cinematográficos más supuestamente sofisticados. Es ahí, en esa indagación sobre lo que, parafraseando a Bourdieu podríamos llamar las claves lévi-straussianas del gusto, donde cabría establecer una conexión entre su inclinación por un tipo de cine que las elites intelectuales han tendido a despreciar y determinadas preferencias en materia literaria que también podrían resultar chocantes en ese mismo sentido, pero que tuvieron un papel importante en la biografía personal del creador del estructuralismo y que fueron acaso el origen de una de sus grandes frustraciones.
En la entrevista concedida en este caso a Didier Eribon y que apareció publicada en 1988 en forma de libro, Lévi-Strauss, al evocar el gran eco que obtuvo la publicación de Tristes trópicos, reconocía que entre el alud de elogios recibidos uno le conmovió especialmente: el de Pierre Mac Orlan, un autor de canciones populares y escritor de novelitas de aventuras ¬–algunas llevadas al cine, como “La bandera” o “Le quai des brumes”- del que confesaba que había marcado su juventud y que estaba seguro de que si le había gustado su libro era porque, sin esperárselo, había encontrado en sus páginas “cosas que venían de él”. Más adelante, en la misma entrevista, Lévi-Strauss admitía que su gran pesar había sido siempre no haber sido capaz de escribir una obra literaria. Es en ese momento que nos hace partícipes de una confesión: la explicación del misterio de los renglones impresos en itálica en el capítulo VII de Tristes trópicos, en los que describe una puesta de sol desde la cubierta de un barco. El trato tipográfico diferenciado era una forma de marcar la presencia en el libro de lo que había sobrevivido de una frustrada novela de aventuras exóticas, que abandonó porque “era demasiado mala” y de la que sólo sobrevivieron el título de la obra¬ –"Tristes trópicos"¬– y aquellas pocas páginas.
Lévi-Strauss intentó escribir una novela y tuvo que comprobar como lo que había acabado produciendo era “drama filosófico”, reconocía con pesar a Didier Eribon. Su objetivo no había sido ese, sino un libro de aventuras “a lo Conrad”, cuyo argumento de base era una noticia que había leído en la prensa en la que se informaba de unos estafadores que habían intentado estafar a los indígenas de una remota isla del Pacífico, con “un fonógrafo que les hacía creer que sus dioses volvían a bajar a la tierra”. Los protagonistas deberían haber sido refugiados políticos y otros de orígenes diversos, que vivirían todo tipo de dramas entre ellos; unos protagonistas que, por cierto, recuerdan inevitablemente a los de películas tan presentes en aquel momento como “Casablanca” o “To Have and Not Have”, de igual manera que el argumento de la historia no era muy distinto del de las novelitas baratas por entregas que podían adquirirse en cualquier puesto callejero de cualquier ciudad. Lévi-Strauss no tiene inconveniente en reconocerlo: “¡Una buena obra de bulevard es el súmun del género!”.
Debería dar a reflexionar que un pensador de la talla de Claude Lévi-Strauss, reconocido y prestigiado universalmente, viniera a hacer un elogio tan sincero, y hasta apesadumbrado, por no haber estado a su altura, de esa autenticidad naïf de la que las novelas de aventuras exóticas y las películas del oeste eran expresión. En la entrevista de Cahiers se hace referencia a esa ingenuidad que Lévi-Strauss admiraba y envidiaba como “la verdad americana”. Acaso una forma de referirse a un aspecto de la realidad humana que, literalmente, se le escapaba y que vendría a ser como ese material básico que es para no importa que estructura al mismo tiempo su requisito y su negación; algo que no era lo que Lévi-Strauss habría dejado atrás con su análisis estructural, sino lo que éste nunca llegaría a alcanzar, y que no era otra cosa que la acción.