La pintora argentina Josefina Muslera acaba de enviarme imágenes de dos de sus últimos trabajos, "Autoretrato", arriba, y "La mujer volcán", más abajo. Es una buena oportunidad para reproducir aquí lo que escribí en marzo de 2009 para el catálogo de una exposición de obra suya en Centro Cultural Gardel de Buenos Aires.
TIERNA FIEREZA
Manuel Delgado
Si alguna cualidad merece ser destacada de eso que damos en llamar arte es su capacidad en orden a generar o descubrir prolongaciones de un mundo dado que el ser humano hace tiempo que ha declarado insuficiente. Ese es el mérito de todo artista, al que los demás hemos asignado la responsabilidad de continuar la tarea creadora que los antiguos atribuyeron a los dioses, tarea que no siempre consiste tanto en inventar universos como advertir dimensiones ocultas o larvadas de aquel que ya habitamos y que, de pronto, ve confirmadas nuestras intuiciones acerca de su naturaleza secreta.
Ese sería el caso de la pintura de Josefina Muslera. Digamos que Josefina es una pintora fronteriza, no porque esté ella en ninguna frontera, sino porque su pintura es una frontera. Las formas que nos procura constituyen el intersticio entre territorios que en principio deberían permanecer incomunicados entre sí y que su pintura pone en contacto o mezcla. Desplegando texturas, haciendo que los colores hablen entre sí, introduciendo o desencadenando el movimiento, jugando con todas las metamorfosis del silencio, el trabajo de Muslera se pasa el tiempo transitando –e invitándonos a transitar– entre esferas que un malentendido que los humanos hemos venido cultivando desde siempre consideraría distantes o incompatibles.
La tarea de Josefina no es sino esa: juntar cosas que ya estaban juntas antes, sin que nos diéramos cuenta; hacernos ver lo que ya estaba ahí y sólo veíamos a tientas. Tarea de mediación al servicio de cuerpos que quisieran ser alma, y de almas hartas de su propia inmaterialidad; diálogo con lo invisible, pero omnipresente, que es esa materia sin sustancia de la que seguramente están hechos los recuerdos, los sueños, los temores y las esperas. Campo gravitatorio en que se agita lo inconcebible, lo que no puede ser dicho ni apenas pensado, los espacios que nos atraviesan, todos los monstruos que ni nos imaginamos, una legión de ángeles iracundos y, en medio de todo ello, el sosiego de un bosque dormido, el reposo de un ave cansada.
Eso es la pintura de Josefina: un resumen en que se reúnem reflejos y presagios, seres de aire y seres de arena, los desiertos y los laberintos, el arte de danzar sobre al abismo. Y ahí estamos, de su mano y de la mano de su obra, arrastrados por las vorágines más dulces, contemplando atónitos la incadescencia de cada atardecer, asistiendo al matrimonio entre el cielo y el infierno, atrapados entre tinieblas que iluminan, precipitándonos por espirales en las que la fiereza y la ternura se quieren confundir y se confunden, esperando entrar de nuevo en ciudades azules en que habitan peces. Atentos, porque todo está siempre a punto de volver a suceder por primera vez.
Cada pintura de Josefina nos recuerda esas gozosas catástrofes en las que uno muere y resucita después. Uno recorre sus obras como esos senderos en los que se da con lo que alguien escondió para ti alguna vez, con quien te estuvo o te estaba esperando..., en otro lugar; todo o parte de lo que se creyó haber dejado atrás, sin saber que nunca nadie se marcha en realidad.
Josefina lo sabe y ahora lo sabemos nosotros: he ahí todo lo que la vida le da a un cuadro para que viva y que no es otra cosa que el fulgor infinito de un rosa que arde.
Ese sería el caso de la pintura de Josefina Muslera. Digamos que Josefina es una pintora fronteriza, no porque esté ella en ninguna frontera, sino porque su pintura es una frontera. Las formas que nos procura constituyen el intersticio entre territorios que en principio deberían permanecer incomunicados entre sí y que su pintura pone en contacto o mezcla. Desplegando texturas, haciendo que los colores hablen entre sí, introduciendo o desencadenando el movimiento, jugando con todas las metamorfosis del silencio, el trabajo de Muslera se pasa el tiempo transitando –e invitándonos a transitar– entre esferas que un malentendido que los humanos hemos venido cultivando desde siempre consideraría distantes o incompatibles.
La tarea de Josefina no es sino esa: juntar cosas que ya estaban juntas antes, sin que nos diéramos cuenta; hacernos ver lo que ya estaba ahí y sólo veíamos a tientas. Tarea de mediación al servicio de cuerpos que quisieran ser alma, y de almas hartas de su propia inmaterialidad; diálogo con lo invisible, pero omnipresente, que es esa materia sin sustancia de la que seguramente están hechos los recuerdos, los sueños, los temores y las esperas. Campo gravitatorio en que se agita lo inconcebible, lo que no puede ser dicho ni apenas pensado, los espacios que nos atraviesan, todos los monstruos que ni nos imaginamos, una legión de ángeles iracundos y, en medio de todo ello, el sosiego de un bosque dormido, el reposo de un ave cansada.
Eso es la pintura de Josefina: un resumen en que se reúnem reflejos y presagios, seres de aire y seres de arena, los desiertos y los laberintos, el arte de danzar sobre al abismo. Y ahí estamos, de su mano y de la mano de su obra, arrastrados por las vorágines más dulces, contemplando atónitos la incadescencia de cada atardecer, asistiendo al matrimonio entre el cielo y el infierno, atrapados entre tinieblas que iluminan, precipitándonos por espirales en las que la fiereza y la ternura se quieren confundir y se confunden, esperando entrar de nuevo en ciudades azules en que habitan peces. Atentos, porque todo está siempre a punto de volver a suceder por primera vez.
Cada pintura de Josefina nos recuerda esas gozosas catástrofes en las que uno muere y resucita después. Uno recorre sus obras como esos senderos en los que se da con lo que alguien escondió para ti alguna vez, con quien te estuvo o te estaba esperando..., en otro lugar; todo o parte de lo que se creyó haber dejado atrás, sin saber que nunca nadie se marcha en realidad.
Josefina lo sabe y ahora lo sabemos nosotros: he ahí todo lo que la vida le da a un cuadro para que viva y que no es otra cosa que el fulgor infinito de un rosa que arde.