La foto es de Michael Kowalczyk |
Prólogo para educadores del cuento de Mabel Pierola, No tan diferentes (Edicions Bellaterra, Barcelona, 2005)
GATOS
Manuel Delgado
Todo relato contiene
distintas posibilidades de apropiación y desarrollo. La presente fábula permite
extraer de ella diversas consecuencias éticas y trabajar más de una línea
didáctica en materia de convivencia entre distintos. El asunto central es la de
la copresencia de dos entidades diferenciadas en un mismo tiempo y en un mismo
espacio, copresencia que no se traduce en comunicación, puesto que cada una de
las entidades –los dos gatos del cuento– vive ajena a la otra. El escenario es
una isla de la que los dos animales comparten un elemento común, aunque
diferenciado a su vez: el faro y los colores alternos con que emite su luz. Una
eventualidad –una emergencia en forma de tempestad– obliga a los dos animales a
superar el obstáculo que los separaba –la montaña en cuya cima se encuentra el
faro– y a encontrarse por primera vez.
Ese primer encuentro es también un encontronazo, puesto que ninguno de los dos animales consideraba ni preveía la existencia del otro. Esa toma de contacto inicialmente traumática se transforma paulatinamente en un mutuo reconocimiento, no de su singularidad, sino de la intercambiabilidad de sus singularidades, puesto que descubren que cada uno contenía potencialmente las cualidades del otro: el gato negro era un gato negro blanco; el gato blanco era un gato blanco negro. Ese descubrimiento concluye no sólo en un acto de comunicación, sino en un acto de sobreposición o confusión que lleva hasta las últimas consecuencias esa naturaleza compuesta que los propios animales ya poseían, antes incluso de que topasen el uno con el otro por primera vez.
Ese primer encuentro es también un encontronazo, puesto que ninguno de los dos animales consideraba ni preveía la existencia del otro. Esa toma de contacto inicialmente traumática se transforma paulatinamente en un mutuo reconocimiento, no de su singularidad, sino de la intercambiabilidad de sus singularidades, puesto que descubren que cada uno contenía potencialmente las cualidades del otro: el gato negro era un gato negro blanco; el gato blanco era un gato blanco negro. Ese descubrimiento concluye no sólo en un acto de comunicación, sino en un acto de sobreposición o confusión que lleva hasta las últimas consecuencias esa naturaleza compuesta que los propios animales ya poseían, antes incluso de que topasen el uno con el otro por primera vez.
En un nivel simple de lectura, la
moraleja del cuento podría conformarse con interpretarse con un mero elogio de
la comunicación entre distintas formas de ser gato... o humano. En clave de
actualidad, la distinción inicial entre los gatos podría traducirse en
contraste cultural, por ejemplo. Tendríamos entonces que la historia que se nos
narra sería la del necesario, pero sobre todo inevitable encuentro entre
culturas. Pero esa visión reduciría notablemente el potencial didáctico del
cuento y no captaría lo esencial de la metáfora que sugiere. No se trata de que
los diferentes se encuentren, sino que les sea revelado que su diferencia no es
un hecho natural o una condena, o, mejor dicho, que sus diferencias son
reversibles y reconocibles en el otro. Eso no implica tanto un elogio de la
diferencia, como un elogio de la revocabilidad y la negociabilidad de toda
diferencia, puesto que la diferencia no pertenece al reino de lo inevitable,
sino de lo percibido y de lo pactable. Cada cual es, en la historia que se nos
cuenta, el otro, pero ese otro que tampoco era exactamente sí mismo, sino aquel
cuyo encuentro le permitía encontrarse.
Esa es la auténtica dimensión
profunda del relato de los dos gatos que eran el otro. Lo que diferencia la luz
del faro no es su luz, que es siempre la misma, sino el color del cristal que
la filtra. No nos comunicamos: somos la comunicación misma. Como robinsones que
esos gatos son han de descubrir tarde o temprano que nadie puede estar –aunque
lo quisiera– solo, que cada cual es aquel con quien está, con quien estuvo
o –como en el cuento– aquel a quien
espera, aunque sea sin saberlo. Que no se puede ser otra cosa que lo que vemos
reflejarse en los ojos de los demás.