dilluns, 4 de febrer del 2019

Anonimato y mística del espacio público

La foto es de Nicolas Winspeare

Fragmento del artículo "El fetichismo del espacio público
Multitudes y ciudadanismo a principios del siglo XXI", publicado en la revista CIDADES, Vol. 11, núm. 46 (2015): 46-83
  
ANONIMATO Y MÍSTICA DEL ESPACIO PÚBLICO
Manuel Delgado

El idealismo del espacio público se proyecta sobre la calle para obligarla a ser mucho más que el terreno en que se desarrolla un tipo singular de convivencia social entre extraños totales o relativos, que puede coagularse en ocasiones en esas formidables unidades de sentimiento y acción que eran las masas. Ahora debe ser sobre todo un escenario comunicacional en que los usuarios pueden reconocer automáticamente y pactar las pautas que los organizan, que distribuyen y articulan sus disposiciones entre sí y en relación con los elementos del entorno, siempre a partir no de sus pertenencias, sino de sus pertinencias, esto es de su capacidad para ser reconocidos como concertantes a partir de su buena conducta civil o urbanidad. Lo que se distingue ahí –siempre a nivel teórico, no real– no es un conjunto homogéneo de componentes humanos, sino una conformación de agentes dispersos que se ponen de acuerdo no en qué pensar o sentir, sino en cómo hacer que se encadenen armónicamente una serie ininterrumpida de acontecimientos, en un contexto que ha devenido una pura abstracción y en el que el conflicto es inconcebible, puesto que exige un estado de conciliación y reconciliación permanentemente reactivados a través de la negociación y el consenso. En estos casos los presupuestos de inferencia para la acción pertinente no sólo pueden prescindir de que cada cual se presente a sí mismo –es decir, se identifique– sino que se supone que pueden y deben hacer abstracción de su estatus social, de su aspecto fenotípico, de sus pensamientos, de sus sentimientos, de su género, de su ideología, de su religión o de cualquiera de las demás filiaciones o marcajes a las que se considera o se le considera adscrito, para tener en cuenta sólo sus virtudes morales, sus competencias comunicacionales y su capacidad de asumir decisiones colectivamente vinculantes.

En efecto, las bases del proyecto cultural de la modernidad, que el ciudadanismo reclama y apremia, se fundan no en la afirmación de las identidades particulares, ni tampoco en su negación, sino en su soslayo, es decir en la indeterminación de los individuos que constituyen la sociedad, puesto que quiénes son en la vida real –es decir al margen de la idílica esfera pública– es  irrelevante a la hora de concertar con quienes concurren los cauces por los que debe desarrollarse cada situación particular. En eso, y no en otra cosa, consiste la vida civil, es decir en vida de y entre conciudadanos que generan y controlan cooperativamente esa cierta verdad práctica que les permite estar juntos de manera ordenada. El ciudadanismo como ideología política actualiza entonces la noción hegeliana de civismo o civilidad como conjunto de prácticas individuales apropiadas en aras del bien colectivo, la labor que le permite al individuo liberarse de su propio interés, puesto que constituye, como escribiera Hegel, "el punto absoluto de tránsito a la sustancialidad infinitamente subjetiva de la ética, no más inmediata y natural, sino espiritual y elevada igualmente a la forma de la universalidad".

Se produce, como se ve, un traslado físico de los axiomas que rigen la arena pública democrática, constituida por individuos indeterminados que se pasan el tiempo intercambiando argumentos racionales, a la calle, convertida ahora en espacio público postulado por la tradición filosófica republicana, en la que se espera que se despliegue una sociedad cuyos componentes son reconocidos como concertantes al margen de su identidad y en la medida que saben actuar y actúan de forma adecuada y justificada. Pero en eso es en lo que se concreta la figura actual del activista, que ocupa el lugar del antiguo militante y que es eso: alguien que actúa, puesto que la lucha misma se concibe como el conjunto de actividades independientes de sujetos sociales independientes que actúan de manera creativa desde su propia unicidad, en cuyo ejemplo moral se adivina un mundo nuevo. En eso consiste la autonomía de quienes gustan de llamarse a sí mismo autónomos, adscritos a movimientos autónomos que conforman individuos no menos autónomos. Pero esa "autonomía" es congruente con la fetichización del individuo que representa la figura abstracta de ciudadano, para el que la experiencia democrática ideal debería estar sometida a la lógica de una desafiliación total. En eso consiste el mito del "hombre de la calle" de la civilización burguesa, concreción de ese ciudadano teórico que lo es porque puede ejercer y ejerce su presunto derecho al anonimato, es decir a aceptar un nicho común de existencia social en la que las clases y los enclasamientos han desaparecido como por encanto.

Imposible no asociar esas premisas de la importancia concedida para las tendencias neoizquierdistas precisamente al anonimato, que es en el fondo el estatuto que reclama ese personaje conceptual que es el ciudadano, ente en cierto modo celestial que se supone que está destinado a interpelar y ser interpelado por el Estado y por los demás en función no de quién ese, sino tan sólo de lo que hace y le pasa, todo ello en un espacio público concebido como marco informal atravesado y movido no, como la calle, por meros órdenes operativos interobjetivos eventualmente polémicos, sino sobre todo por la circulación en todas direcciones de fluidos comunicacionales intersubjetivos para los que el conflicto es un obstáculo a vencer mediante el diálogo. En individuo alcanza aquí no sólo su máximo nivel de institucionalización política, sino también su nivel superior de eficacia simbólica. Sale del campo de la entelequia, deja de ser una entidad teórica y se cosifica, aunque sea bajo la figura de un ser sin rostro, ni identidad concreta, puesto que, en la teoría republicana, hoy ciudadanista, le basta con ser una masa corpórea con rostro humano para ser reconocido como con derechos y obligaciones.

El ciudadano, en efecto, es por definición una entidad viviente a la que le corresponde la cualidad básica de la inidentidad, puesto que se encarna en la figura del desconocido urbano, cuyo estatuto es, en teoría, el de ser libre e igual al margen de cuál sea el lugar real que ocupa en un orden social jerárquico y estratificado que se puede hacer como si no existiera o como si ya no importara. Es a ese personaje incógnito, base del imaginario político liberal, al que le corresponde la misión de coproducir con otros desconocidos con quienes convive comarcas de autocomprensión normativa permanentemente renovadas, compromisos entre actores emancipados, que se encuadran en esa experiencia general de inindentidad que es la fantástica esfera pública democrática de la que las movilizaciones ciudadanistas se presumen exaltación, aunque en realidad la sociedad democrática así idealizada no vendría a ser, de hecho, más que una amplificación universal de la idea matriz de sociedad anónima mercantil, cuyos individuos participan en función no de su identidad, sino en tanto comparten conceptos que, colocados en la base de la jerga postpolítica, consiguen disimular su sentido original: intereses, acciones, valores...

Acaso sea porque la calle está claro que no está en condiciones de cumplir las expectativas puestas en ella por los partidarios del advenimiento de la democracia real —hasta tal punto son constantes los desmentidos de que pueda ser un espacio de igualdad, libertad y fraternidad—, que estos muestran su predilección por internet, un espacio público de nuevo cuño en que se puede hacer real la ilusión de una sociedad en red, trama de conexiones exclusivamente hechas de competencias comunicativas desencarnadas ejercidas por individuos autosuficientes, nexos de los que se puede entrar y salir libremente haciendo abstracción del lugar que cada cual ocupa en el organigrama social real. Esa sociedad metafísica —y por tanto indestructible— es la que permite realizar la utopía imposible fuera de un público universal, fundado, como querían Tarde y Park y restaurado por la izquierda bajo el nombre de multitud, en una coincidencia a distancia y que sólo de manera eventual se transformaría en coincidencia física, a la manera como vemos hoy en las smart mobs, flash mobs o mobs, que es el formato que asumen también hoy bien número de movilizaciones de temática política o civil en general.

Se cumple así, en ese nuevo dominio aparentemente sin dominio de las nuevas tecnologías, el objetivo final de la desactivación definitiva de las masas urbanas, ya no disueltas por la policía o el ejército, ni secuestradas por la demagogia de líderes aberrantes, ni embaucadas por la televisión, ni tampoco aletargadas por la hipnosis colectiva que les impone el gran espectáculo consumista. La dispersión de las masas ha sido posible sólo en la ficticia autonomía ejercida por individuos aislados en ese espacio dislocado por el que se desplazan sin salir de casa o inmóviles los cibernautas, un universo de encuentros incorpóreos en que se practica una sociabilidad pura en que solo prima la comunicación y el diálogo. Sólo de vez en cuando esa nebulosa metafísica se sustancia en convergencias materiales que no en vano asumen la asamblea como estado natural, puesto que no dejan de ser grandes chats en vivo en que se realiza el sueño dorado del público como conversación de todos con todos. Es en ese universo hiperabstracto en que la nueva multitud encuentra su única posibilidad de existir, puesto que afuera o alrededor de las redes sociales abstractas, lo que hay es lo que había: la brutalidad de las asimetrías, el despotismo de los poderosos, la violencia con que se sostiene el desorden del mundo y, como si nunca se hubieran ido del todo, las viejas y nuevas turbas, siempre al acecho, esperando el momento de la rabia y del asalto.





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