La foto es de Mireia Comas |
Traducción de “Feuerose”, prólogo para Rebellisches Barcelona (Nautilius, Hamburgo, 2007).
ROSA DE FUEGO
Manuel Delgado
Para los políticos y los planificadores, una
ciudad es un sistema de edificaciones, instalaciones, infraestructuras e
instituciones en el que vive una población más bien numerosa, cuyos componentes
suelen no conocerse entre sí. La imagen que recibimos de cualquier metrópolis a
través de un mapa o de una fotografía aérea es la de un entramado hecho de
volúmenes y canales, un orden de puntos y pasillos por los que transcurre de
forma más bien regular la vida ordinaria de sus habitantes, cada uno de ellos
abandonado a sus ocupaciones y preocupaciones. Ahora bien, esa actividad
supuestamente previsible de la población de una ciudad experimenta de vez en
cuando espasmos o convulsiones que tienen como escenario esas calles y esas
plazas en apariencia tranquilas y rigurosamente vigiladas. Esas contorsiones
periódicas que experimenta toda ciudad vienen a desmentir la pretensión que los
poderes esgrimen de que dominan de veras o incluso simplemente conocen esa vida
urbana que creen administrar. Esa evidencia –la de las ciudades como sistemas
que experimentan cíclicamente movimientos espasmódicos no controlables– es la
que nos invita a entender la ciudad como cualquier cosa menos como una entidad
equilibrada y predecible, puesto que en todo momento puede experimentar grandes
descargas de energía social, que pueden ejercese sobre la nada –por el puro
placer de desplegarse, como ocurre con la fiesta–, pero también sobre la
historia, como vemos en el caso de las insurrecciones, las revueltas y las
revoluciones.
Ese es, por supuesto, también el caso de
Barcelona. La capital de Catalunya ha venido ocupando en los últimos tiempos un
lugar de privilegio, tanto entre los destinos del turismo de masas, como entre
los lugares preferidos por las castas intelectuales, especialmente aquellas
interesadas por los experimentos en materia urbanística o arquitectónica. Casi
cuatro millones y medio de personas –un 9 % más que el año anterior– visitaron
Barcelona en 2005 atraídas por su oferta lúdica o cultural, como consecuencia
de políticas de promoción de la ciudad como un producto de consumo más,
subrayando los aspectos que puedan hacerla más atractiva en términos de simple
márketing. La festivalización del espacio urbano –que culmina con los Juegos
Olímpicos del 92– contribuye a ese clima de falsa felicidad colectiva que debe
esperar al viajero. Las campañas de propaganda subrayan las virtudes de una
capital cargada de valores de prestigio, asociados siempre a una memoria hecha
de singularidades históricas y artísticas, siempre adecuadas a un determinado
imaginario de lo que debe ser una ciudad “próspera y culta”. Ahora bien, esa
memoria –como toda memoria oficial– está hecha en realidad de olvidos y de
imposturas. Se realzan ciertos hechos asociados con lugares y fechas, pero eso
es a costa de escamotear todo aquello que informa de su dimensión más
intranquila y, por ello, más creativa, esa dimensión en que deposita lo mejor y
más digno de su propio pasado como entidad colectiva. Este libro contiene
justamente el testimonio de esa otra historia reciente de Barcelona, los hitos
de un pasado a veces inmediato, cuyos protagonistas no fueron sabios,
arquitectos o artistas, sino rebeldes con nombre y apellidos o multitudes
anónimas, reunidas para el desacato.
La obra que ahora se inicia es, por tanto,
una suerte de “guía” bien distinta de las habituales, algo así como un índice
de los momentos –y sus enclaves– en que los barceloneses demostraron que una
ciudad está hecha también de desobediencias y resistencias, que su dignidad –lo
que la hace merecedora de la más respetuosa de la visitas– no procede de sus
museos, de sus joyas arquitectónicas o de su sabor local, sino de la virtud que
sus habitantes han demostrado a la hora de impugnar la injusticia y la
arbitrariedad de los poderosos. Paso a paso, distribuyendo marcas en un mapa de
la ciudad bien distinto de los destinados a los turistas, el libro nos
recuerda, barrio a barrio, los puntos precisos donde están o estuvieron los
protagonistas individuales y colectivos de la Barcelona disidente del último
siglo y medio.
Esa grandeza de algún modo siempre perdura,
como lo ha demostrado Barcelona en unos últimos años en que, ignorando las
instrucciones que la obligaban a contribuir al gran espectáculo en que la
querían convertir, ha puesto de manifiesto que los planes para hacer de ella un
aparador amable y dócil han fracasado. En los últimos años, en efecto, se han
producido en Barcelona evidencias de lo lejos que se está de aquel espacio
público bajo control con que soñaban sus autoridades políticas y urbanísticas.
En un último periodo –más allá de los límites cronológicos que esta Barcelona
rebelde se propone considerar– se han visto renovada la tradición
popular barcelonesa de usar los exteriores urbanos para la protesta y la
insubordinación. Repasemos la lista de lo que hubiera podido ampliar en el
tiempo el índice de esta obra, las pruebas de que la Barcelona oficial no sólo
silencia su pasado, sino también su propio presente.
En mayo de
2000, miles de personas se expresan en público para nunciar el desfile militar
que el Ministerio de Defensa español se pretende celebrar en lugares céntricos
de la ciudad, entendiendo la exhibición de las tropas como una especie de
usurpación contaminante que no cabía tolerar. Finalmente, el acto militar tiene
que llevarse a cabo en un rincón marginal de la ciudad y casi a puerta cerrada.
En junio de 2001 el anuncio de una reunión del Banco Mundial suscita una
convocatoria para su rechazo público. La
perspectiva de disturbios –que se habrán de producir igualmente– hace que los
convocantes del encuentro económico internacional suspendan su realización. En marzo
de 2002, la cumbre de jefes de estado y de gobierno europeos es objeto de repudio
por parte de la ciudadanía. A cada momento, en todas direcciones, Barcelona se
ve agitada por manifestaciones de protesta, algunas de ellas con cientos de
miles de participantes. En la principal, los políticos que pretenden
capitalizar la marcha se quedan solos tras su pancarta, que nadie sigue. La
multitud los ignora y desfila tras de la que proclama “Contra la Europa del Capital”.
Negándoles su hospitalidad, la ciudad obliga a los grandes mandatarios del
continente a acampar a sus puertas y les hace inviable la mínima visibilización
en su interior. Una Barcelona ocupada por la policía advierte que no está dispuesta
a aceptar la presencia de ciertos indeseables en sus calles. En febrero y marzo
de 2003 colosales movilizaciones contra de la invasión de Irak ocupan de forma
casi permanente las calles de la ciudad y alcanzan repercusión mediática internacional.
Según la prensa, varias de ellas rondan –y sobrepasan en algún caso– el millón
de participantes. El propio Georges H.W.
Bush se refiere a ellas como encarnación de las protestas mundiales contra la
guerra. Cada noche –la primera como resultado de un convotoria; las siguientes
de manera espontánea– los habitantes de la ciudad se asoman a ventanas y
balcones para hacer sonar sus cacerolas. Barcelona ruge, truena. En marzo de
2004, muchedumbres agitándose en todas direcciones vuelven a tomar la palabra
en Barcelona para expresar su indignación contra la mentira de Estado con que
el gobierno del Partido Popular intentaba manipular los atentados en los trenes
de Madrid del dia 11. En el otoño de 2006, las protestas contra las políticas urbanísticas
municipales provocan de nuevo la suspensión de un encuentro “al más alto nivel”,
en este caso el de ministros de vivienda europeos. De nuevo una Barcelona
enfurecida atemoriza a los poderosos. Todas esas movilizaciones enumeradas
fueron convocadas y encauzadas por plataformas cívicas ajenas –e incluso
hostiles– a las instituciones políticas.
En esa Barcelona sobrevive un
viejo espíritu de rebeldía y desconfianza hacia los poderosos, un espíritu de
cuyas manifestaciones este libro es inventario. De esta ciudad, que un día
fuera la Rosa de Fuego, nada saben –no quieren y no pueden saber– los
responsables de su concepción y gestión en tanto que "modelo". Son
ellos quienes han hecho que Barcelona un exponente de la usurpación capitalista
de la ciudad: especulación masiva, terciarización,
destrucción de patrimonio, servidumbre a los requerimientos del mercado, desdén
por solucionar los problemas
más graves de la ciudadanía, tematización de los centros urbanos,
gentrificación –es decir apropiación por clases medias y altas de lo que un día
fueron barrios populares–, estrecha colaboración entre la Administración y
empresas privadas –un magnífico ejemplo de lo que alguien ha llamado
“capitalismo asistido”–, triunfo de la arquitectura meramente espectacular,
banalización generalizada, monitorización de todos los aspectos de la vida,
exclusión –incluso expulsión– de los sectores más débiles de la población y
férreo control sobre los más ingobernables. Pero frente o de espaldas a
esa voluntad de usurpación Barcelona no puede olvidar que la historia de su
último siglo y medio ha sido la de un dilatado episodio de esta vieja lucha a
muerte entre la ciudad concebida y la ciudad practicada, entre la polis y la urbs, entre lo estabilizado y lo magmático,
entre la política y la vida. Frente la voluntad oficial por convertir el
espacio urbano barcelonés en un escenario bajo control, monitorizado, adecuado
a los intereses de aquellos que creen poseerlo, las grandes o pequeñas
multitudes que han ocupado las calles en ciertos momentos intensos de la historia –también en fechas recientes y acaso ahora mismo–
advierten una y otra vez para qué sirven, en última instancia, las
calles.
Barcelona,
como cualquier ciudad, siempre es “otra cosa”. Esa otra cosa tiene algo de
monstruoso, en el sentido de que carece en realidad de forma y de sentido.
Parece una mera morfología, pero es en realidad un ser viviente, dotado de una
inteligencia secreta, de una piel por la que siente y de esa musculatura que lo
agita. Puede antojarse a veces que a esa bestia feroz y tierna se la puede
domesticar, hacer de ella un animal sumiso y amable, pero a la mínima oportunidad
conoce súbitos asilvestramientos que advierten de su naturaleza en última
instancia indómita. Parece una cosa, pero es una fuerza. Y, de este modo, esa
vitalidad que no es posible ni contentar, ni conocer, ni detener se desborda a
veces y vuelve a convertirse, de pronto, en lo que nunca deja de ser. Y
Barcelona, y las ciudades, rejuvenecen, recuperan durante horas o días su vieja
sustancia hecha de conflicto y de verdad. Y se vuelve a ver a los descontentos
y a los agraviados recuperar unas calles que siempre fueron suyas y se vuelven
a escuchar sus voces insolentes. Desde sus balcones, los poderosos y sus
proyectadores de ciudad contemplan incrédulos y horrorizados su fracaso, ante
una pura energía colectiva que en cualquier momento podría cambiarlo todo de
sitio. Abajo, una potencia sin poder. Arriba, un poder impotente.