La foto es de Frank Kallenbach |
Final de la conferencia "Espacio público: idealismo y verdad", pronunciada en el Congreso Arquine, en Ciudad de México, en marzo de 2012.
¿TENEMOS LA CALIDAD SUFICIENTE PARA PODER USAR LOS ESPACIOS PÚBLICOS DE CALIDAD?
Manuel Delgado
En resumen. El diseño de ciudades desde la arquitectura y el urbanismo
ha recibido de las autoridades y las minorías dirigentes el encargo de
caracterizar, diferenciar y calificar formalmente los mismos territorios sobre
los que ellas actuaban pedagógica, jurídica y, en última instancia, policialmente.
Su tarea ha sido la asignar y distribuir plusvalías simbólicas, una serie de
valores de alguna manera superiores a los espacios urbanos, rescatándolos de su
opacidad crónica, redimiéndolos de lo tenían de paradójico, contradictorio,
fragmentario… Objetivo: convertir lo que
era –la maraña gestionada desde dentro de aconteceres que conoce la calle–
en lo que debía ser, esto es la sustantivización
espacial de los ideales del igualitarismo democrático oficial. Consecuencia al
fin de la percepción de que ese espacio público como marco de y para lo social
no como estructura, sino como proceso permanente e inacabado de estructuración,
es justo casi lo contrario del espacio público al que se refiere la ilusión
ciudadanista, que no puede ser más que una quimera que nadie ha visto ni verá
jamás en realidad, sueño imposible de una clase media universal que desearía
vivir en un mundo todo él hecho de consensos negociados y de intercambios
comunicacionales puros entre seres libres, iguales y responsables, un mundo sin
desasosiegos, sin sobresaltos, sin luchas.
El espacio público que está y siempre ha estado ahí afuera –la calle,
la plaza– no es el mero resultado de una determinada
morfología, sino ante todo de una articulación de cualidades sensibles que
resultan de las operaciones prácticas y las esquematizaciones tempo-espaciales
en vivo que procuran sus usuarios. En ese espacio el conflicto es un
ingrediente casi consustancial. Es más: vive de él, se alimenta de lo mismo que
no deja nunca de alterarlo. En el idealismo del espacio público que manejan las
retóricas filosófico-políticas –y al que remiten la mayoría de intervenciones
sobre la ciudad a cargo de profesionales— el conflicto es inconcebible, puesto
que ese espacio público en que sueñan, sobre el que legislan y que planifican,
existe para negar y mostrar como monstruosa su mera insinuación. En él sólo caben
aquellos que estén en condiciones de confirmar la ficción de un terreno neutral
en el que segmentos sociales con identidades e intereses incompatibles han
decretado una tregua indefinida en sus antagonismos.
Por supuesto que, en ese contexto, las operaciones proyectuales
destinadas a generar “espacios públicos de calidad” no hacen sino brindar un nuevo
vehículo de expresión y actuación a la antigua agorafobia de los poderes, siempre
ávidos por domeñar lo urbano como máquina azarosa e imprevisible, verdad
palpable siempre predispuesta al desacato, nunca plenamente gobernable. Se sabe
que una ciudad sólo puede ser puesta a la venta si se ha sido capaz de
pacificarla antes, de demostrar que está dispuesta a someterse y obedecer. Para
ello ha sido dispuesto ese nuevo artefacto categorial que es el “espacio
público”, del que políticos y filósofos brindan la ideología y al servicio del
cual, en orden a su reificación física como lugar, los diseñadores de ciudad
conciben formas, imponen jerarquías, distribuyen significados, determinan o
creen determinar usos. Pero, indiferente a teorías, planos y planes, a ras de
suelo, afuera, mientras tanto, nada puede impedir que continúen multiplicándose
los trasiegos y entrecruzamientos infinitos de cuerpos y miradas, el merodeo de
las multitudes, la amenaza de lo inconstante, todo aquello que hasta no hace
mucho nos atrevíamos a llamar sencillamente la calle.
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