dissabte, 7 de novembre del 2015

El turista como peregrino y viajero filosófico

La foto es de Marc Javierre
Comentario para Enric Rubiella, estudiante del Grado de Antropologia Social de la UB

EL TURISTA COMO PEREGRINO Y VIAJERO FILOSÓFICO
Manuel Delgado

La idea que sugieres de que el viaje turístico es una peregrinación es del todo correcta. La analogía es, en cierto modo, literal. La noción central en la mayoría de actividades turísticas es la de una conducción que promete el contacto con una forma u otra de autenticidad, que se atribuye a las cosas y sitios visitados. De hecho, esa intuición está desarrollada en la localización del precedente de lo que hoy llamamos «turismo cultural», que gira en torno a objetos cuya presencia otorga rango o prestigio al lugar en que se custodian: el comercio de reliquias en la Europa carolingia. Mira el artículo al respecto de Patrick Geary en A. Appadurai, ed., La vida social de las cosas, Grijalbo, México DF., 1983.

De todos modos, lo que no puedes caer es el visión del turista como aquel al que se opone al perfil mucho más digno que se le atribuye ya no al peregrino, sino al viajero cosmopolita. Seguro que conoces a alguno de esos entrañables imbéciles que te dicen: "Yo no soy un turista; soy un viajero". Mema distinción, por cuanto nada les distingue en realidad, a no ser la convicción que estos últimos puedan albergar de que algún tipo de predisposición especial y más elevada permite hacer de ellos extranjeros distinguidos, ese decir distinguibles tanto del nativo como del mero visitante adocenado que va dónde le llevan, sin pensar, sin entender nada, sin gozar verdaderamente de las joyas que contempla... Distinción inútil, porque todo viajero lucha, sin conseguirlo, porque no le confundan con lo que en realidad no deja de ser: un turista altivo. 

Pero si todo viajero es un turista, todo turista reúne las cualidades del viajero, incluso el viajero místico, es decir el peregrino, entre las cuales está la de no poder dejar de pensar sobre las implicaciones del estar aquí y del estar allí, de haberse dislocado para que la experiencia de un lugar le permita distanciarse, tomar perspectiva, para evaluar de la del otro, aunque sea sólo durante unos días, incluso durante unas horas. El alejamiento y el ocio dan a cavilar y por ello, por mucho que se le desprecie, todo turista es un peregrino místico disfrazado de superficialidad, a su manera un filósofo, puesto que no hay viaje –por banal que se antoje– que no sea, por definición, filosófico. 

No olvides que no pocos pensadores emplearon el desplazamiento turístico como fuente de inspiración para algunas de sus mejores aportaciones. Fue a turistas a quienes debemos visiones acertadas y profundas de su experiencia breve y en apariencia superficial como transeúntes extranjeros, de paso por lugares en los que todo devenía de pronto significativo. Todos ellos le dieron la razón al explorador por antomasia, el capitán Richard Burton, que, en sus Vaganbundeos por el Oeste de África (1862)– aconsejaba pasear unas horas por una ciudad –como él por Funchal o Santa Cruz de Tenerife–, permanecer en ella apenas un par de días, para que se propiciase una percepción espontánea de sus cualidades sensibles, una intuición sobre su naturaleza singular que quizás una estancia más prolongada no permitiría: «No desdeñes, amable lector, las primeras impresiones de un viajero. La mayor parte de los autores de guías justifican su autoría con los argumentos de una “estancia prolongada”, un “conocimiento práctico” y una “experiencia de quince o veinte años”. Es su manera de ridiculizar al intruso audaz que, tras unas pocas horas de ronda y de cháchara, se inmiscuye en su terreno. Sin embargo, estoy convencido de que si se quiere trazar un esbozo perspicaz, bien definido, hay que hacerlo inmediatamente después de llegar al lugar, cuando la apreciación del contraste se encuentra bien fresca en la mente». 

Ten presentes los ejemplos de quienes aplicaron su talento a la breve visión de otra ciudad: Baudelaire en Bruselas, Céline en Londres, Lord Byron en Lisboa, Stendhal en Milán, Paul Klee en Génova, Nietzsche en Turin, Nerval en Basilea, Ruskin o Thomas Mann en Venecia, George Sand o D. H. Lawrence en Nápoles, Lorca en Nueva York... ¿O es que Fernando Pessoa no escribió una guía turística –ciertamente particular, es cierto– sobre aquella Lisboa que tanto amó? 

Hay libros de pensamiento importantes, escritos en la última mitad del siglo XX, cuyos autores son turistas. Por ejemplo, Pour l´Italie, de Jean-François Revel (10/18). Algunas de las observaciones más lúcidas de Ronald Barthes derivan de su experiencia como turista en Tokio –el ya mencionado El imperio de los signos– o en Marruecos –Incidentes (Anagrama)–, y acaso una de las obras más capitales del pensamiento contemporáneo, L´invention du quotidien, de Michel de Certeau (Gallimard), alcanza su punto culminante cuando su autor lanza una mirada de turista sobre Nueva York desde lo alto del hoy desaparecido Word Trade Center. Varios de los trabajos de prestigio que aquí se han mencionado –La guerre du faux, de Umberto Eco (Grasset); América, de Jean Baudrillard (Anagrama); El viaje imposible, de Marc Augé (Gedisa)– son el resultado de viajes de sus autores que no cabría dudar en calificar de turísticos. Entre lo más sabio que Lévi-Strauss ha escrito destacan sus comentarios sobre Oriente y Occidente, el pensamiento budista, el marxismo y el papel del Islam que uno puede encontrar en uno de los capítulos más importantes de su Tristes trópicos (Paidós). Pero esas consideraciones –no olvides– no nacieron de su experiencia científica como antropólogo, sino a partir de lo vivido como mero turista colocado ante las ruinas de Taxila, al pie de las montañas de Cachemira.



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