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Fragmento de La No-ciudad como ciudad absoluta, publicado en la revista que dirigiera Félix
Duque, Sileno, 14-15 (diciembre
2003): 123-131.
UNA SOCIEDAD DE MIRADAS
Manuel Delgado
La
molécula de ese espacio –espacio urbano como espacio de lo urbano– es sólo lo
que en él se mueve, su protagonista, es una figura al mismo tiempo simple y
compleja: el transeúnte. Es simple, puesto que se trata de una entidad sin
identidad, masa corpórea con rostro humano que ha devenido unidad vehicular.
Compleja, porque es capaz de abandonarse a formas extremadamente complicadas de
cooperación automática con otros como él, que pueden llegar a ser miles. Para definir y describir la práctica
ordinaria de este personaje anónimo –el peatón que se traslada de un punto a
otro de la trama de una ciudad– Michel de Certeau recurrió a categorías como trayectoria
o transcurso, a fin de subrayar como el uso de la vía pública por parte
de los viandantes implica la aplicación de un movimiento que convierte un lugar
supuesto como sincrónico en una sucesión diacrónica de puntos recorridos. Una
serie espacial de puntos es sustituido por una articulación temporal de sitios.
Ahora, aquí; en un momento, allá; luego, más lejos.
Jean-François
Augoyard, en un texto fundamental (Pas à pas. Essai sur le cheminement quotidien en
milieu urbain, París,
Seuil, 1979), nos habló de esta actividad diagramática –líneas temporales que
sigue un cuerpo que va de aquí a allá– en términos de enunciaciones
peatonales o también retóricas caminatorias. Caminar, nos dice,
viene a ser como hablar, emitir un relato, hacer proposiciones en forma de
deportaciones o éxodos, de caminos y desplazamientos. Caminar, nos dice, es
también pensar, hasta el punto de que todo viandante es en cierta manera
una especie de filósofo, abstraído en su pensamiento, que –a la manera de los
filósofos peripatéticos clásicos; o de lo que Epíceto denomina ejercicios
éticos, consistentes en pasear y
comprobar las reacciones que se van produciendo durante el paseo; o del
Rousseau de las Ensoñaciones de un paseante solitario– convierte su
itinerario en su gabinete de trabajo, su mesa de despacho, su taller o
laboratorio, el artefacto que le permite trabajar. Todo caminante es un
cavilador, rumia, barrina, se desplaza desde y en su interior. Andar es, por
último, también transcurrir, cambiar de sitio con la sospecha de que, en realidad,
no se tiene. Caminar realiza la literalidad del discurrir, al mismo
tiempo pensar, hablar, pasar.
El paseante hace algo más que ir de un sitio a otro. Haciéndolo poetiza
la trama ciudadana, en el sentido de que la somete a prácticas móviles que, por
insignificantes que pudieran parecer, hacen del plano de la ciudad el marco para
una especie de elocuencia geométrica, una verbosidad hecha con los elementos
que se va encontrando a lo largo de la marcha, a sus lados, paralelamente o
perpendicularmente a ella. El viandante convierte los lugares por los que
transita en una geografía imaginaria hecha de inclusiones o exclusiones, de
llenos y vacíos, heterogeniza los espacios que corta, los coloniza provisionalmente
a partir de un criterio secreto o implícito que los clasifica como aptos y no
aptos, en apropiados, inapropiados e inapropiables. Y eso lo hace tanto si este
personaje peripatético es un individuo o un grupo de individuos, como si, como
pasa en el caso de las movilizaciones, es una multitud de viandantes que
acuerdan circular y/o detenerse de la misma manera, en una misma dirección y
con una intención comunicacional compartida.
Esa espacio –el espacio urbano– es
un ámbito para la exhibición constante y generalizada. Es en cierto modo una
sociedad de miradas. Quienes la recorren – y
que no pueden hacer otra cosa que recorrerla, puesto que no es sino un recorrido–
basan su copresencia en una visibilización máxima, exposición en un mundo
superficial –al pie de la letra, esto es hecho
de superficies– en que todo lo que está presente de se da a mirar, ver,
observar, es decir, de todo lo accesible a una perspectiva móvil, ejercida
durante y gracias a la motilidad. Sentir y moverse resultan sinónimos, en un
espacio de corporeidades que se abandonan a un ejercicio casi convulsivo de
inteligibilidad mutua. En ese terreno cuenta, ante todo, lo observable a
primera vista, lo intuido o lo insinuado mucho más que lo sabido. Consenso de
apariencias y apreciaciones que da pie a una construcción social de la realidad
cuyos materiales son comportamientos observables y observados, un flujo de
conductas basadas en la movilidad cuyos protagonistas son individuos que esperan
ser tomados no por lo que son, sino por que parecen, o mejor, por lo que pretenden
parecer. Lo visto –eso de lo que se configura la sociedad urbana o
no-ciudad– no tiene propiamente características
ni objetivas ni subjetivas, sino más bien ecológicas, puesto que son
configuraciones materiales y sensibles –acústicas, lumínicas, térmicas–,
algunas de las cuales son permanentes –ya estaban ahí, predispuestas por el
plan urbano–, pero otras muchas son tan mutantes como la vida urbana misma.
De estos accidentes ambientales,
algunos son naturales, como los que resultan de los cambios horarios,
estacionales, meteorológicos. Otros son producto de las actividades ordinarias
–los ires y venires cotidianos– o excepcionales –celebraciones,
manifestaciones, revueltas– que transcurren –en el sentido literal del verbo–
por las calles. Buena parte de esas actividades son previsibles y confirman la
presunta naturaleza de la ciudad como establecimiento que los políticos
administran y los técnicos diseñan. Otras, en cambio, parecen desmentir la
posibilidad misma de proyectar institucionalmente un espacio sacudido en todo
momento por todo tipo de eventualidades. La no-ciudad es –para brindar una ilustración– lo que logra fotografiar
Harvey Keitel en Smoke, la película de Wyne Wang sobre un estanco en
Greenwich. Cada mañana, a las ocho en punto, el estanquero dispara su cámara
sobre un mismo punto –la esquina en que se encuentra su tienda. El sitio es el
mismo, pero es distinto cada vez; los peatones que atraviesan el encuadre fijo,
las pregnancias lumínicas o climáticas que varían día a día, lo diversifican de
manera incontable.
La no-ciudad es lo que difumina
la ciudad entendida como morfología y como estructura. En ella en cualquier
momento se pueden conocer desarrollos imprevistos. Espacio de la aceleración
máxima de las reciprocidades y de la multiplicidad de actores y de acciones, es
esa región abierta en la que cada cual está con individuos que han devenido,
aunque sólo sea un momento, sus semejante; una posibilidad realizada; espacio
potencial que existe en tanto que diferentes seres humanos se abandonan en él y
a él a la escenificación de su voluntad de establecer una relación, ya sea ésta
frágil o intensa, molar o molecular, aunque se base en una inicial mutua
indiferencia. Su condición heterogenética es el resultado de que las codificaciones
nacen y se desvanecen constantemente en una tarea innumerable. Lo que luego
queda no son sino restos de una sociabilidad naufragada constantemente, nacida
para morir al poco, y para dejar lo que queda de ella amontonándose en una vida
cotidiana hecha toda ella de pieles mudadas y de huellas. Alrededor del
viandante sólo está el tiempo y sus despojos, metáforas que ya no significan
nada, pero que quedan ahí, evocando para siempre su sentido olvidado.