La foto es de Sergio Patiño |
En diciembre de 1996 resultaron premiados unos décimos de loteria que una empresa constructora del Baix Llobregat había regalado a cargos y funcionarios de diversos ayuntamientos de la comarca. El asunto suscitó una agria polémica cuando los empleados que no habían recibido el obsequio, y por tanto se quedaron sin premio, participaron a la prensa su malestar. A raíz de aquello publiqué este artículo en El Periodico de Catalunya el 5 de enero de 1996.
SOBORNOS Y REGALOS
Manuel Delgado
Nadie puede pretenderse completamente puro. Excepto los
tertulianos radiofónicos, cuya naturaleza no es exactamente humana, todos
hacemos con cierta frecuencia cosas irregulares. Vulnerables como somos, no
sólo sufrímos tentaciones, sino que a veces caemos en ellas. Porque sólo se
prohíbe aquello mismo que se concita, toda norma institucionaliza su
transgresión. En ese orden de cosas, todo regalo implica una forma elemental de
corrupción. En efecto, un regalo se hace sólo a cambio de otro regalo –bien o
servicio- que se considera equivalente. Dicho de otro modo, el regalo o salda
un débito contraído o lo inaugura. Si quisiéramos ser plenamente íntegros,
deberíamos rechazar cualquier regalo que se nos hiciese, por cuanto sólo
podríamos ser justos en nuestra relación con los demás en la medida en que “no
le debiéramos nada a nadie”. En resumen, un regalo siempre compra de algún modo
la voluntad del receptor. Tal mecanismo –presente ebn todas las sociedades
conocidas- se acelera por estas fechas, en las que todos nos entregamos a un
delirio colectivo consistente en untarnos los unos a los otros
generalizadamente. Sin ir más lejos, esta noche millones de padres comprarán en
especies la alegría de sus hijos.
Una práctica habitual ha sido, desde siempre, la de que
los empleados cuya tarea principal consiste en atender al público reciban de
éste algún tipo de pequeño regalo –“un detallito”-, como compensación o
anticipo a cuenta de la amabilidad en el trato. La botella de cava o el puro
distribuidos en Navidad por un cliente generoso está en esa línea, y los
empleados de la Administración no han sido una excepción. Habrá quien recuerde
la vieja costumbre de que los automovilistas dejasen obsequios navideños al pie
de la peana desde la que los urbanos dirigían el tráfico. El aguinaldo que el
barrendero, el farolero o el cartero recaudaban de puerta en puerta hasta
tampoco hace tanto constituía también una dádiva del mismo tipo.
Es obvio que las participaciones de lotería de Navidad
que una cooperativa de trabajadores venía repartiendo desde hacía algunos años
entre políticos y funcionarios de los municipios del Baix Llobregat,
pertenecían a esa modalidad leve de corrupción. Se trataba de un presente
modesto –casi simbólico-, puesto que, como podremos comprobar hoy mismo, día
del sorteo del Niño, el rasgo principal de los décimos de lotería es que nunca
nos tocan a nosotros.
Ahora se ha armado un colosal embrollo como consecuencia
de que los aparentemente inocentes boletos han sido agraciados con un
multimillonario premio. La turbulencia política que ello ha ocasionado está
determinada por el hecho de que un objeto regalado ha pasado de no valer
absolutamente nada a representar decenas de millones. Con ello, el principio
intercambiario se ha alterado, puesto que no es lo mismo devolver en forma de
favores un décimo premiado que uno sin premiar, pero también se ha planteado un
complicado problema ético, relativo a qué hacer con el dinero recibido por unos
ayuntamientos nada más y nada menos que del mismísimo cinturón rojo de
Barcelona, siendo como son no pocos de los beneficiarios militantes de una
opción –IC- que se presenta como el colmo de la escrupulosidad moral.
En todo esto hay varias historias intercaladas, algunas
bastante sórdidas, otras casi cómicas, cada una merecedora de tratamiento
aparte. Entre ellas destaca la de la injusta discriminación que en algunos
municipios se ha hecho, a la hora de repartir, entre cargos políticos y
trabajadores. Pero lo que se discute aquí es hasta qué punto es condenable de
por sí que servidores públicos reciban algo de alguien. Un libro, un llavero o
una invitación a merendar –cosas todas ellas más valiosas que un décimo no premiado-,
¿colocan al funcionario receptor más allá de los límites de la decencia
política?
El otro día, un alumno mío que sabía de mi condición de
padre –y con el que he quedado automáticamente en deuda- me regaló –a mí, que
soy un funcionario público- unos vales para el Tibidabo. ¿Me he ensuciado yo
también las manos? ¿Estoy fuera de la ley? ¿Debo entregarme a la justicia?
Decididamente, la exigencia puritana de integridad a toda
costa que nos invade, lleva el camino de volvernos a todos locos. Y es que no
se quiere aceptar que es imposible una vida política completamente inmaculada,
que existe un nivel de corrupción que es estructural y que sólo merece ser
combatido cuando excede cierto punto de volumen o de indiscreción.
Pero hay más. Parece ser que el que un empleado público
acepte dádivas en consideración a su función está castigado por el artículo 390
del actual Código Penal y por el 426 del que entra en vigor este año. Y aunque
no sea estrictamente funcionarios públicos, ¿qué ocurre entonces con los
regalos que suelen recibir altas instancias del Estado, como el presidente del
Gobierno o de la Generalitat o el propio Rey, con motivo de todo tipo de
visitas o recepciones oficiales? Se dirá que esos obsequios pasan directamente
al patrimonio nacional –atenuante que no estoy seguro de que esté recogido por
la ley-. Pero, ¿acaso eso no empeora todavía más las cosas, puesto que hace
objeto del soborno no a la personalidad que recibe el regalo en sí, sino a la
propia institución que representa? Yo sólo pregunto.