dissabte, 18 de juliol del 2020

Anticlericalismo y clase obrera en la España contemporánea


Inicio de la conferencia pronunciada en la Columbia University de Nueva York, el 10 de octubre de 2012, en el marco de un seminario sobre Catalunya y el movimiento obrero.

ANTICLERICALISMO Y CLASE OBRERA EN LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA
Manuel Delgado

Bien podríamos coincidir de entrada en que el anticlericalismo no es tanto una ideología o una corriente histórica, sino más bien una compleja nebulosa de acontecimientos y líneas de acción y pensamiento muy diversos y hasta contradictorios entre sí. No obstante, si fuera pertinente buscar un elemento que inspirase en común esa pluralidad de causas y expresiones –de las programáticas a las violentas– acaso sería el de la urgencia por desactivar la autoridad de la Iglesia sobre el conjunto de la sociedad como estratégica en orden a la plena incorporación a la modernidad, es decir a las grandes dinámicas de politización, urbanización e industrialización que, a su vez, exigían una secularización de la organización del mundo en general, es decir al repliegue de la trascendencia religiosa a la esfera íntima o privada y, con ello, la implementación del sujeto autónomo, responsable y soberano del que dependería el nuevo modelo de sociedad. 

Ello implica que el anticlericalismo tuvo que ser un factor doctrinal y práctico determinante a la hora de transitar –por evocar las figuras sociológicas clásicas propuestas por Tönnies– de la Gemeinschaft –relaciones personales de intimidad y confianza, vínculos corporativos y colectivos, relaciones de intercambio, sistema divino de sanciones– a la Gesellschaft –relaciones impersonales entre desconocidos, vínculos independientes y contractuales, sistema de sanciones seculares...–, un tránsito que requería que los individuos se sustrajesen de la dominación de símbolos e instituciones sagradas externas y asumiesen el imperativo de elegir sus propias reglas morales, puesto que la vida social había dejado de tener el sentido único y obligatorio que la religión –en este caso de denominación católica– imponía desde fuera. De hecho, bien podría decirse que era contra la institución religiosa de la cultura –más que contra la Iglesia en sí– que el anticlericalismo imponía actuar, y hacerlo de forma expeditiva en aquellos contextos en que la perentoriedad de desarrollar y culminar las dinámicas de modernización lo exigía, como probablemente sería el caso español contemporáneo.

Por su compromiso con el proceso de secularización del mundo el anticlericalismo se integra como pieza nodal en el programa del librepensamiento reformista burgués del siglo XIX. En ese sentido, podría sostenerse que no existió de hecho un anticlericalismo propiamente «popular», cuanto menos en el plano ideológico,  en primer lugar porque la división entre católicos y clericales no se desplegaba en un plano vertical, acompañando la estructura de clases de la sociedad, sino que lo hacía horizontalmente, secando las propias clases populares. Decir que el pueblo o la clase obrera eran anticlericales es ignorar que el enfrentamiento entre creyentes o participantes en los ritos e iconoclastas tenía lábiles frentes, en que eran asiduos los «agentes dobles» y que se desarrollaba cabalgando otros códigos, como los del género, la familia, la autoridad de los ritos externos, los códigos culturales relativos a la violencia, etc. Sería mucho más propio hablar de la adopción por parte de la clase obrera de elementos del librepensamiento burgués que los reformistas republicanos y masones habían sido capaces de ofrecer como un sistema de racionalización altamente eficaz, sobre todo en la medida en que constituía un criterio claro y comprensible de distribución de culpa, perfecto en orden a atribuir la responsabilidad de los aspectos más ingratos, inciertos y traumáticos del propio proceso de modernización a un enemigo fácilmente reconocible y sobremanera vulnerable –el clero–, sobre el que podía dirigirse la indignación popular, sin afectar para nada otras instancias gubernamentales o económicas mucho más estratégicas.

Recuérdese que ese fue el argumento que alimentó las recurrentes advertencias socialistas a propósito de la condición que el anticlericalismo tenía de exutorio que apartaba a la clase obrera de sus verdaderos intereses de clase. Está claro que, en cambio, es al republicanismo radical al que le corresponde un mérito mayor a la hora de popularizar, muchas veces siguiendo un estilo demagógico, el anticlericalismo ilustrado y ello explica en buena medida su asunción como herencia por parte de los anarquistas. Ahora bien, también en ese caso conviene contemplar el anticlericalismo libertario como un elemento prestado y convertido en acción directa sólo de manera relativa. En Catalunya, la huelga general de 1902, que capitanean los anarquistas, n0 incorpora objetivos eclesiales, salvo algún caso como el incendio de los maristas de Sabadell. Con alguna excepción aislada en poblaciones como Sollana, los levantamientos anticaciquiles que se registran entre 1931 y 1934 en el campo español –Castilblanco, Arnedo, Villa de Don Fadrique, Casas Viejas, Jeresa...– no prestan una atención especial al clero. Durante la revolución anarquista de enero de 1933 los ataques a edificios religiosos son escasos, al menos si los comparamos con los producidos contra infraestructuras, instalaciones militares o policiales o domicilios de patrones; sólo en la provincia de Granada los ataques contra locales religiosos son significativos. El comité revolucionario que encabeza la insurrección asturiana de 1934 trata de impedir unos estallidos anticlericales que parecen escapar de su control. 

Por lo que hace al aspecto doctrinal, los artículos anticlericales que aparecen en la prensa libertaria o las teorías de Ferrer i Guàrdia no hacen más que demostrar los vasos comunicantes que los hacer derivar del argumentario masón y republicano-federal que representarían Lerroux o Nakens. En las notas taquigráficas en que se recogen los acuerdos tomados en el congreso confederal en Zaragoza en febrero de 1936 no hay una sola referencia al papel de la Iglesia en la situación revolucionaria que se estaba gestando. Ni siquiera es del todo justo atribuir en exclusiva –como se ha hecho– los desmanes anticlericales del verano de 1936 a la FAI, considerando la abundancia tanto de descalificaciones internas como de excepciones prácticas.

Probablemente por ello, en contextos urbanos los motines antieclesiales han aparecido casi siempre como la consecuencia no de la acción consciente y organizada de la clase obrera en tanto que tal, sino más bien actuaciones espontáneas no controladas directamente por partidos o sindicatos de izquierda y que son atribuidas a turbas desbocadas o a la actuación de elementos incontrolados, incluso no pocas veces a conspiraciones contrarrevolucionarias. Así fue en los desmanes sacrílegos y los ataques contra el clero que conocen las ciudades españolas con el trasfondo de las guerras carlistas a lo largo del siglo XIX, en la llamada Semana Trágica de 1909 –en la que los ataques se achacan a un plan desviacionista de los radicales–­ o inmediatamente después de la proclamación de la República en 1931, cuando la quema de conventos es asociada a la reacción monárquica ante el cambio de régimen. 

En el caso particular de las semanas posteriores al levantamiento militar de julio de 1936, llama la atención como en comunidades más pequeñas, en escenarios rurales y campesinos sobre todo, se repiten los relatos en que la quema de imágenes y el asesinato ritual de curas y frailes insiste en atribuir la responsabilidad a una especie de destacamentos de extraños que llegan a las poblaciones y, sin el concurso y muchas veces  venciendo la resistencia de sus habitantes –incluyendo las fuerzas revolucionarias locales–, proceden a un protocolo que siempre es el mismo o se parece y que consiste en la destrucción de objetos litúrgicos y lugares de culto, así como en la ejecución pública del párroco. Recurrentes testimonios orales y escritos insisten en esa misma escenificación de la destrucción de lo sagrado y de los crímenes rituales mostrándolos como la consecuencia de la irrupción de forasteros feroces ávidos de sangre y destrucción, una especie de ángeles exterminadores que acuden al lugar enviados por un proceso de urbanización e industrialización que conocen ciudades o poblaciones mayores cercanas. Su misión: acabar con un universo tradicional que conoce así, atrozmente, su ineluctable condena a muerte de manos de un nuevo mundo que, indiferente u hostil ante las estructuras sociales tradicionales, ha hecho brutal acto de presencia procedente de ese exterior que se teme y que acecha.



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