LÁBILES LENGUAS
Manuel Delgado
La sociedades complejas actuales suelen estar compuestas por grupos étnicos
que se niegan a renunciar a las singularidades que les distinguen. Estoy
entre quienes piensan que la variedad de lenguas y costumbres en un mismo
marco social es un patrimonio, al tiempo que un factor de integración civil
de grupos humanos unidos por aquello mismo que los separa. Se sabe, es
cierto, que una igualdad total entre esos grupos diferenciados es imposible
y que uno de los segmentos culturales presentes ‑el mayoritario o el de mayor
prestigio‑ acabará resultando dominante, lo que no es incompatible con un
trato de respeto e incluso de protección hacia los otros colectivos con
los que ha de convivir.
En las antípodas de ésta, otra actitud combate lo plural en nombre de la
homogeneización cultural de la sociedad. Un ejemplo de ese tipo de posturas
lo tenemos en la agresividad que contra las instituciones y símbolos catalanes
están desplegando ciertos ambientes político-periodísticos ultraespañolistas,
incapaces ya de continuar disimulando la condición fascistizante y
progolpista de sus argumentos.
Ese intento neofranquista de borrado de la realidad multicultural del
Estado español está empleando como caballo de batalla la descalificación de
una política lingüística que, unanimemente consensuada en su momento, aspira
a restituir el catalán en el lugar preponderante que le corresponde como
idioma de la etnia anfitriona, en este caso la catalana, un asunto que
motivara a Claudi Esteva Fabregat, a quien la Universitat de Barcelona rendía
justo homenaje hace poco, a escribir un libro fundamental: Estado, etnicidad y biculturalismo
(Península). La demagogia anticatalana en ese campo se basa en una falsa
realidad: la de la existencia en Cataluña de una comunidad castellanoparlante
exenta. Cualquier observador puede constatar lo normal que resulta
que los hijos y nietos de los emigrantes hablen catalán y hasta qué
punto es insólito que la lengua intervenga como un factor determinante a la
hora de establecer vínculos de amistad o parentesco.
Una serie de TV3 recientemente concluida plasmaba con tino esa labilidad de
las fronteras etnolingüísticas en Cataluña. Me refiero a "Oh,
Europa!", que venía a defender lo impuro y bastardo como aquello de lo
que los catalanes extraían su personalidad nacional y su fuerza histórica y
cultural. Esa Cataluña en miniatura que era el grupo de turistas en gira
por Europa incluía dos personajes castellanoparlantes, excelentemente
interpretados por Montserrat Pérez, como esposa y madre de nacionalistas
convencidos, que la adoraban, y por Paco Alonso, en el papel de entrañable
papá gai que viajaba con su hijo ‑"¡Te he dicho que no me llames mamá,
llámame Margot!"‑, también homofílico, pero catalanohablante. Memorable
aquella escena del capítulo final en que ambos prorrumpen a hablar en catalán,
como el resto, en presencia de las gentes del último de los países visitados:
España. Se reafirmaban, así, en una identidad que sólo entonces y allí podría
haberse antojado dudosa.