Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 8 de agosto de 2001
LA
IDENTIDAD DE LOS CATALANES
Manuel Delgado
La clausura de la última escuela de verano de la Joventut
Nacionalista de Catalunya sirvió para que el presidente de la Generalitat plantee
con claridad la urgencia de trabajar en un proyecto de país –Catalunya– que no
tuviera como eje ni único ni principal la noción de identidad cultural. Con
ello no hacía sino explicitar un cambio de rumbo en la definición de la
catalanidad que se aprecia en el discurso nacionalista, un cambio que se
orienta cada vez más en el sentido de una renuncia a las presunciones
esencialistas en favor de un mayor énfasis en los valores de ciudadanía como la
materia prima de toda convivencia democrática entre distintos. El proyecto de
una Carta de derechos y deberes de los catalanes que se presentará pronto en el
Parlament, como iniciativa de su propio presidente, Joan Rigol, es una prueba
de cómo esa relectura en clave cívico-social de la condición de catalán está
siendo asumida por las propias instituciones.
Ni que decir tiene que esa redefinición ideológica no
puede separarse del aumento de la
población inmigrada en Catalunya, fenómeno que una reciente encuesta ha
colocado en el primer lugar de las preocupaciones ciudadanas. Esa pluralidad
humana que no deja de crecer no podrá hacer nunca suyo un proyecto de país que
se base en rasgos compartidos y sólo podrá ser integrada si se acepta que lo
que da identidad a los catalanes no es tanto su cultura como su sociedad.
Cualquier catalanidad que se
presuponga fundada en contenidos culturales positivos –lengua, costumbres,
pasado histórico, carácter, religión...– acabará, se quiera o no, resultando
excluyente, en la medida en que un número cada vez mayor de personas avecinadas
en Catalunya no estará en condiciones de demostrar que los comparte. En cambio,
establecer que lo que convierte en catalán a alguien es la participación en una
vida común por definición compleja e incluso eventualmente conflictiva es una
garantía de que todo aquel que esté
–y por el simple hecho de estar–
merecerá ser considerado como ciudadano catalán a todos los efectos, sean
cuales sean sus adhesiones culturales particulares.
El problema con que topará esa reconsideración doctrinal
sobre el lugar de la identidad en la construcción nacional de Catalunya es cómo
convencer de su premura y de su inevitabilidad a las propias bases del
nacionalismo conservador. Invitado a una discusión con Bienve Moya y la consellera de Enseñanza, Carme-Laura
Gil, sobre las relaciones entre identidad y globalización en aquel mismo
contexto –la escuela de verano de la JNC–, poco antes de la intervención del
President, tuve que escuchar como los asistentes repetían invocaciones a una
supuesta personalidad cultural de los catalanes de la que el idioma, la
historia y el temperamento eran ingredientes insustituibles. Es decir, vuelta a
premisas del tipo: «El poble és un
principi espiritual, una unitat fonamental dels esperits, una mena d´ambient
moral que s´apodera dels homes i els penetra i els emotlla des que neixen fins
que moren» (Prat de la Riba, La
nacionalitat catalana, 1906). Premisas que el propio Pujol suscribía en
1976, definiendo la identidad catalana como «una personalitat col·lectiva dotada de coherència i capacitat formativa
capaç per tant de donar una definida i operativa manera de ser als seus homes»
(La immigració, problema i esperança de
Catalunya).
Como se ve, el pensamiento de Pujol ha seguido un proceso
que ha acabado reconociendo que la singularidad de Catalunya reside más en el
dinamismo de su sociedad que en sus inercias culturales. En cambio, un segmento
importante de militantes nacionalistas parece tener graves dificultades a la
hora de asumir ese cambio de registro y sigue entendiendo que la catalanidad es
un conjunto de cualidades místicas unificadoras –una mentalidad, un carácter,
una forma de ser– que permite jerarquizar a los presentes en el territorio en
función de su grado de impregnación de tales virtudes primordiales, al tiempo
que excluye a los incompatibles con ellas.
Pero, ¿la identidad de los catalanes es eso? ¿Una especie
de principio metafísico que los posee, sólo que a algunos más que a otros? ¿O
más bien una articulación en movimiento constante que conforman las maneras de
hacer, de pensar y de decir de todos aquellos que se consideran a sí mismos
catalanes y que, haciéndolo, deberían recibir automáticamente y de golpe el
pleno derecho a serlo?