divendres, 28 de juny del 2013

Algunas cosas sabidas, pensadas y vividas en relación con el proceso soberanista en Catalunya

Cabecera de L'Insurgent, órgano de Estat Català-Partit Proletari,  luego Partit Català Proletari ,
uno de los partidos que conformaron el PSUC

Palabras de apertura de las III Jornades Doctorals en AntropologIa de la Universitat de Barcelona, el 3 de junio de 2013

ALGUNAS COSAS SABIDAS, PENSADAS Y VIVIDAS EN RELACIÓN CON EL PROCESO SOBERANISTA EN CATALUNYA 
Manuel Delgado

Una vez llegó a mis oídos que un colega que creía amigo me censuraba a mis espaldas reprochándome que me ocupara con demasiada asiduidad de cuestiones "de actualidad". Era cierto, como lo era que en nuestro mundo académico está mal visto pronunciarse acerca de lo que algunos consideran cuestiones mundanas, alejadas o ajenas a los rigores del trabajo científico. Acaso tengan razón, pero lo cierto es que no siempre puede uno sustraerse de decir lo que piensa sobre cuestiones de su tiempo y lugar, aunque trate siempre de hacerlo desde la perspectiva disciplinar en que está inscrito. Se es consciente de que seguramente lo propio sería mantenerse sabiamente a distancia, como si nuestro reino no fuera de este mundo. Pero lo es y es por ello que se me permitirá que, a la hora de abrir estas III Jornadas del programa d'Estudis Avançats en Antropologia Social de la UB, diga algunas cosas que creo que sé, que he pensado y que he vivido, de cuyo precipitado resulta una determinada postura política en relación al proceso que es posible que acabe desembocando en la independencia de Catalunya.

¿Qué sé o creo saber? Sé, como antropólogo social, que el nacionalismo en su forma contemporánea guarda una notable analogía con la religión, de la que vendría a ser su sucedáneo, no sólo porque parece conformado como un sistema de mitos y ritos, sino sobre todo porque los procesos de secularización que, a partir de la Ilustración, acompañaron las distintas vías de acceso a la modernidad le asignaron una tarea de articulación ideal y emotiva de la sociedad idéntica a la que habían desempeñado hasta entonces cultos y credos. Ahora bien, si la antropología nos ha enseñado algo importante es que las conductas religiosas explícitas o implícitas no deben ser estudiadas sino en acción, es decir en función de su despliegue en contextos concretos y de las funciones que cumplen y los objetivos que satisfacen o tratan de satisfacer en cada uno de ellos. Lo mismo por tanto por lo que hace al nacionalismo, que en sí mismo no es mucho más que un conjunto de certezas generales, una forma a la que le corresponden contenidos no ya distintos, sino con frecuencia antagónicos, y cuya eficacia movilizadora puede aparecer invertida al servicio de causas y metas que no pocas veces se antojan incompatibles entre sí, a pesar de que invoquen entidades místicas –la patria, la historia, la tradición, la raza, la cultura, la ciudadanía...– idénticas.

Digamos que los cultos patrióticos aparecen implicados en procesos muy distintos entre sí, entre los cuales es evidente que un buen número tienen que ver con la constitución y el mantenimiento en Estados que, desde su misma formación, han aspirado a la homogeneidad o cuanto menos a la congruencia de sus componentes identitarios y que han visto como una fuente de ansiedad cualquier desmentido de la uniformidad buscada, castigando o excluyendo a los sospechosos de haber vulnerado o cuestionado las fronteras simbólicas que protegen de los peligros que acechan toda supuesta esencia. Para ello esas entidades nacionales no han dudado en negar o vulnerar el derecho de otros colectivos a reclamar en su seno una identidad propia, por construida y artificial que esta fuera también, pero que nunca lo sería más de aquella otra que pretende subsumirlas. En ese sentido es cierto lo que a veces se afirma de que lo que se opone a un nacionalismo suele ser otro nacionalismo o, al menos, una identidad en apariencia alternativa a la nacional o étnica, que sería la del cosmopolita, que, como todo el mundo sabe, es aquel que esté donde esté, vaya donde vaya, siempre se sentirá por encima de los demás. Es decir, todo nacionalista se siente y se sabe superior a los demás nacionalistas, aunque siempre será superado por quien se proclama "ciudadano del mundo", que estará seguro de que tiene motivos para considerarse a si mismo superior tanto a unos como a otros.

También sé hasta qué punto el nacionalismo ha tenido expresiones agresivas y devastadoras, acaso intensificadas en fases históricas recientes como consecuencia de las grandes inercias de la homogeneización cultural que acompaña la economía capitalista y su implementación global, que conllevan un desdibujamiento de los perfiles y de los límites culturales y suscita un mundo cada vez más invertebrado y modular, más regido por códigos desconocidos. Frente a esa consciencia de crisis e inseguridad, a la proliferación de espacios abstractos como los cibernéticos, al flujo constante de capitales y verdades, al aumento de las interrelaciones y las mixturas..., se desvanece toda ilusión de pureza y se busca el contrapeso de tal frustración en autenticidades que, ajenas al mundo, no pueden ser más que puramente teóricas y encontrar su confirmación sólo en el dogmatismo ideológico o en la efusión sentimental. En casos extremos, sólo la violencia fanática podrá restablecer esa unidad nunca conocida, pero que se puede sentir como perdida o enajenada. Ante la fragilidad de lo real, sólo queda ya la estabilidad inmutable de las identidades más feroces, aquellas que se alimentan de sus propios frenesís, que serán tanto más severos cuanto más se empeñe la experiencia en desmentirlos y que no dudarán en aplastar, en cuanto sea preciso, aquello o aquellos que se atrevan a recordarle que sólo puede existir como sueño para unos y pesadilla para otros.

Ahora bien, una vez constatado que, en efecto, tanto la exclusión como la inclusión forzosa de grupos humanos es hoy ejecutada en base a argumentos en clave identitaria, también forma parte de lo sabido que no es menos cierto que la identidad étnica o nacional –siendo esta última la politización de la primera– puede servir –y sirve con idéntica eficacia– para que esos mismos grupos sociales maltratados busquen precisamente en la proclamación de su identidad –no pocas veces aquella que se les asignó con fines estigmatizadores– un instrumento a través del cual sintetizar sus intereses particulares y la lucha por su emancipación. Como ocurre con las demás religiones, el nacionalismo puede ser un instrumento de dominación, pero también un estímulo para la impugnación de los poderosos y el desacato. Sabemos bien que ese ha sido el caso de todos los conflictos antiimperialistas, de todas las guerras de liberación nacional y que ha aparecido con frecuencia al lado o atravesando vindicaciones de sectores que se deciden a poner fin a la inferiorización de que son víctimas. Ese uso del diferencialismo como activo o reactivo en pos de la equidad se basa en un postulado lógico, cual es que para que alguien o algo sea reconocido como sujeto –colectivo, en este caso– igual a los demás sujetos es indispensable haber sido habilitado antes como entidad diferenciada y diferenciable en condiciones de interpelar o ser interpelada por no importa que administración política centralizada, incluso aquella contra la que se está en lucha.

Lo que es incuestionable es que cada configuración histórica y cultural ha conocido maneras distintas de actuar ese emulsionador libre, por así decirlo, que son los sentimientos e ideas nacionalistas con otros componentes de cada realidad, dependientes a su vez de su propio desarrollo económico, de la correlación de fuerzas sociales presentes o de las relaciones entre sociedad civil y Estado, entre otros factores, haciendo que un mismo nacionalismo haya podido recibir apropiaciones del todo distintas al interseccionarse con variables como la clase social o la religión. El caso catalán es bien significativo al respecto. No cabe discutir que un cierto nacionalismo cultural apareció al servicio de los intereses de la burguesía industrial frente al freno que para sus objetivos suponía un Estado central incompetente en orden a garantizar el acceso a la plena modernidad. Pero no es menos cierto que importantes sectores populares asumieron el catalanismo como un elemento cohesionador que reforzara en clave nacional sus luchas. 

En cualquier caso, el ejemplo catalán vuelve a poner de manifiesto como la asunción de una identidad étnica o nacional no puede ser entendida al margen de la manera como fracciones sociales con intereses y objetivos específicos la emplean como fuente de legitimidad. Dicho de otro modo: tanto las formalizaciones doctrinales como a las emanaciones sentimentales de tipo patriótico sólo deberían resultar comprensibles como la manifestación de conflictos en el seno de una estructura social dada, usufructo concreto de un referente permanentemente móvil y, por tanto, procurador de todo tipo de sombras y ambivalencias. 

Hasta aquí lo sabido. Pero también está ahí lo vivido. Entra en juego en este caso la experiencia de quien fuera un chava del barrio de Hostafranchs, un hijo de charnegos que intentó amar y creyó posible una España republicana que ahora contempla la más remota de todas las posibilidades; que inició su militancia comunista de ahora mismo a los 14 años y que desde entonces vivió inmerso como inseparables doctrinalmente las reclamaciones nacionales catalanas y de clase..., una apreciación que compartía la policía política franquista con su obsesión de definir a los suyos como "rojos separatistas". Pero esos son sólo algunos elementos reconocibles como políticos que destacan en un tumulto de recuerdos biográficos del que emanan a borbotones imágenes, texturas, olores, sabores y sonidos. Esa identidad no es en realidad ninguna identidad, puesto que no aceptaría ser reducida a unidad alguna. Como toda identidad, no es otra cosa que un incierto nudo entre materiales vivenciales incomprensibles por separado. Los elementos de esa identidad magmática conformarían un continuo cuyos elementos sólo se distinguirían entre sí a partir de principios lógicos de analogía y correspondencia. Esa identidad puede ser experimentada, pero no pensada. Para hacerla inteligible es preciso convertirla de continua en discreta, de analógica en digital. Es entonces cuando la identidad se convierte en identificación que te permite o le permite a otros distinguirte a partir de tu ubicación en una trama clasificatoria en que toda diferencia se convierte en oposición. 

Es entonces cuando las circunstancias obligan a esa brutal simplificación que convierte la fragmentaria, compleja y contradictoria experiencia de cada cual en adhesión forzada o voluntaria, a veces hasta entusiasta, a una etiqueta sin la cual no es posible salir a jugar a la historia. Puestos a convertir lo sabido y lo vivido en decisiones políticas, concluyes que una ecúmene confraternal entre los llamados "pueblos de España" es la más improbable de las quimeras. Piensas que acaso puedas rescatar a Catalunya de los parásitos sociales que se han pasado décadas vendiéndola y ahora proclaman suya. Te imaginas que acaso se está ante una oportunidad irrepetible de volver a empezar y de inaugurar otra forma de vivir y convivir. Has entendido que, interpelado por los hechos, tienes que elegir, con la intuición de que lo más probable es que en algún lugar cercano del camino te espere la decepción. Pero los tiempos que corren no te esperan y uno acaba sumergiéndose en los acontecimientos creyendo que los protagoniza y que su devenir depende de ti. Consciente de su propia ingenuidad se siente uno entonces vanidosamente llamado..., y acude. 




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