La foto procede de flickr.com/photos/cubagallery/ |
ESPACIO PÚBLICO: IDEALISMO Y
VERDAD
Manuel Delgado
A la materialización del espacio público teórico
se le asigna la tarea estratégica de ser el lugar en que los sistemas
nominalmente democráticos ven o deberían ver confirmada su falsa verdad
igualitaria, el terreno en que se ejercen los derechos de expresión y reunión
como formas de control sobre los poderes y desde el que esos poderes pueden ser
cuestionados. Lo que antes era tan solo una calle o una plaza son obligados ahora
a convertirse a toda costa en lo que se supone que deben ser: ámbitos en que
reina una ininterrumpida y generalizada negociación de todos con todos, a cargo
de seres humanos que han alcanzado el derecho al anonimato y que juegan con los
diferentes grados de la aproximación y el distanciamiento, pero siempre sobre
la base de la libertad formal y la igualdad de derechos, todo ello en una
esfera de la que todos pueden apropiarse, pero que no pueden reclamar como
propiedad; marco físico oficial de lo político como campo de encuentro
transpersonal y región sometida a leyes que deberían ser garantía para la
equidad. En otras palabras: lugar para le mediación entre sociedad y Estado –lo
que equivale a decir entre sociabilidad y ciudadanía–, organizado para que en
él puedan cobrar vida los principios democráticos que hacen posible el libre
flujo de iniciativas, juicios e ideas.
Todo ello no es ajeno a que la incorporación en las tres últimas décadas
–y no mucho más allá– del concepto de espacio público al discurso teórico y la
práctica profesional de urbanistas y arquitectos haya implicado una suerte de
solapamiento o confusión entre el espacio público hiperconcreto que son la calle
y la plaza como quintaesencias del espacio social, y el espacio público metafísico
provisto por la filosofía política, asociado al proyecto republicano de
sociedad civil. La realización de esa síntesis es una misión asignada por los detentadores
del espacio público legal –la administración política y las elites cuyos
intereses económicos y de legitimación simbólica ejecuta– en orden a elevar el
tono moral de los territorios urbanos de su propiedad, crecientemente puestos a
la venta como suelo o como paisaje. Todo ello enmarcado en las grandes dinámicas
de gentrificación, terciarización y tematización que han vivido las ciudades contemporáneas,
procesos cuyo arranque coincide precisamente con la irrupción con fuerza de la
noción de espacio público tanto en los discursos políticos oficiales sobre el
hecho urbano como en los dialectos técnicos con los que urbanistas y arquitectos
han acompañado sus intervenciones sobre huecos urbanos en las últimas tres
o a la sumo cuatro décadas.
En resumen. El diseño de ciudades desde la arquitectura y el urbanismo
ha recibido de las autoridades y las minorías dirigentes el encargo de caracterizar,
diferenciar y calificar formalmente los mismos territorios sobre los que ellas
actuaban pedagógica, jurídica y, en última instancia, policialmente. Su tarea
ha sido la asignar y distribuir plusvalías simbólicas, una serie de valores de
alguna manera superiores a los espacios urbanos, rescatándolos de su opacidad
crónica, redimiéndolos de lo tenían de paradójico, contradictorio, fragmentario…
Objetivo: convertir lo que era –la
maraña gestionada desde dentro de aconteceres que conoce la calle– en lo que debía ser, esto es la sustantivización
espacial de los ideales del igualitarismo democrático oficial. Consecuencia al
fin de la percepción de que ese espacio público como marco de y para lo social
no como estructura, sino como proceso permanente e inacabado de estructuración,
es justo casi lo contrario del espacio público al que se refiere la ilusión
ciudadanista, que no puede ser más que una quimera que nadie ha visto ni verá
jamás en realidad, sueño imposible de una clase media universal que desearía
vivir en un mundo todo él hecho de consensos negociados y de intercambios
comunicacionales puros entre seres libres, iguales y responsables, un mundo sin
desasosiegos, sin sobresaltos, sin luchas.
El espacio público que está y siempre ha estado ahí afuera –la calle,
la plaza– no es el mero resultado de una determinada
morfología, sino ante todo de una articulación de cualidades sensibles que
resultan de las operaciones prácticas y las esquematizaciones tempo-espaciales
en vivo que procuran sus usuarios. En ese espacio el conflicto es un
ingrediente casi consustancial. Es más: vive de él, se alimenta de lo mismo que
no deja nunca de alterarlo. En el idealismo del espacio público que manejan las
retóricas filosófico-políticas –y al que remiten la mayoría de intervenciones
sobre la ciudad a cargo de profesionales— el conflicto es inconcebible, puesto
que ese espacio público en que sueñan, sobre el que legislan y que planifican,
existe para negar y mostrar como monstruosa su mera insinuación. En él sólo caben
aquellos que estén en condiciones de confirmar la ficción de un terreno neutral
en el que segmentos sociales con identidades e intereses incompatibles han decretado
una tregua indefinida en sus antagonismos.
Por supuesto que, en ese contexto, las operaciones proyectuales
destinadas a generar “espacios públicos de calidad” no hacen sino brindar un nuevo
vehículo de expresión y actuación a la antigua agorafobia de los poderes, siempre
ávidos por domeñar lo urbano como máquina azarosa e imprevisible, verdad
palpable siempre predispuesta al desacato, nunca plenamente gobernable. Se sabe
que una ciudad sólo puede ser puesta a la venta si se ha sido capaz de pacificarla
antes, de demostrar que está dispuesta a someterse y obedecer. Para ello ha
sido dispuesto ese nuevo artefacto categorial que es el “espacio público”, del
que políticos y filósofos brindan la ideología y al servicio del cual, en orden
a su reificación física como lugar, los diseñadores de ciudad conciben formas,
imponen jerarquías, distribuyen significados, determinan o creen determinar
usos. Pero, indiferente a teorías, planos y planes, a ras de suelo, afuera,
mientras tanto, nada puede impedir que continúen multiplicándose los trasiegos
y entrecruzamientos infinitos de cuerpos y miradas, el merodeo de las
multitudes, la amenaza de lo inconstante.