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Mensaje enviado en agosto de 2016 a los/as colegas del
Observatori Antropològic del Conflicte Urbà a propósito de los
vacíos urbanos.
EL MUNDO COMO SOLAR ABANDONADO DE DIOSES Y DE HUMANOS QUE YA NO ESTÁN ENTRE NOSOTROS
Manuel Delgado
Muchas felicidades por la discusión
que tenéis a propósito del concepto que habéis colocado en el
centro de la propuesta para el congreso de la FAAEE. Ciertamente que
la noción de “vacío urbano” es bien suculenta y a uno le
apetece de veras lanzarse a discutirla. En cualquier caso dejar que
haga una aportación o, mejor dos.
Lo que me parece muy bien es que hayáis
reconocido en vuestra propuesta ese valor teórico que en su día
acuñara un arquitecto amigo y maestro no solo de arquitectos, sino
también de todos aquellos que tuvimos el placer de conocerlo. Me
refiero a Ignasi de Solà-Morales, alguien que advierte de cómo
somos de injustos cuando subsumimos a todos los arquitectos en el
modelo de arquitecto-estrella que hemos tenido que padecer en
Barcelona durante los años en que les fue posible convertir nuestra
ciudad en juguete para su arrogancia. Ignasi fue todo lo contrario y
me pesó enormemente conocer su prematura muerte hace no mucho, en el
2001. Fue él quién me invitó a contribuir a varios cursos del
máster que dirigía con Xavier Costa en el CCCB -Metròpolis, se
llamaba- y me concedió el privilegio de intervenir en el XIX
Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos, en Barcelona, en
1996.
Esta evocación del XIX Congreso de la
UIA no es sólo un homenaje sentimental a Ignasi, sino una forma de
conectar con el concepto del que os hablaba, y que es el de terrain
vague, que luego retomaría otro autor del que os hacéis eco, Yves
Levesque. Lo digo porque Ignasi, que era el comisario del congreso,
organizó toda su estructura a partir de una división conceptual
inspirada en las mesetas que, tomadas de Gregory Bateson, Deleuze y
Guattari colocaron en uno de los ejes de su filosofía. Él, Ignasi,
ingentó una especie de urbanismo alternativo -”nómada”, lo
llamaba- asentado en cinco mesetas, que luego aparecieron como los
cinco grandes apartados temáticos del congreso: "mutaciones",
"flujos", "habitaciones", "contenedores"
y "terrain vague". Cuando hablaba de terraines vagues se
refería a áreas abandonadas, consideradas obsoletas y que estaban
siendo codiciadas por las grandes dinámicas de terciarización, pero
en los que Ignasi veía auténticos agujeros en la realidad que
podían devenir puertas de escape hacia la deserción, pero también
espacios alternativos de libertad y anonimato.
En la conferencia que presenté en
Pamplona en un simposio sobre la No Ciudad en el 2004 que montaba
Félix de Azúa, y que luego integré como uno de los capítulos de
Sociedades movedizas Creo que os mandé ese texto por si os servía.
Alli lo que hice fue reconocer como ese término de terrain vague
merecía ser aplicado a solares, descampados, tanto en periferías
exteriores como interiores, es decir esos intermedios territoriales
olvidados por la intervención o a su espera. Son lugares amnésicos
que encarnan bien una representación física inmejorable del vacío
como absoluta disponibilidad. Dejadme que os cite a Ignasi, tomando
un párrafo de su texto para el catálogo del congreso, que publicó
el CCCB y el Col·legi d’Arquitectes de Catalunya, en concreto en
la página 21 de su edición catalana: “En estas condiciones
detectamos un interés creciente, casi una pasión, por aquellas
situaciones de la ciudad que genéricamente denominamos con la
expresión francesa terrain vague. “Terreny erm”, vacío, en
catalán, o waste land, en inglés, son expresiones que no traducen
con toda su riqueza la expresión francesa. Porque, tanto la noción
de terrain como la de vague contienen una ambigüedad y una
multiplicidad de significados que hacen de esta expresión un término
especialmente útil a la hora de designar la categoría urbana y
arquitectónica con la que podemos acercarnos a los lugares,
territorios o edificios que participan de una doble condición: por
un lado, vague en el sentido de vacante, vacio, libre de actividad,
improductivo y, en muchos casos, obsoleto; por el otro, vague en el
sentido de impreciso, indefinido, vago, sin límites determinados,
sin ningún horizonte futuro”.
En lo de Pamplona escribía que en ese
territorio residual no hay nada: ni pasado, ni futuro, nada que no
sea el presente, hecho diagrama, de quienes lo cruzan. Esas zonas no
domesticadas y pasionales parecen conectarse entre si a través de
senderos que han trazado los propios caminantes y que permiten, como
escribe Francesco Careri -a quien por cierto conocí por casualidad
en la barra de bar de un centro social okupado en Sagrada Familia (el
mundo es un pañuelo)- presentar “la ciudad como un espacio del
estar atravesado por todas partes por los territorios del andar”
(Walkscapes, Gustavo Gili). En
aquel texto también hacía referencia a Robert Smithson, un artista
que también encontró en esos espacios desolados y en
descomposición, una fuente de inspiración y de lucidez. Su
earthwork, “Passaic River”, de 1967, trata de una excursión a
los alrededores marginales de su ciudad, Passaic, Nueva Jersey. A esa
región disgregada, “panorama cero”, la llama no en vano
non-site. La obra es una pieza interminable, hecha con los objetos
obtenidos en el viaje, las fotografías, los vídeos, los mapas, las
anotaciones del artista, pero también de quienes acudieron a su
invitación de llevar a cabo idéntico desplazamiento a ese lugar sin
lugar, para gozar de sus extraños monumentos. Tenemos una cosa suya
accesible: El paisaje entrópico, publicado por el IVAM.
Y no os olvidéis de quién mejor
entendió el valor del descampado o del solar en un sentido como el
que proponéis fue Pier Paolo Pasolini, en esas comarcas sin nada a
las que hacía jugar un papel tan importante en films drigidos
–Accatone, Mamma Roma...– o guionizados –Las noches de Cabiria,
de Fellini– por él. Por allí deambulaban personajes siempre
extraños y ambiguos, generando caminos y atajos por los que tenían
lugar todo tipo de actividades clandestinas, amores sórdidos o
geniales y los crímenes más atroces, entre ellos –no se olvide–
el suyo propio. El cuerpo de Pasolini apareció asesinado el 2 de
noviembre de 1975, en un paraje abandonado a unas decenas de metros
de la playa de Ostia, en un escenario idéntico al que él mismo
había descrito en su novela Una vida violenta. La referencia a la
secuencia de la peregrinación en moto de Nani Moretti en Caro diario
es inevitable. Yo la pondría en la inauguración de vuestro
simposio.
Bueno, perdonadme, pero me apetecía
tomar esta interesante discusión vuestra como una excusa para
rendirle homenaje a Ignasi de Solà-Morales. Seguro que lo hubiéramos
tenido de nuestro lado. La verdad es que me siento muy orgulloso de
que contara conmigo para alguna de las cosas que hizo. Ignasi
aprovechó todas las oportunidades que tuvo para convocar a su
alrededor a personas que habían trabajado el asunto de la producción
y el uso de entornos construidos desde las ciencias humanas y
sociales, y lo hizo no sólo para desvelar sus claves sociológicas,
filosóficas o culturales, ni tampoco por cultivar una cierta
promiscuidad interdisciplinar. Nos llamó porqué estaba convencido
de que lo que a él le preocupaba se resolvía de algún modo también
en otro sitio, más allá de los límites de una especulación
teórica a propósito de la arquitectura que, como su objeto mismo,
podía percibirse como a punto de agotarse. Estaba claro que Ignasi
esperaba de las humanidades no tanto una guía como un espacio
vacante, una disponibilidad para admitir entre ellas a una crítica
arquitéctonica capaz de colocarse antes o más allá del proyecto,
para, desde allí –una vez devenida una ciencia humana más–,
como escribía en la presentación del catálogo del congreso del 96,
“oponerse de palabra y de obra, a los procesos de cambio vistos
sobre todo como procesos disgregadores, deshumanizadores,
alienadores”.
No en vano, entre los asuntos en que se
concretó esa doble preocupación de Ignasi por el fracaso de
arquitectura como ilusión –en el doble sentido de esperanza y
espejismo– y por la dificultad arquitectural por aprehender lo
inconstante, destacó el del proceso de construcción física y
simbólica de Barcelona, en el marco de la especificidad de las
dinámicas modernizadoras que afectan la Catalunya contemporánea y
su expresión arquitectónica y urbanística. Uno de sus textos de
referencia –Eclecticismo y vanguardia (Gustavo Gili, 1980)–
estaba consagrado precisamente a hacer la historia de esa frustración
crónica de las grandes confianzas históricas de y en la
arquitectura, truncadas o domesticadas por el empecinamiento de un
realidad determinada por el interés de ciertas minorías y los
esfuerzos en pos de la conformidad de las mayorías. Aquel libro iba
repasando los diferentes momentos en que se hacía palpable la
inviabilidad de la arquitectura tanto como vanguardia creativa como
en tanto que servicio público, ante el triunfo final de los
imperativos de las retóricas espaciales para el dominio político y
de la concepción capitalista de la ciudad como entidad territorial
jerarquizada y sometida a las leyes del beneficio privado.
Eclecticismo y vanguardia es un libro
que apareció publicado en un momento en que las circunstancias
históricas asociadas a la llamada “transición democrática”
abrían un campo de expectativas inéditas en casi todo, entre otras
cosas en la posibilidad de organizar una ciudad como Barcelona a
partir de principios alternativos a los hasta entonces hegemónicos,
que se esperaba que implicarían por fin la realización de proyectos
arquitectónicos y urbanísticos orientados desde el punto de
encuentro entre creatividad formal e interés público. Se trataba de
ejecutar, de una vez por todas, el “carácter colectivo de la
arquitectura” y “la formulación cívica y política del problema
de la arquitectura contemporánea” (p. 209). En paralelo, Ignasi
hacía el elogio de una práctica que, en aquel momento, y “frente
a las abundantes dosis de utopismo de otras corrientes
contemporáneas”, apostaba “por las soluciones concretas a
problemas concretos, por la ausencia de teorización explícita y por
un cierto desinterés por la generalización de sus aportaciones”
(p. 206). Todo ello en términos preferentemente minimalistas, con un
cierto placer por un papel de algún modo marginal, puesto que,
cuando se es “llamado a actuar minúsculamente en intrascendentes
cuestiones, pueden producirse obras de una poesía pocas veces
alcanzada en la arquitectura contemporánea” (p. 214). Era esa
percepción donde Ignasi ubicaba la última posibilidad para una
vanguardia recurrentemente fracasada, que podía, por esa vía de lo
concreto y de lo modesto, y a partir de “de una arquitectura
lúcidamente consciente de la crisis de su capacidad para ser llamada
a mayores tareas” (p. 214), dar con ese misterio que oculta lo
esencial en lo contingente.
Parece obvio que Ignasi no tenía
ningún motivo para abandonar este mundo con la sensación de que las
pálidas ilusiones apuntadas en el último capítulo de su
Eclecticismo y vanguardia se hubieran visto confirmadas. De hecho,
Diferencias (Gustavo Gili, 1996) –su testamento involuntario– era
un alegato irrevocable contra el optimismo en arquitectura y resulta,
sin duda, de una experiencia negativa de los procesos de generación
de ciudad en el mundo contemporánea y, en particular, los que la
propia Barcelona estaba –y está– conociendo. Es cierto que el
final de Eclecticismo y vanguardia recogía un cierto escepticismo
sobre la posibilidad de que la arquitectura catalana superara un
contexto dominado despóticamente por el pragmatismo ecléctico y
reclamaba el derecho a encontrar en la contradicción, la ineficacia
y el desencanto las fuentes para una cierta poética personal. Pero,
con todo, se levantaba acta de una nueva posibilidad de superar la
fragmentación y el subterfugio y desarrollar proyectos coordinados y
globales de ciudad. Más de veinte años después de publicada la
obra, con lo que uno se encontraba era con un panorama que se parecía
demasiado a aquel que Ignasi de Solà-Morales constató configurando
la historia de las relaciones entre arquitectura y sociedad urbana en
Barcelona, a lo largo de un proceso de modernización que parece no
haber concluido todavía y que se desarrolla hoy con una clara
tendencia inercial a repetir los mismos esquemas de actuación y los
mismos discursos de legitimación simbólica.
Contémplese el contexto que Ignasi
describía en Ecleticismo y vanguardia o en otros trabajos suyos a
propósito de las relaciones entre arquitectura y proceso de
modernización en Catalunya (por ejemplo, “Los locos arquitectos de
una ciudad soñada”, en A. Sánchez, ed., Barcelona, 1888-1929,
Alianza) y el que la Barcelona de principios del siglo XXI está
conociendo, apoteosis de ese regreso simultáneo de los postulados
monumentalistas y grandilocuentes de la arquitectura de finales del
XIX y de la arrogancia proyectadora del racionalismo.
A lo largo de
un siglo hemos visto lo mismo, a distintos niveles de intensidad, que
Ignasi supo poner de manifiesto como las inercias en la relación
entre los poderes y lo urbano en Barcelona: el orden político como
teatralidad barroca, que extrae legitimidad de su autoexhibición
permanente; la ininterrumpida usurpación capitalista de la ciudad,
expresada, como siempre, en clave de especulación masiva,
terciarización, puesta al servicio de los requerimientos de la
técnica y del mercado; el desdén por solucionar –hoy ni siquiera
al menos aliviar– el crónico problema de la vivienda; la obsesión
por colonizar de una vez por todas los barrios enmarañados que se
resistían al deber de la transparencia; una arquitectura cada vez
más espectacularizada, ansiosa de impactos visuales fáciles, que
ama por encima de todo lo banal; un dirigismo absolutista hacia las
prácticas reales de los ciudadanos, a las que se querría ver
plenamente monitorizadas y fiscalizadas y cuya espontaneidad se
contempla como un peligro a batir; la arquitecturización sistemática
de todo el espacio público y el proyecto por convertir a sus
usuarios en consumidores; la tematización de la ciudad, la
proliferación de los simulacros, la festivalización del tiempo
urbano; Barcelona: más proyecto de mercado que proyecto de
convivencia.
Después de Ignasi fue más cierto que
antes lo que él mismo escribió sobre la arquitectura (Diferencias,
p. 11): “Testimonio de una emigración..., solar abandonado de
dioses y hombres que ya no están más entre nosotros”.