Este artículo, el habitual encargo navideño, apareció publicado en El Periódico de
Catalunya el 7 de enero de 1991, en un contexto en que era inminente el
estallido de lo que sería la primera guerra de Irak.
YO, DE ELLOS, NO VOLVÍA
Manuel Delgado
El multitudinario recibimiento deparado ayer tarde a Sus
Altezas Reales los Reyes Magos de Oriente, que respondían a los millones de
cartas que invocaban su presencia, es un asunto de lo más intrigante. La verdad
es que nuestra lealtad hacia ellos es hoy pura extravagancia. La tendencia
dominante en los países católicos es la de repudiarlos y adoptar la manera
protestante de celebrar la Navidad –ya se sabe: árbol y Papá Noel. En Filipinas
y Latinoamérica, pocos mantienen la costumbre de hacer regalos por Reyes. En
Portugal no deben ya ni acordarse de quiénes son Sus Majestades. En Italia hace
años que no es festivo el 6 de enero. En Austria y la Alemania Católica, algo
por el estilo.
En España, por el contrario no se ha completado el relevo
de las costumbres navideñas. Nuestra extraña resistencia se ha traducido, pero,
en una solución más bien esquizofrénica. Una encuesta acaba de apuntar que un
40% de los españoles instala árbol en su casa; el 20%, belén, y el 40%
restante…, árbol y belén. Incapaces de decidir si convocamos a Santa Claus o a
los Reyes, hemos optado por invitarlos a todos y muchos catalanes, además, por
hacer cagar el tió. De locura.
¿Cómo se interpreta todo eso? Es fácil intuir que quienes han asumido los símbolos navideñas de Lutero lo que hacen es expresar su acatamiento al modelo civilizatorio de los países ricos del Norte, y reafirmar su voluntad de merecer un lugar en la llamada sociedad occidental. ¿Y por qué el ser occidentales pasa por renegar del pesebre y los Reyes Magos? Pues muy simple: porque tanto los belenes como la adoración por los Reyes son uno de los más incómodos recordatorios de que el cristianismo no fue, en su día, sino uno más de los cultos de origen oriental que conquistaron el mundo mediterráneo, un síntoma más de que la Iglesia romana no había sabido deshacerse de innumerables adherencias heredadas de la idolatría pagana.
Busque el lector en la Biblia la historia de un portal donde un asno y un buey calientan a Jesús. No lo hallará. Tampoco dará con ninguna alusión a que los Magos fueran tres, y menos a que se llamasen Melchor, Gaspar y Baltasar. Sólo Mateo se refiere de pasada a la presencia de unos sabios procedentes de Oriente. Todos estos episodios que celebraba hasta hace poco toda la cultura católica proceden de los Evangelios malditos y prohibidos, los Apócrifos. Es en ellos donde se nos hace saber la relación de los Reyes con la religión de Zoroastro, la astrología caldea, las divinidades indoiraníes, el mundo árabe preislámico…
Por eso los persas no destruyeron la capilla de la
Navidad de Belén en el siglo VII, porque los que aparecían allí representados
eran paisanos suyos. Y ¿a que no sabe el lector cuál era el objetivo final de
la invasión mongol capitaneada por Butu Kan en el siglo XII? Pues Colonia. ¿Y
por qué? Porque en su catedral estaban las reliquias de aquellos que los kanes
nestorianos que dirigían las tropas consideraban sus antepasados. Baltasar, el
más querido por los niños, es negro porque representa -se dice- al emperador
copto de Etiopia, el negus.
¿No se ha pensado que esos entrañables personajes que han
visitado nuestras casas esta noche provienen de una parte del planeta a la que
estamos a punto de declararle la guerra?
He ahí la clave del silencio el Papa sobe la crisis
kuwaití. ¿Le suena al lector el nombre de Tarek Aziz, el ministro de Asuntos
Exteriores iraquí? ¿Qué se cree?, ¿Qué es un fanático integrista musulmán? Nada
de eso. También es un nestoriano, lo que no debería extrañar si se piensa que
el temido partido Baas –en el poder hoy en Irak- fue fundado por cristianos de
la poderosa minoría caldea. ¿Y Habache, el más peligroso y radical dirigente de
la OLP? Pues tampoco tiene un pelo de mahometano. Es cristiano, y bien
cristiano. Como su correligionario Hawatmeh. Como el maronita general Aoun,
protegido de Wojtyla, pero también hombre de Saddam Hussein en Líbano.
Tampoco es casual que nuestro corazón esté dividido entre
los Reyes de Oriente y los de Occidente. Dependemos de los segundos, ¡pero les
debemos tanto a los primeros! Fueron ellos los que un día nos enseñaron a
levantar torres humanas, a matar toros b ajo la luz solar, a encender hogueras
solsticiales, a adornar árboles por mayo, a danzar cogidos de la mano y en
círculo. Nuestra rara fidelidad a los Magos quizás encuentre su clave en la
basílica de San Apolinar, en Rávena. Allí –como en todo el primer arte
cristiano-, aparecen tocados no con turbantes, como ahora en nuestras
cabalgatas, sino con los birretes rojos que lucían los hombres que nos trajeron a Mitra, el dios
cuyo nacimiento, la noche del 24 de diciembre, anunció una estrella y también a
las vírgenes morenas y a la Cibeles.
Somos unos desagradecidos. Esas gentes, que tanto tienen
que ver con lo que somos, cada año retornan de visita con barcos cargados de
regalos. A cambio, nosotros les enviamos fragatas cargadas de cañones. Yo, de
ellos, no volvía.