En los comentarios que se han incrustado en este bloc
relativos a mi identificación de Foro Babel y Ciutadans per Catalunya con una
opción nacionalista española –que nunca se han formulado en clave de insulto,
sino de mera tipificación política– hay una insistencia particular: la de plantearme
críticamente cómo puedo afirmar que este tipo de movimientos sociales,
culturales o políticos son nacionalistas, si su orientación u origen está mayoritariamente
en la izquierda moderada y su programa social es de vocación socialdemócrata.
La raíz de este reproche está no sólo en esa extraña manía
de no reconocer hasta qué punto la izquierda –incluso la más radical, incluso
la más internacionalista– ha sido siempre y en todos sitios nacionalista, sino
dar por buena una asociación, que en España parecería tanto más obvia, entre
derecha y nacionalismo.
Eso tiene que ver con lo chocante que tiene, en apariencia
al menos, que el nacionalismo español,
que en la entrada anterior vimos que nace y se desarrolla en el siglo XIX bajo
un signo inequívocamente liberal y modernizador, acabe en manos de la derecha
franquista y sus herederos, entre ellos por supuesto el Partid,o Popular. Está
claro que, por ejemplo, el carlismo no fue en el siglo XIX nada "nacional", puesto que ese calificativo era patrimonio exclusivo del liberalismo, más todavía en sus expresiones más progresistas. Es más, recuérdese que, ya bien entrado el siglo XX, si una parte del catalanismo conservador se
alinea con el franquismo lo hace más bien encuadrándose militarmente en el
Tercio Nuestra Señora de Montserrat, es decir en el marco de un tradicionalismo que había
sido de siempre, y por definicion, foralista y, por tanto, anticentralista, como consecuencia de
su resistencia a la constitución de un Estado moderno en España el siglo
anterior.
Las claves de ese desplazamiento son complejas, pero a mi
entender tienen que ver con un cierto malentendido que resulta de una inapropiada
identificación entre movimientos totalitarios de los años 30, los “fascismos”,
y derecha política y social, es decir opciones políticas de signo conservador, clerical y reaccionario.
De hecho, desde el punto de vista tanto ideológico como de proyecto, los
autoritarismos europeos serían más bien opciones que se presentaban como terceras
vías –lo que se llamaba “tercerismo”, ni de izquierdas, ni de derechas, como
proclaman algunos desorientados del 15M y la clave de la adhesión entusiasta a este movimiento de
Falange Española–, populismos demagógicos que agitaban una retórica
anticapitalista e incluso revolucionaria, pero que eran en realidad más bien,
en su concreción en temas sociales, lo que hoy definiríamos como socialdemócrata.
Su punto enfático era, en cualquier caso, el nacionalismo, en particular una
especie de identitarismo de base étnica o histórico-cultural, asociado con un
cierto proyecto social que aspiraba a imponer una reconciliación entre las
clases y una superación o renuncia a sus antagonismos no muy diferente de la
que propugna hoy el socialismo reformista, con su pretensión de atemperar el
capitalismo y hacerlo “sensible” al bienestar de las mayorías.
Por supuesto que todo esto es mucho más complicado, pero lo que quiero expresar es que ese nacionalismo español que pretende neutralizar como sea las tendencias disgregadoras de los nacionalismos llamados "periféricos" y asumir una misión restauradora de la sagrada unidad de la patria que hizo suya Falange Española y de la Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista no se encuentra hoy en el neofranquismo del PP. Lo prueban los reproches que siempre han recibido el recién desaparecido Manuel Fraga o los PPs balear, catalán e incluso valenciano de no ser lo suficientemente beligerantes ante los separatismos e incluso de haber asumido como propias ciertas vindicaciones nacionalistas en ámbitos como el lingüístico. Quien creo que representa una parte importante de la herencia del fascismo español de los años 30 no es el PP, sino determinadas
corrientes en el seno del PSOE y partidos desgajados de esos segmentos como
UPyD, no a pesar de no ser programáticamente de derechas, sino precisamente
porque no lo son.
Dicho de otra manera, lo que más se parece a la mezcla entre
demagogia social y nacionalismo español exacerbado que conformó la Falange es en
el populismo casi peronista de Alfonso Guerra o Rodríguez Ibarra -recuérdese como la prensa americana presentó a los triunfadores en el congreso de Suresnes, Felipe González y Guerra, como "jóvenes nacionalistas españoles"-, o el
nacional-catolicismo suavemente de izquierdas de José Bono o de Francisco Vázquez,
y, por descontado, en el tono airado y redentorista de Rosa Díaz. Conste que no
estoy asociando a estos políticos con el fascismo histórico español a la manera
de insulto u ofensa. No estoy diciendo que son “fachas”, ni “franquistas”;
estoy defendiendo que son quienes mejor representan la pervivencia de aquella bisagra
que comunicara e intentara articular en España populismo obrerista
anticomunista y nacionalismo, es decir el fascismo, entendido este último en un sentido estricto, como
movimiento sociopolítico históricamente ubicado en el periodo de entreguerras y
que combina en ciertos países europeos reformismo social y patriotismo extremo.
El asunto está muy estudiado y cuenta con fuentes y
desarrollos abundantes. La voluntad de José Antonio de apartarte del derechismo
conservador español es programática y de raíz y, en el plano simbólico, se
plasmó en la adopción del azul mahón de los monos obreros para las camisas y
del rojo y el negro anarcosindicalista para la bandera. Este ingrediente
obrerista y social es sabido que se tradujo en ininterrumpidos intentos por
atraer a la izquierda no marxista, sobre todo en orden a conseguir algo que no
llegó a existir nunca en España –a diferencia de Italia o Alemania–, que fue un
auténtico partido de masas fascista, partido que, siguiendo aquellos modelos,
debía nutrirse en buena medida de un contingente importante de militantes y
activistas procedentes de los sectores populares.
Fue en pos de ese objetivo que se coqueteó con sectores
moderados de la CNT, un asunto también muy bien documentado. Estos intentos de
aproximación se tradujeron en Barcelona en encuentros con militantes
anarconsindicalistas, algunos bien públicos y casi masivos –como la cena con el
mismo José Antonio en la plaça Reial–, casi siempre preparados por el poeta
falangista Luys de Santamaría, uno de los personajes –si se me permite anotar
de paso– más apasionante y enigmático de la cultura catalana de los años 30. Considerando
que el control de la FAI hacía imposible sacarle provecho a esos intentos de acercamiento
a los núcleos menos radicales de la CNT, es que se produjeron los los intentos de conexión con los trentistas de
Ángel Pestaña y luego con el Partido Sindicalista, que aparecía guiado por el
referente que le prestaba el Labour Party británico.
De todos modos, la convicción de los falangistas de que era
posible atraer a sus filas a ciertos elementos anarcosindicalistas –de los que
sólo les separaría presuntamente lo que llamaríamos el “factor nacional”–
continuó incluso durante la guerra. Hace tiempo me compré en una librería de
segunda mano las memorias de Manuel Hedilla –acaso el elemento más
representativo de la tendencia social de Falange y el referente del falangismo
antifranquista posterior–, dictadas poco antes de su muerte a Maximiano
Guerrero y publicadas con el título de Testimonio
de Manuel Hedilla (Acervo, 1972), en las que relata su labor como
quintacolumnista en Barcelona. En la página 83 puede leerse: “Yo estaba
encargado, entre otras tareas, de ir creando células de oposición
nacional-sindicalista dentro de la CNT –las cuales proliferaron durante la
guerra– y de incorporar a la Falange a los anarcosindicalistas encolerizados
contra la Republica y dispuestos a nacionalizarse”. Las referencias a los contactos entre CNT y Falange son numerosos y accesibles, incluso en la red. Un libro esclarecedor al respecto es el Joan M. Thomas, Falange, guerra civil, franquisme, FET y de las JONS de Barcelona en el primers anys del règim franquista (Publicacions de l'Abadia de Montserrat).
Pero la tentación más grande de Falange –especialmente por
parte del propio José Antonio y los sectores más obreristas del partido– a lo
hora de conformar un partido de masas fascista fue la de contar con el PSOE o
al menos de una parte importante de su militancia, la más lejana del
radicalismo de un Largo Caballero y más sensible a la hora de colocar el lugar
central la vindicación de la españolidad, es decir esa afirmación y defensa
vehemente de lo nacional que, junto con el reformismo socialista, conformaba la
esencia misma del fascismo y el nazismo. En efecto, parece indudable que el
referente ideológico de Falange no fue nunca la CEDA –esa derecha a la que
despreciaba–, sino el PSOE, al que unía una afinidad en el ideario social, pero
del que se esperaba un mayor compromiso nacional y patriótico. Si el PSOE
hubiera sido más “nacional” –tal y como ahora se le exige desde UPyD– hubiera
podido asumir su papel como partido de masas fascista, o al menos contribuir a
su constitución, a la manera del modelo italiano o incluso del alemán,
siguiendo el modelo de los
nacionalbolcheviques, del que se derivó la adopción del rojo para el
fondo de la bandera nazi.
Y dentro del PSOE está claro que la mayor afinidad era la
que procuraba una figura de Indalecio Prieto, la “gran esperanza blanca” del
fascismo español, puesto que en él concurrían esos dos ingredientes que
conformaban la modalidad del proyecto de redención de España en que la Falange
estaba comprometida.
Las pruebas de la cercanía ideológica y la mutua simpatía
entre José Antonio Primo de Rivera y Prieto son abundantes y están muy bien
documentadas. Llegan hasta los intentos de Prieto por salvar la vida del líder
falangista –devolución del favor que le hicieron los falangistas de salvarle la
vida ante un inminente atentado por parte de sus correligionarios radicales–
hasta el papel que se atribuye al dirigente socialista en la aparición a
principios de los 40 de una Falange Auténtica que acusaba a Franco de traidor a
la naturaleza revolucionaria del nacionalsindicalismo español.
La afinidad entre Prieto y José Antonio y el proyecto de
este último de contar con el sector antimarxista del PSOE para su proyecto de
Partido Social Español están, como digo, bien trabajadas por los
contemporaneistas. De todos modos, puestos a escoger, propondría
Y sobre todo Indalecio
Prieto, socialista y español, de Octavio Cabezas (Algaba) y el capítulo VII
de Falange. Historia del fascismo
español, de Stanley G. Payne, un libro que publicó inicialmente Ruedo
Ibérico y del que tengo una edición de kiosko de Sarpe. No sé si se habrá
reeditado.
Prieto había dicho en un encendido discurso en Cuenca, el 1
de mayo de 1936: “A medida que la vida pasa por mí…me siento cada vez más
profundamente español… No somos la antipatria; somos la Patria, con devoción
enorme para las esencias de la Patria misma”. Recordando estas palabras –que
tanto conmovieron a José Antonio en su celda de Alicante– uno entiende en qué
consistió ese nacionalismo español que, a mi entender, representó en su día
Prieto y representan hoy el guerrismo de Rodríguez Ibarra, el
socialnacionalcatolicismo de Bono o Vázquez o la socialdemocracia
constitucionalista de Albert Rivera y Rosa Díaz: la expectativa de una opción
radicalmente española en lo patriótico, ajena al franquismo y moderadamente de
izquierdas en las cuestiones sociales, es decir el Partido Social Español en
que soñó el fascismo español, entendiendo “fascismo” no en un sentido
insultante, sino en su misma literalidad histórica.
[Cartel del PSOE madrileño representando a Indalecio Prieto
rodeado de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire de los que era ministro en 1937]