La fotografía es una de las de Arthur Weegee Fellig |
En Iñaki Rivera et al., eds., Contornos y pliegues del Derecho. Homenaje a Roberto Bergalli, Anthropos, Barcelona, 2007, pp. 112-115.
EMERGENCIAS
Pasos hacia una antropología trágica
Manuel Delgado
[En honor de Roberto Bergalli, maestro que me ayudó a entender hasta qué punto nada hay más criminal que el pensamiento, permanentemente empeñado en asfixiar hasta la muerte todo aquello en que tiene la fatalidad de fijarse]
A veces uno se cuestiona hasta qué punto no se podría decir de las ciencias sociales respecto de lo social –entendido como lo relativo a las formas humanas de vivir juntos– lo mismo que se ha dicho tantas veces del urbanismo respecto de lo urbano. Si el urbanismo podría ser interpretado como un dispositivo discursivo y práctico de amansar, esclarecer, simplificar, en fin controlar lo urbano –el conjunto complejo de maneras de ser de la vida humana en la ciudad–, las ciencias sociales no dejarían de asumir la tarea análoga de reconocer lo social como lo que sólo parcialmente alcanza a ser, que es como una estructura u organigrama compuesto por instituciones claras, referentes comportamentales sólidos, visiones del mundo compartidas y lógicas de acción pronosticables. Eso no quiere decir que lo social no sea eso, sino que se puede sospechar que no es sólo eso y existe una zona de sombra en su existencia a la que no le serían aplicables los criterios analíticos o explicativos propios de las disciplinas que se consideran competentes en peritar sobre la sociedad humana. Se trataría de una parcela que funcionaría como punto ciego, zona no observable en la medida en que se negaría a someterse no únicamente a los instrumentos de puesta en sistema de lo socialmente dado, sino ni siquiera a las técnicas que aspiran a registrarlo o describirlo, tal y como pretende, por ejemplo, la etnografía. Parafraseando a Clément Rosset, podríamos decir que el destino de lo social es –como ocurre con lo real respecto del lenguaje– escapar de la sociología, mientras que –como sucede con el lenguaje en relación con lo real– el destino más probable de la sociología y la antropología es acabar echando a perder lo social, es decir perdiéndoselo, no ser capaz ni siquiera de constatar y menos comunicar la cara oculta de su existencia.
Así pues, si el urbanismo quisiese ser una no siempre eficaz herramienta cuya tarea se antoja que es la de mantener a raya lo urbano, en tan gran medida informal e informalizable, lo mismo podría decirse de la aspiración que mueve a sociólogos y antropólogos a intentar sostener lo que Spengler hubiera continuado llamando el avance de lo inorgánico, la tendencia que los sistemas sociales pueden experimentar a poner de manifiesto que son mucho menos sistema que lo que se pensaba y se deseaba. En este caso, cabría presuponer que, como sucede con lo urbano, lo social podría ser un continente sólo en parte ordenado, puesto que se podría descubrir en su seno –con frecuencia en silencio– un fondo de actividad no estructurada y en temblor.
Se nos aparecería entonces de pronto la evidencia de que el socius, lo social, sería en buena medida una suma, un amontonamiento o acaso –por la hiperactividad que allí se registraría– algo así como un enjambre de acontecimientos sólo parcialmente ordenados, que respondería a una entraña amorfa cuya única finalidad sería sobrevivir a costa de lo que fuera y a la que cualquier significado o cualquier moral serían del todo ajenos. En condiciones que identificaríamos con la normalidad –la vida cotidiana, sin sobresaltos, sin sorpresas–, ese fondo de acontecimientos, ese puro acaecer compuesto de impredecibilidades de todo tipo, funcionaría a la manera de un bajo continuo o un murmullo apenas audible, al límite del silencio y que sería tomado como silencio por todos, incluyendo a los analizadores de no importa qué realidad social.Ahora bien, podría ser que ese sustrato sin forma que constituiría el grueso de cualquier modalidad de vínculo societario, encontrara la oportunidad de aparecer, surgir desde abajo, es decir emerger. En eso consiste justamente todo emergencia, de acuerdo con su etimología –de emergere, “salir de dentro”– y en cualquiera de las acepciones que le damos al término: salir, surgir, brotar al exterior desde no importa qué fondo; aparecer alguna cosa, superar el impedimento que impedía verlo, desvelarse, salir a la luz, hacerse visible lo que antes no lo era; protuberar, sobresalir, constituirse en accidente de una superficie; también nombrar una situación extrema e imprevista que provoca alarma ante un peligro grave para el contexto en que se produce. De ahí esas puertas, esos equipos, esos sistemas de emergencia, que están ahí "por lo que pudiera pasar".
Al respecto, cabe reconocer que no existe propiamente una antropología o una sociología de las emergencias, aunque sí ensayos que han reconocido su importancia. Sí que han existido consideraciones acerca de estados excepcionales a los que siempre se ha otorgado el estatuto de funcionales y homeostáticos, es decir de reversibles. En relación con ello cabría hacer notar lo elocuente que resulta la persistencia de diversos los ámbitos que se resisten a someterse a la vindicación omniexplicativa por parte de las ciencias sociales, especialmente por la vocación que suelen proclamar de no dejar ni un solo aspecto de la condición social humana fuera de su competencia analítica. Entre esos terrenos todavía por cultivar destaca el de los acontecimientos terribles que cada día llenan las páginas de sucesos de los periódicos, esos hechos terribles que parecen responder a una especie de desorganización súbita de lo social y en que los protagonistas ordinarios de la vida cotidiana llevan a cabo acciones sobrecogedoras que son como desgarros brutales de la vida diaria y se perciben como una irrupción impensada de algún tipo de locura de lo social, un espasmo insensato que implicaría la disolución violenta del vínculo social, su negación, su reverso más inconcebible y oscuro.
No existe en ciencias sociales, en efecto, un equivalente de ese género negro que encontramos en la literatura o en el cine, esa sección de sucesos que el mundo del periodismo coloca en los márgenes inquietantes de esos paisajes de lo actual que recibe el encargo de dibujar. El científico social –y pienso en especial en el etnógrafo, con su inclinación a las aproximaciones naturalistas a lo real– no se han atrevido a plantearse aquella cuestión que se suscitara a sí mismo, al iniciar su “El hombre de la multitud”, Edgar Allan Poe, cuando reconocía el interés inmenso que despertaba en él ese misterio hondo e insondable que se oculta tras los acontecimientos más horrendos, la esencia inexpresada de todo crimen, una dimensión de lo social que, como ocurriera con cierto libro alemán al que Poe alude, tiene como característica que er lässt sich nicht lesen, “no se deja leer”.
Y es entonces cuando surge la pregunta. ¿Es pensable la posibilidad de una ciencia social o humana que asumiera la tarea de dar cuenta del lado opaco de las mecánicas sociales, una sociología, una antropología que se hicieran cargo de desvelar ese esquema velado que ordena lo social a base de desorganizarlo constantemente, ese desbarajuste que a lo mejor no niega, como nos gustaría creer, sino que, bien ante al contrario, funda y alimenta en secreto la vida social? ¿Podrá ser que las disciplinas que se proclaman competentes para hablar de la sociedad osen algún día adentrarse en el espejo que les brindan a las comunidades humanas los hechos más espantosos que ocurren en su seno?
Esos son algunos apuntes sobre lo que podría llegar a ser una ciencia social de las emergencias, entendidas como aperturas súbitas de los que Deleuze llamaba –evocando una imagen que encontramos en La bestia humana de Zola– la grieta, desvelamiento sobrevenido de lo incalculable de las sociedades, justamente aquello que demostraría la imposibilidad de entender lo social como texto descifrable, esa sustancia pegajosa y paradójica que se nos aparece bajo transfiguraciones cómicas o dolorosas, patéticas o tremebundas, ridículas o brutales. Sería esa, por fuerza, una ciencia social que se descalificaría a sí misma, puesto que no podría trabajar sino a favor de un nuevo desmantelamiento –luego de las erupciones de Tarde, las ebulliciones de Durkheim y las salidas de tono de Goffman– de la ilusión metafísica de la sociedad o, mejor dicho, de la sociedad como organicidad finalista y finalizada. La antropología y la sociología podrían convertirse así en disciplinas trágicas y negativas. Trágicas, en la línea de esa filosofía que le debería tanto a Kierkegaard, Chestov, Scheler, Nietzsche o Unamuno, con sus precedentes en Lucrecio, Gracián, Montaigne, Pascal o Spinoza. Sociología o antropología trágicas en tanto que habilitadas para desautorizarse a sí mismas a la hora de ejercer una presunta pretensión a hacer consideraciones a propósito de lo social como orden estructurado, desalentadas al haber quedado trabadas en y por la visión de un fondo descompuesto y disperso, un alimento incondimentable que sólo cabe comer y digerir crudo.
Ese rechazo de toda síntesis se emparenta a su vez con una sociología y una antropología negativas, a la manera de la teología negativa de Dionisio Areopagita, Eckart o Nicolás de Cusa, es decir que no tiene la sociedad como un presupuesto, sino como un enigma que sólo se puede conocer indirectamente a partir de todo lo que de ella se desconoce. Y es que lo social, como Dios –o como el ser en Kant o lo real en Lacan– es informalizable, porque no tiene forma y, caso de tenerla, no nos sería dado conocerla, puesto que está más allá del umbral tanto de lo concebible como de lo expresable. En eso consiste justamente lo que nos permite evocar de nuevo la lucidez pesimista de Clément Rosset y su idea de emergencia de lo real, visión de lo oculto, manifestación de lo escamoteado por inaceptable y lo inaceptable por absurdo y ante todo por doloroso e insufrible. El acontecimiento, en su radicalidad, es –se descubre– infranqueable. Lo que sucede es irremediable y lo que se pierde, como escribiera Miquel Martí i Pol, se pierde para siempre.
Las ciencias sociales nacieron con la voluntad de ofrecerle a la sociedad un espejo fiel, objetivo, una certificación de su naturalidad. ¿Qué ocurriría si esas disciplinas que querían disciplinar lo social se negaran a conformarse en espejo, se quitasen del medio y permitiesen que la sociedad –cualquier sociedad– se mirase en la pared desnuda que entonces quedaría frente a ella? Sucedería lo que sucede cuando ocurren las cosas, sobre todo las más irrevocables y temibles, pero también las más cómicas y patéticas. La sociedad quedaría frente a una superficie rugosa, dura, áspera, opaca, sin significado, sin sentido... Esa misma pared es aquella en la que el protagonista de Bajo el volcán se descubre a sí mismo cuando está borracho. La sociedad, de vez en cuando también fuera de sí, mirándose fijamente en la imagen que le devuelve el muro ante el que se encuentra.
La verdad de lo social ha quedado aplastada por la comprensión trágica de que no hay demasiado que comprender, puesto que ha restituido en su sitio en el mundo humano el papel organizador de lo azaroso y lo arbitrario. Se trataría así –a la luz, o mejor a la oscuridad de lo emergente– de negarse a negar o a trascender la dimensión no estructurada de lo social, su insensatez innata, lo arbitrario de los dispositivos que lo hacen posible, pero que de igual forma lo podrían hacer reventar en cualquier momento. Restitución de una docta ignorancia en las ciencias humanas y de la sociedad. En eso consistirían una antropología y una sociología que renunciaran a comunicar su saber, puesto que habían descubierto que no podían saber en realidad nada. Ciencias sociales paradójicamente irrefutables, puesto que no se puede refutar la duda en que se fundarían o a la que acabarían conduciendo. Ciencias sociales capaces de, de pronto, quedar estupefactas ante lo ininterpretable de su objeto de conocimiento, sorprendidas y luego derrotadas ante la evidencia de que en torno a ello –lo social– no hay nada que decir, puesto que ha habido demasiado que callar.