dilluns, 25 de desembre del 2023

No existen paisajes naturales

La foto es de Edas Wong

Consideraciones para Christianne Gomes, investigadora invitada de la Universidade Federal Fluminense

No existen paisajes naturales
Manuel Delgado

Ya le comenté lo de sorprendente que me pareció escuchar, en un seminario, a una arquitecta hablar de “paisaje natural”. Luego comprobé que, en efecto, ese concepto existe y se refiere a espacios geográficos que no han sido modificados por el ser humano, y que lo contrario son los sitios alterados por la actividad humana, que se conocen como paisajes culturales. Es completamente absurdo. Un paisaje no puede ser sino cultural. Es obvio.

Me hubiera gustado intervenir en aquella oportunidad para intentar explicar que antes no existían paisajes. Ni antes, ni fuera de la tradición cultural occidental desde el siglo XVI. Su genealogía nos lleva al Renacimiento, con raíces que no se remiten más allá de las postrimerías de la antigüedad romano-oriental. Lo que la historia del paisaje como concepto y como práctica representacional nos dice es que éste aparece como una más de las consecuencias de la redefinición bizantina de la imagen, inseparable, a su vez, de las grandes polémicas entre iconoclastas e iconódulos que tanto definen el siglo XIX de la civilización romanooriental. La cuestión es si los humanos están o no legitimados, es más, si pueden o no, imitar o copiar la grandeza inescrutable tanto de Dios como de su obra. La respuesta es que no, no pueden, no saben. La obra de Dios es inimitable y, por tanto, irrepresentable. Es entonces cuando irrumpe el paisaje justamente como el icono de la naturaleza, como su imitatio.

En cuanto al Renacimiento, ha sido Anne Cauquelin (La invención du paysage, PUF, 2000) quien mejor ha seguido la cronología de esta noción –paisaje–, cuyo momento clave es la aparición de la perspectiva como estrategia representacional en el siglo XVI, la función de la cual es espectacularizar la naturaleza, encuadrarla, en el doble sentido de colocarla dentro de un marco y de someterla -a ella ya la mirada que la contempla- a un encuadre disciplinario relativo al que debe ser mirado y cómo.

El texto fundamental al que debe recurrir es de Georg Simmel: “Filosofía del paisaje”, publicado originalmente en 1913. Lo tiene en El individuo y la libertad, Península, Barcelona, 1986, pp. 175-186. No es casual que fuera Simmel el pensador que fue capaz de formalizar tan magistralmente el sentido último del concepto de paisaje, distinguiéndolo del de naturaleza, como tampoco lo es que fuese él a quien debemos las apreciaciones más afinadas sobre la condición singularizadora del que llamó “la nerviosidad” de la vida moderna en las ciudades, que comentamos en una clase del máster en la que creo que estaba.

De hecho, la relación entre naturaleza y paisaje planteada por Simmel se parece a la que podría establecerse entre la ciudad y la representación moldeada que de ella se hace a través del proyecto urbanístico. Por un lado, la naturaleza –la ciudad urbana, en el sentido de socializada en torno al movimiento como fuente paradójica de estructuración–, por otra, la ciudad urbanizada, es decir la ciudad concebida o imaginada por el diseñador urbano, pero nunca practicada por nadie.

Pues bien, con la ciudad ocurre lo mismo. La inconmensurable labor de lo social sobre sí mismo que es la vida urbana sólo puede ser captada y exhibida espectacularmente en tanto que pálida imagen de la que el urbanista o el planificador de ciudades generan a través del proyecto. El resultado es un paisaje urbano que pretende ser la ciudad o, mejor dicho, un pedazo de ciudad. Pero de la ciudad, como de la naturaleza según Simmel, no se puede hacer un fragmento, sobre todo porque toda ella es una pura fragmentación. Hecha de discontinuidades, forma inacabada e inacabable, el sueño del paisaje como mecanismo ordenador le brinda a la polis y los proyectadores a su servicio, la única posibilidad de verla sosegada, quieta, quiméricamente finalizada.

Es en las ciudades donde puede contemplarse cómo la colonización de la pluralidad de las formas de hacer y de pensar ha vuelto sobre sus pasos para someter la heterogeneidad urbana y para imponer la estandarización cultural que necesita toda unidad política. Hay una naturaleza –de la que, como lo real en Lacan, no sabemos apenas nada–, pero la intervención busca configurar un paisaje, que no es sino el resultado de la voluntad para producir una imagen central, adecuada a los intereses de sus élites políticas y socioeconómicas.

Había un océano abisal de imágenes en movimiento y ahora lo que se busca es generar lo que dicen un imaginario, es decir una versión definitiva y definitoria que permita reducir a la unidad la madeja y la filigrana de que está hecha en realidad la vida urbana. La tarea del urbanista es, pues, ésta: procurar dispositivos visuales al servicio de las dinámicas de centralización política; instituir un paisaje, es decir lo que Georg Simmel describe como escisión reconciliante, cosa “individual, cerrada, satisfecha en sí y que, por eso, permanece arraigado, libre de contradicciones”.

De la ciudad como naturaleza –demasiado absoluta e ilimitada de formas y acontecimientos– a la ciudad como paisaje, es decir –volviendo al principio y definición propuesta– encuadrada, ordenada, clara, obedecible y, por supuesto, obediente.