dijous, 7 de desembre del 2023

De la diferencia a la desigualdad

La foto es de Álex Cámara para AhoraGranada

Fragmento de El inmigrante como usuario. Diversidad cultura y espacio público, en Enrique Onrubia, ed., Cartografía cultural de la enfermedad, Universidad Católica San Antonio, Murcia, 2003, pp. 55-81.


De la diferencia a la desigualdad
Manuel Delgado

Frente al empleo demagógico de la «diversidad cultural», que presume de entrada que sólo algunos de entre nosotros son diversos y el resto no, y que la sociedad está dividida en cuadrículas culturales claramente definidas que han de ser reconocidas y aceptadas, la alternativa, por lo que hace a una educación en valores, reclamaría un cierto retorno a los viejos principios republicanos de la civilidad, que, por principio, es ajeno a cualquier reconocimiento de aquellos a quienes se aplica más allá o antes de su identidad básica como personas. Frente al reconocimiento de las diferencias, los principios democráticos igualitaristas –que los relativistas radicales han tildado como «particularismo etnocéntrico teñido de universalidad»–, todo y ser cierto que son un producto específicamente europeo, son el único instrumento que nos puede servir para organizar una sociedad cada vez más mundializada, pero fundamentalmente cada vez más heterogénea, compleja, paradójica y contradictoria. 
Esta apuesta a favor de los valores constituyentes de la modernidad no cuestiona en absoluto que las persones tienen identidad propia y que ésta identidad recibe su sentido frecuentemente incluyéndose en contextos asociativos  específicos, como pueden ser una familia, una confesión religiosa, un partido político o una comunidad de personas procedentes de un mismo país, colectividades todas ellas culturales sin duda. Tampoco discute que en la vida pública los individuos esperan recibir un trato que tenga en cuenta sus  particularidades, ya sean psicológicas, familiares, sociales, culturales, etc. Lo que se rebate es el presupuesto según el cual sólo algunas personas han de recibir este tratamiento que focaliza sus diferencias, puesto que todos los concurrentes en las actividades en público podrían reclamar con razón que las suyas son condiciones vitales igualmente únicas e irrepetibles. Esta consideración especial, que «reconoce» sólo algunos «diferentes», coloca de hecho a su presunto beneficiario en una especie de estado de excepción y sirve per señalar su presencia en tanto que usuario como una anomalía que ha de ser explicada públicamente y neutralizada por medio de una relación singular.
Como alternativa a la perspectiva diferencialista, una atención que trasladase al campo de los servicios públicos los valores de la ciudadanía haría suyos los viejos principios del republicanismo político, según los cuales no es pertinente una consideración sustantiva de las diferencias humanas, definidas todas ellas a partir de una condición absolutamente contingente y procesual. El elogio del ámbito público presume que todas las personas que en él concurren, sus usuarios, son diferentes pero –dejando de lado aquellos rasgos que incidan directamente en la prestación de servicios que reclama– su diferencia deberíoa resultarle indiferente a una sociedad y a un Estado que si se autoasumen como democráticos es, por principio, porque son neutrales, laicos, no sólo en el plano confesional, sino también en el cultural, y que, por tanto, no tienen nada que decir sobre el sentido último de la existencia humana ni sobre otros valores generales que no fueran aquellos de los cuales depende el bienestar y la convivencia del conjunto de  sus miembros o administrados o, en el caso de un servicio público, de sus atendidos. 
No es que se entienda que la sociedad es uniforme, sino precisamente todo lo contrario: lo que se constata es que la vida social es demasiado plural y complicada para someterla a una única cosmovisión. La convivencia, se entiende, sólo es viable limitando los efectos disolventes de una heterogeneidad que aumenta constantemente y que no puede ni ha de ser totalmente vencida, puesto que de ella depende la prosperidad e incluso la supervivencia misma de esta sociedad. Con esta finalidad, unos mínimos de consenso garantizan que la copresencia entre distintos y hasta entre incompatibles será posible y podrá brindar sus efectos benéficos en forma de todo tipo de simbiosis. En este contexto, cada cual –por descontado– tiene derecho a concebir el universo como crea pertinente, en función de sus propias convicciones o de la visión que se desprenda del grupo humano de que se siente parte, pero sus opciones culturales constituyen un asunto estrictamente privado que sólo ha de ser tenido en consideración si afecta de algún modo el servicio público ante el que se presenta en tanto que usuario. Cualquier sistema de atención pública, en ese sentido, se entiende que debe regirse por reglas que no son las que ordenan la vida personal de cada cual, sino otras de un orden superior. Repitamos entonces que esta perspectiva no tiene presente nunca quién es cada persona que demanda una atención a la que tiene derecho, sino únicamente qué le pasa. 
Tenemos entonces que existen dos campos de integración. Uno privado o incluso íntimo, en que el individuo asume –se presupone que voluntariamente– unos determinados sistemas de mundo sustantivos. El otro, público, marcado en principio por el libre acuerdo a la hora de poner entre paréntesis los sentimientos, ideas y motivaciones singulares en nombre de la conformación ética de una sociedad civil y de una sociedad política igualitarias, de las cuales el protagonismo absoluto recae en un ser sin atributos, masa corpórea inidentificada, perfil indeterminado al que la simple presencia física otorgaría derechos y obligaciones, personaje anónimo que bajo ningún concepto debería verse obligado a dar explicaciones sobre sus adhesiones morales particulares. Esta figura que encarna los principios de igualdad y universalidad democrática no es otra que la del ciudadano, la concreción práctica del cual es, como ha quedado sostenido más atrás, la del usuario, personaje al que se hace depositario de derechos sociales asociados a la ciudadanía democrática y lugar en que se hace o debería hacerse posible y concreto el equilibrio entre un orden social desigual e injusto y un orden político que se supone equitativo. El usuario se constituye así en depositario y ejecutor de derechos que se arraigan en la concepción misma de civilidad democrática, en la medida en que es en él quien, como si fuese naturalmente, recibe los beneficios de un mínimo de simetría ante los avatares de la vida y la garantía de que tendrá acceso a las prestaciones sociales y culturales necesarias para un elemental desarrollo como persona. El ámbito público es, entonces –o más bien debería ser–, esa esfera en que un Estado, entendido como macrohecho social garantiza la solidaridad y arbitra a partir de criterios de justicia la interdependencia entre segmentos e individuos.
El usuario, cualquier usuario, sea cual ser «su cultura», se conduce en función de principios de acción que no están determinados por premisas cosmovisionales o pautas culturales abstractas, sino por las contingencias específicas a las que tiene que hacer frente y a contextos sociales a los que sabe que es urgente que aprenda a adaptarse. La realidad demuestra que los inmigrantes que han de amoldarse a nuevos cuadros de convivencia y a formas de relación con la Administración inicialmente inéditas para ellos, no tardan en entender qué es lo que les conviene y cuáles son las estrategias de interacción que deben llevar a cabo para obtener una situación lo más ventajosa posible, dentro de las limitaciones a las que son sometidos. 
Se pone de manifiesto la razón de los planteamientos de inspiración pragmática que han puesto el acento en lo cultural no como un conjunto de determinantes ideacionales, sino como un repertorio de recursos y técnicas para la acción adecuada, que siempre encuentran a posteriori racionalizaciones mentales con que legitimarse. Se trata de ópticas –etnometodología, interaccionismo simbólico, lingüística interaccional– que han trabajado la cuestión de las actividades prácticas en la vida ordinaria y las propiedades lógico-racionales de las actividades cotidianas. Se concibe a los interactuantes en cada coyuntura venciendo la indeterminación y produciendo sociedad a base de prescindir o poniendo entre paréntesis predeterminaciones socio-culturales previas, así como calculando sus acciones en función de las contingencias en que se van hallando comprometidos y de los objetivos prácticos a cubrir en relación, por ejemplo, a la Administración pública de la que en última instancia dependen. El actor social elabora constantemente una teoría práctica, una razonamiento sociológico práctico mediante el que todo individuo socialmente adiestrado y que pugne por resultar competente establece, describe y capta su normalidad y su racionalidad. Los sujetos de una ordenación social se comprometen en establecer y evidenciar el carácter racional de su forma de actuar. 
    No se trata de que los interactuantes sociales y con la Administración invoquen un código a la hora de definir el carácter coherente y armónico de una interacción. Lo que se produce, como mucho, es una glosa o comentario sobre las pautas culturales que se supone que le sirve a esos mismos sujetos que interactúan para organizar sus prácticas de interacción entre ellos y con el mundo. Esto implica que el plan, la congruencia, la tipificidad de cualquier acción, es decir, las condiciones racionales de la conducta práctica no son fijados o reconocidos como consecuencia de una regla o método obtenido independientemente de la situación en que tales propiedades son usadas, sino realizaciones contingentes de prácticas comunes organizadas socialmente desde dentro o políticamente determinadas desde el exterior.
De este modo, los estudios empíricos demuestran lo relativamente fácil y rápida que es la adaptación de los inmigrantes a los contextos en que se van viendo involucrados, casi siempre muy distintos de los que habían caracterizado la sociedad de partida. Así, el trabajo de Adriana Kaplan sobre la incorporación de las mujeres de origen senegambiano al sistema de salud público catalán pone de manifiesto una progresiva y casi automática adaptación funcional al nuevo marco, por encima o al margen de sus referentes culturales originarios, revatiéndose de ese modo la idea de que las inmigrantes, en su relación con los servicios sanitarios públicos, están constreñidas por órdenes normativos preexistentes, ya sean de tipo familiar, religioso o social. Este y otros trabajos análogos, advierten de cómo se van modificando las actitudes de los usuarios inmigrantes del sistema de salud, en función de los nuevos factores económicos y sociales a los que se han de amoldar. 
En este ámbito público que la modernidad inaugura –al menos sobre el papel– como el lugar de la epifanía de los valores democráticos las expresiones de pluralidad se dan por descontadas. El igualitarismo democrático que el Estado asume la tarea de gestionar no niega que existen singularidades; antes al contrario: se adapta normativamente a un universo en que las particularidades proliferan infinitamente, en que las composiciones comunitarias mutan constantemente y no tienen fronteras estables y en las que ni tan sólo el individuo puede ser reducido a su propia unidad, puesto que también él es una multiplicidad inorgánica e incongruente de rasgos. Lo que se proclama desde el igualitarismo es que las diferencias existentes, incalculables ya, son irrelevantes a la hora de recibir los beneficios de vivir en una sociedad que se presume –al menos políticamente– justa. 
    La diferenciación generalizada es un hecho y basta, e incluso lo que pueda tener de conflictivo su despliegue se considera un fenómeno casi natural y no por fuerza negativo. En este marco se interpreta que los principios de integración civil y política son lo bastante lábiles como para permitir que cada universo simbólico concurrente en la vida cotidiana pueda asumirlas en sus propios términos. Una atención pública que, frente a la retórica en última instancia vacía y larvadamente racista del multiculturalismo, viese recogidos en su espíritu los principios de actuación de la civilidad, el civismo y la ciudadanía no podría pasar por alto que estos valores, por mucho que se instalen en la fundación misma del proyecto cultural de la modernidad, está muy lejos de haberse cumplido. La vida social y la actuación real de las instituciones de las que depende la atención pública en cualquier orden  aceptan sólo nominalmente los principios igualitaristas democráticos y por doquier se hace patente cómo son la asimetría y las prácticas excluyentes lo que definen las parcelas más importantes de la vida colectiva.
El servicio público –sanidad, vivienda, justicia, servicios sociales, enseñanza...– es el dominio en que debería contemplarse el paso de un Estado como función-poder a un Estado como función-serv¡cio. Ante este último no debería haber otra cosa que ciudadanos libres e iguales que se benefician de un concepto de Administración pública orientado por principios racionales de universalización y totalización, es decir de superación de las segmentaciones y los enfrentamientos en una esfera realmente accesible a todos. Que eso no sea en absoluto así es algo que debería hacernos pensar y preocuparnos, sobre todo por lo que hace a la evidencia de lo lejos que estamos de ver cumplido el viejo proyecto cultural y ético de la modernidad.