dimecres, 14 d’abril del 2021

En centro histórico como centro comercial

La foto es de Jonathan Taglione

Extraído de El centro histórico como decorado y como farsa, en Ángel Recalde et al., La recreación de los centros históricos, Pamplona: Nabarralde, 2020, pp. 42-45.

El centro histórico como centro comercial
Manuel Delgado

En tanto que gigantesco artefacto de apaciguamiento, la lógica del centro histórico no es muy distinta de la que organiza y ofrecen los modernos centros comerciales, islas de ciudad ideal en el seno pero al tiempo en los márgenes de la ciudad real, en las que, sin problemas, bajo la atenta vigilancia de cámaras, policías o guardias jurados, el paseante puede abandonarse al disfrute del ocio “cultural”, entendido siempre en última instancia como consumo. Lo que se le brinda al turista o al visitante local en esa reserva natural de una supuesta Verdad que es un centro histórico-monumental es precisamente una constelación ordenada de elementos que se ha dispuesto para él –sólo para sus ojos– y que configura una verdadera utopía, es decir un montaje del que han sido expulsados los esquemas paradójicos y la proliferación de heterogeneidades en que suele consistir la vida urbana en realidad. Desactivado el enmarañamiento, expulsado todo atisbo de complejidad, lo que queda es una puesta en escena que constituye justamente eso: una utopía, es decir, un lugar de ningún sitio, una realidad que no existe de verdad más allá de los límites de su farsa, pero a la que se le concede el deseo de existir bajo la forma de lo que no puede ser más que una mera parodia de perfección.

La ciudad monumentalizada existe contra la ciudad socializada, sacudida por agitaciones con frecuencia microscópicas, toda ella hecha de densidades y espesores, acontecimientos y usos no siempre legítimos ni permitidos, dislocaciones que se generalizan... Frente a todo eso, un fragmento de ciudad se ve convertido así, de la mano de la “historización”, en un mero espectáculo temático para ser digerido de manera acrítica por un merodeador amable sumiso a las directrices del plano o del guía. Deviene así por fin unificada, dotada de sentido a través de una manipulación textualizadora que no puede ser sino dirigista y autoritaria.

De ahí los conjuntos arquitectónicos, los edificios emblemáticos, las calles peatonalizadas, espacios acotados por barreras invisibles en que –como ocurre en ciertas instalaciones hoteleras de primera línea de playa– el turista sólo se encuentra con otros turistas, en escenarios de los que el habitante se está batiendo en retirada o ha sido expulsado ya. Es por ello que la monumentalización de las ciudades está directamente asociada al lado carcelario de toda urbanística, a su dimensión siempre potencialmente o fácticamente autoritaria. La fanatización del resultado de esa voluntad de ciudad feliz resulta, entonces, inevitable, en la medida que la concepción que proyecta –que vende, bien podríamos decir– no puede tolerar la presencia de la mínima imperfección, ni mucho menos la miseria, las contradicciones, el conflicto y las luchas que cualquier ciudad viviente no deja de conocer o producir.

La ciudad o el centro “históricos” constituyen pues intentos de triunfo de lo previsible y lo programado sobre lo casual y lo confuso. Las políticas destinadas al turismo de masas vienen entonces a reforzar la permanente ofensiva urbanística y arquitectural contra la tendencia de toda configuración social urbana al embrollo y a la opacidad, en nombre de la belleza, la utilidad y la legibilidad. Solivianta la misma evidencia no sólo de las desigualdades, las agitaciones sociales, las marginalidades más indeseables que emergen aquí y allá en torno a la paz de los monumentos, sino de la propia impenetrabilidad de la vida urbana que les obliga a procurar que los turistas o turistizados no se desvíen nunca de los circuitos debidamente marcados para ellos, puesto que en sus márgenes la ciudad verdadera no deja nunca de acecharles. Fuera de los hitos que brillan con luz propia en el plano que el turista maneja, un poco más allá, no muy lejos de las plazas porticadas, las catedrales, los barrios pintorescos..., se despliega una niebla oscura a ras de suelo: la ciudad a secas, sin calificativos, plasmática y extraña, crónicamente inamistosa. Eso es lo que el visitante no debe ver: lo que hay, lo que se opone o ignora el sueño metafísico que las guías prometen y no pueden brindar: una ciudad transparente y dócil que, quieta, indiferente a la vida, se pavonea estérilmente de lo que ni es, ni nunca fue, ni será.

La ciudad llamada histórica aparece, así, perfecta en la guía y en el plano, pseudorealidad dramatizada en que se exhibe la ciudad imposible, dotada de un espíritu en que se resume su supuesto pasado hecha catedral o palacio, perpetuamente ejemplar en las estatuas de sus héroes, anagrama morfogenético que permanece inalterado e inalterable. Una ciudad protegida de sí misma, es decir, a salvo de lo urbano. Lo que podría llegar a ser si se lograse descontarle la informalidad implanificable e improyectable de las prácticas sociales innumerables que el planificador y el promotor-protector de ciudades conocen y que nunca acaban de entender del todo. El monumentalizador se engaña y pretende engañar al paseante, haciéndole creer que en algún sitio –allí mismo, por ejemplo– existen ciudades concluidas, acabadas, cuando se sabe o se adivina que una ciudad viva es una pura formalización ininterrumpida, no-finalista y, por tanto, jamás finalizada. Toda ciudad es, por definición, una historia interminable.