dijous, 24 de setembre del 2020

La opinión publica en escena


Artículo publicado en El Periódico de Catalunya, el 6 de febrero de 1993, a raíz de una entrega del programa de Antena 3, "Queremos saber", dirigido y presentado por Mercedes Milá, al que fue invitado el parlamentario de Herri Batasuna, José Agustin Arrieta.

LA OPINIÓN PÚBLICA EN ESCENA
Manuel Delgado

Hay claves en el éxito del Queremos saber que trascienden con mucho el dominio estricto de la crítica televisiva y deberían estimular una reflexión seria sobre en qué consiste la opinión pública y qué es lo que sucede cuando es puesta en escena, o, mejor, cuando a partir de ella se edifica toda una liturgia. Algo parecido podría decirse de otros programas con él emparentados, ya sea como precedentes, a la manera de La vida en un xip, de Quim Maria Pujal, ya sea como contemporáneos, como es el caso de Rifi Rafe, de Antxon Urrusolo en Euskal Telebista, o en el Carta blanca, de Josep Ramon Lluch en el Canal 9 valenciano.

Refiriéndonos al caso mayor de Queremos saber –un título que recuerda sorprendentemente el de un famoso libro de Michel Foucault-, la virtud principal que tiene como oficiante Mercedes Milà –que ha limitado los excesos de afectación de las primeras entregas de su programa- es la de constituirse en una especie de mediadora que permite al espectador desarrollar ilusiones de vinculación y combatir así los sentimientos de fragmentación que ocasiona la forma como el ciudadano de hoy tiende a experimentar el mundo.

La Milà, con su actuación, comunica instancias habitualmente compartimentadas de la realidad: el individuo, con la masa; las clases sociales, ideológicas o étnicas, con la sociedad en su conjunto; los sabios, con las personas “sin estudios”; las instancias superiores de poder, con los superiores del poder, con los subordinados; los famosos, con los seres anónimos, etcétera. El resultado es que lo que aparece reunido y como continuo en el plató es una representación de la comunidad social que forma el país, algo que de hech no se da en ningún lugar fuera de allí. De igual manera que Catalunya tenían en La vida en un xip la certificación de su verdad, España existe porque Queremos saber se hace carne entre nosotros, como queda explicitado en la alegoría de los 39 miembros del público. Lo que Queremos saber nos muestra es que, aunque sólo sea una vez a la semana, esa sociedad española de la que tanto se nos habla ocurre realmente en algún sitio.

La operación intermediaria que la presentadora ejecuta no es como la que, verticalmente, el sacerdote lleva a cabo entre Dios y los hombres o el político entre el poder y los ciudadanos, sino horizontal, de forma que ella misma deviene conductora de líneas de fuerza que, contradictorias entre sí, confluyen en su persona y, al atravesarla, transfiguran una inicial condición confusa de lo real en otra ordenada, un potencial enfrentamiento en cohesión, la desunión social en vínculo civilizado. Sus actos como directora ritual se parecen entonces a los del chamán o el médium espiritista en sus trances que, como en su caso, los vuelven transparentes, hacen posible que les traspasen potencias que, de no ser por sus gestos y palabras, se destruirían mutuamente o no llegarían jamás a ponerse en contacto.

Decíamos que el gran mérito de Mercedes Milà es que con su “confirmado: España existe”, construye a su alrededor algo que de no ser por ella no existiría sino como entelequia sólo imaginada: el pueblo español. Pues bien, es esa capacidad de generar adhesiones, no a ella sino a través suyo, lo que nos permite observar los mecanismos de producción de la opinión pública, que no es, como se piensa, la opinión del público, sino la opinión que puede ser dicha en público sin complicarse uno la vida.

En efecto, como se anota en un libro que me atrevería a recomendar aquí, Elogio del gran público, de Dominique Wolton (Gedisa), cuando se le cede la palabra a la gente corriente para que la emplee sin aparentes coacciones ante un auditorio –y no digamos cuando es tan millonario como el televisivo-, casi siempre hace uso de su libertad y para repetir los tópicos más manidos y reaccionarios. Es decir, en público se dice lo que se sabe o se cree que coincide con la opinión mayoritaria o hegemónica, aquello que menos riesgos de aislamiento conlleva para quien emite el juicio.

Como sucede con su pariente la encuesta –también escenificable televisivamente, como demuestra Ramon Pellicer en ese interesante Scanner-, los programas que animan al espectador a salir de su actitud pasiva y participar, aunque sea vicariamente, en el acto televisivo no sirven para que sepamos lo que piensa la gente, sino para que la gente sepa lo que debe pensar.

Para salvar esa condición tramposa de una televisión así, que tiende a presionar a las minorías a guardar silencio, sólo vale una dosis elevada de honestidad y coherencia profesionales. En ese sentido, fue magnífica la lección de Mercedes Milà en el reciente Queremos saber dedicado a la escasa vocación española de ciertos vascos, catalanes y gallegos, por mucho que continuara negándose la evidencia de que lo que se opone a un nacionalismo es siempre otro nacionalismo.

Invitando al parlamentario de Herri Batasuna José Agustín Arrieta también los otros, los desafectados al régimen, recibieron el derecho a existir electrónicamente, y disfrutar en ese altavoz, fuente de verdad virtual, que es la televisión, de un turno de palabra. Por una vez, y todavía de forma difusa y entre ruidos, nos fue dado aquella noche escuchar de sus propios labios algunas de las razones del lobo.