dijous, 25 de març del 2021

El espacio público y otras leyendas urbanas

La fotografía es de César Ordóñes y se titula "Tokyo"

Fragmento de la charla pronunciada en el CSO Barrilonia, en la Rambla del Raval de Barcelona, el 6 de noviembre de 2009. Este centro social okupado fue desalojado en julio de 2012.

EL ESPACIO PÚBLICO Y OTRAS LEYENDAS URBANAS
Manuel Delgado

El espacio público está de moda. Por doquier arquitectos, urbanistas, políticos y teóricos de la política, planificadores, filósofos, sociólogos, geógrafos y otros especialistas en ciudad no se quitan ese concepto de los labios a la hora de referirse a lo que al tiempo es una determinada comarca de la morfología urbana –un sitio, un lugar– pero también una especie de entidad abstracta en el que se concentran cierto tipo de valores relativos a cómo vivir juntos en las ciudades contemporáneas. Y no deja de ser curioso y significativo hasta qué punto esa categoría, que podría antojarse como eterna y natural, es de incorporación reciente a los discursos sobre la ciudad o acaso mejor a la ciudad como discurso. Tómense, por ejemplo, clásicos de la teoría urbana de los años 70, como La buena forma de la ciudad, de Kevin Lynch, Aspectos humanos de la forma urbana, de Amos Rapoport, o La imagen de la ciudad, de Paolo Sica –todos ellos publicados en su día en español por Gustavo Gili– para ver cómo en ellos la noción de espacio público o no aparece o se emplea  sólo como sinónimo de espacio común. Otras obras contemporáneas o anteriores ni siquiera remiten a nada a lo que llamar espacio público. Fijémonos, también por ejemplo, en una obra que publica, más cerca de nosotros, quien es hoy uno de los teóricos principales del espacio público como lugar y como principio teórico: Jordi Borja. En su Estado y ciudad, publicado por PPU en 1988 con materiales anteriores, el valor espacio público no es mencionado ni una sola vez.

No hay duda. El concepto espacio público irrumpe en las retóricas gubernamentales y arquitectónico-urbanísticas acerca de la ciudad, en un época relativamente reciente. Lo hace, tengámoslo claro, acompañando argumentalmente los procesos generalizados de reforma o intervención urbanas que trae consigo la reapropiación capitalista de la ciudad, es decir la convicción que el capital financiero y los gobiernos a su servicio –todos– adquieren en un cierto momento de que las ciudades deben y pueden convertirse en una mercadería en sí mismas y, por tanto, en marcos para la especulación mercantil y la obtención masiva de beneficios.

La terciarización de terrenos que fueron industriales o portuarios, ahora considerados obsoletos; la reordenación de centros urbanos de los que se expulsaba a las clases populares para convertirlos en festines inmobiliarios; la tematización de barrios enteros, destinados ahora a convertirse en decorados vacíos y deshabitados a merced del turismo de masas..., esas fueron las nuevas realidades que hicieron pertinente invocar hasta la mistificación una categoría que diera cuenta en términos al mismo tiempo técnicos e ideológicos del problema de los huecos urbanos, es decir de lo espacios con los que los consumidores de ciudad –nuevos propietarios, alquiladores de clase media o alta, habituales de centros comerciales y centros urbanos devenidos tales y turistas– debían encontrarse al salir de sus casas y devenir transeúntes. Más allá de sus pretensiones doctrinales y su asociación con los “altos valores” del civismo y la ciudadanía, el espacio público no dejaba de a ser concebido a la manera de una mera guarnición de las grandes y pequeñas operaciones de transformación urbana. Y cuando decimos guarnición lo hacemos en el doble sentido de la palabra, es decir guarnición como acompañamiento ornamental, a la manera de la guarnición culinaria, y guarnición como protección y salvaguarda de un emplazamiento, como cuando hablamos de guarnición militar.

Dicho de otro modo, se trataba de plantearse como cuestión problemática y buscar soluciones a los vacios o canales que rodeaban, atravesaban o rellenaban los nuevos entornos recualificados, haciéndolo por supuesto al servicio de lo que al mismo tiempo era su especulación y su espectacularización. Cada intervención debía ver atendidos sus exteriores –es decir a lo que retóricamente se presentaba ahora como espacio público–, tanto en lo formal como en lo securitario. En el primero de los planos se trataba de conformar lo que enfáticamente se mostraba como espacios “de calidad”, espacios ordenados a partir de criterios homogeneizadores, que repetían en cada actuación idénticos criterios estéticos y funcionales, debidamente sazonados con artefactos o muebles encargados a diseñadores-estrella, por lo general sin ninguna conexión con el entorno social y su memoria, incluso en no pocos casos destilando una verdadera aversión hacia el usuario real, percibido y recibido como un intruso incapaz de valorar debidamente los nuevos decorados que se le ofrecían.

Por lo que hace a la seguridad, se trataba de promulgar una serie de principios ideales de conducta –con frecuencia concretados en todo tipo de normativas presentadas como “cívicas”, que perseguían, impedían el acceso o expulsaban la presencia de cualquier elemento que estuviera en condiciones de desplegar modales propios de esa clase media universal para la que ese espacio había sido concebido. Las cámaras de vigilancia y la policía actuaban, en estos casos, como garantes extremos de que ese espacio público era lo que debía ser a toda costa. Por cierto, y en relación con esto último: interesante el papel creciente que han acabado asumiendo las brigadas municipales de limpieza, encargadas de liberar esos nuevos espacios públicos de todo lo considerado antihigiénico o insalubre, incluyendo ciertos seres humanos, cuya presencia pasa a ser considerada una cuestión ya no de orden público, sino directamente de salud pública.

Por supuesto que antes de su incorporación casi obligatoria al lenguaje oficial sobre lo que podríamos llamar la ciudad bien temperada, la noción de espacio público ya existía, al menos en ese sentido desde y para el que era invocada. En efecto, teóricos como Hannah Arendt, Jürgen Habermas o Reinhardt Kosselleck habían dado relieve a una noción que, de la mano de su trivialización política y urbanística, se convertía en idea-fuerza, concepto estelar que no se limitaba a ejercer una función descriptiva relativa a un determinado territorio ubicado entre volúmenes construidos, destinados en principio al encuentro y la circulación. Su uso fue, desde el principio, político y para hacer referencia a una esfera de coexistencia pacífica y armoniosa de lo heterogéneo, marco en que se podía esgrimir la evidencia de que lo que nos permite hacer sociedad es que nos ponemos de acuerdo en un conjunto de postulados programáticos en el seno de los cuales las diferencias se ven superadas, sin quedar olvidadas ni negadas del todo, sino definidas aparte, en ese otro escenario al que llamamos privado.

Ese espacio público se identifica, por tanto, como ámbito de y para el libre acuerdo entre seres autónomos y emancipados que se encuadran en una experiencia masiva de la desafiliación. Todo ello de acuerdo con el ideal de una sociedad culta formada por personas privadas iguales y libres que establecen entre si un concierto racional, en el sentido de que hacen un uso público de su raciocinio en orden a un control pragmático de la verdad. De ahí la vocación normativa que el concepto de espacio público viene a explicitar como totalidad moral, conformada y determinada por ese “deber ser” en torno al cual se articulan todo tipo de prácticas sociales y políticas, que exigen de ese marco que se convierta en lo que se supone que es. Por supuesto que de ese marco ideal debía ser expulsado o no admitido cualquier cosa o ser que desmintiera o desacatara esa arcadia integradora en que debían convertirse las calles y plazas de una ciudad.