dimarts, 23 de març del 2021

Cáncer y tabú. Los usos simbólicos de la malignidad


Hace tiempo -sería a mediados de 1996-, recibí una llamada telefónica del doctor Jordi Estapé, uno de los oncólogos más reputados del país, que me encargó un artículo sobre el cáncer y sus implicaciones sociales. Acepté y escribí unas páginas que le hice llegar. El título completo del texto, colgado en academia.edu, es Cáncer y tabú. Los usos simbólicos de la malignidad. El archivo indica que fuera acabadas en enero de 1997. No recuerdo si me mencionó en qué publicación iba a aparecer, pero lo cierto es que nunca más supe de él, ni qué había hecho con el texto que le llegué enviar. Dejando de lado el mérito que pueda tener, he pensado que es cosa de compartirlo aquí, al menos uno de los apartados.

LAS DIMENSIONES MÍSTICAS DE LA ENFERMEDAD. CÁNCER Y TABÚ
Manuel Delgado
           
Sería difícil sostener que las hazañas del conocimiento científico han desterrado de nuestra sociedad formas de representar y experimentar la realidad que se supondrían dentro de la jurisdicción de lo mágico o lo religioso. En ese orden de cosas, en pocos ámbitos como en los asociados a la enfermedad ‑que lo son al bienestar y al dolor, a la vida y a la muerte‑ podría observarse mejor esta persistencia de conductas y concepciones ajenas a los saberes objetivos. Este fenómeno se da no sólo entre quiénes constituyen los objetos del sistema sanitario ‑los pacientes o la población a la que se interpela mediante las políticas preventivas‑, sino que ni siquiera los propios agentes de la medicina científica, ni la puesta en escena de muchas de sus intervencio­nes, ni los discursos que las justifican ante los profanos, se han desembarazado del mismo halo misterioso que constituye la materia prima del prodigio, la maldición o la fe. Eso vale tanto para la tendencia de la medicina ha conducirse como una fuente de dogmas de pretensiones casi trascendentes, como para su tendencia a las puestas en escena rituales y demiúrgicas..

A partir de ahí, las ciencias sociales de la enfermedad ‑sociología, antropología, historia‑ han asumido la tarea de detectar los aspectos no biológicos que intervienen tanto en los procesos de enfermar como en los que hacen posible la curación, poniendo de manifiesto cómo tanto los síntomas como las modernas técnicas diagnósticas y terapéuticas son codificadas con frecuencia –tanto por los usuarios de la sanidad como por sus propios profesiona­les– empleando registros carismáticos y salvíficos. Esta labor ha permitido mostrar hasta qué punto la gradual medicali­zación de la sociedad y la institucionalización de la medicina se han visto acompañadas de una creciente sacramentali­zación de la gestión científica del curar.

Esa tendencia a mantener una consideración fetichizada de las anomalías que afectan al organismo, así como de sus causas, no puede separarse de la función metafórica que la enfermedad continua ejerciendo. Los conocimientos positivos no han logrado evacuar de lo somático la dimensión social que siempre lo ha parasitado, determinándolo y asignándole sentido, y que está en la base de su recurrente codificación en términos morales. O, dicho de otro modo, la medicina no ha conseguido convencer al conjunto de la sociedad –acaso ni siquiera a ella misma– de que una enfermedad es una circunstancia vital problemática que se puede objetivar, al margen de adherencias ideológicas de las que ni el paciente ni el profesional de la salud son siempre plenamente conscientes. Es más, es como si todo desmintiera la creencia de que las interpretaciones místicas del dolor y la muerte hubieran sido alguna vez un consuelo de los seres humanos ante su ignorancia de las «verdaderas causas» de las alteraciones orgánicas. Al contrario, es ahora, en un momento en que la medicina pretende estar en condiciones de presentar las auténticas razones de la enfermedad, cuando ésta parece exigir más que nunca que la ciencia resuelva el enigma de su sentido, certificando también en el plano simbólico, la omnipotencia que suele atribuírsele en el plano empírico-instrumental.

Los síntomas patológicos no son, aún hoy, tan solo significantes de una alteración en las funciones bio-fisiológicas de los individuos. Ese ruido que rompe el silencio exigido a los órganos sigue planteándose como un acontecimiento cuyo sentido acaba siempre apareciendo en otro sitio, más allá del cuerpo en sí. La alteración es, entonces, un significante cuyo significado trasciende la dimensión biofísica del sujeto afectado, para ir a ubicarse en su existencia como ser social. Se trata de lo que Jean Pouillon (Fétiches sans fétichisme, Maspero) llamaba, parafraseando a Lévi-Strauss, el «triángulo terapeútico», uno de cuyos ángulos es, junto a los que conforman médico y paciente, la ideología social que le sirve a ambos para organizar significativamente las prácticas y las experiencias que les atañen.

Es en ese orden de cosas que los síntomas continuan siendo pensados, hoy como ayer, como expresiones de desequili­brios cuyo escenario es la sociedad, y que sólo adquieren un sentido en la medida que se incluyen en un sistema simbólico determinado. Es el imaginario colectivo el que se encuentra en permanente disposición de convertir cualquier avatar del cuerpo individual en prueba de procesos y relaciones que se dan en lo societario y que están marcadas por su naturaleza desviada. Foucault ("Historia de la medicamentalización", Historia de los hombre infames, La Piqueta), en ese sentido, tenía razón cuando, en relación con el proceso de medicamentalización, veía el cuerpo como objeto al que los discursos hegemónicos imponían sus disciplinas, y los peligros que lo acechaban como instrumentos ideológicos en la lucha por la dominación.

Esa capacidad de la enfermedad para constituirse en vehículo de metáforas sociales encuentra en el campo oncológico un territorio de privilegio en que confirmarse. En efecto, en pocos ámbitos como éste podríamos encontrar más pruebas del contrabandeo constante que vulnera la separación entre lo «científico» de lo «popular», lo «médico» de lo «mágico-religioso». La misma idea de «malignidad» que se adscribe sistemáticamente a los estados, factores o procesos cancerosos es bien elocuente de ese recurso a figuras extraídas del imaginario mágico-religioso tradicional. Es en ese sentido que se establece que el cáncer es un tabú. La propia palabra «cáncer» es ya objeto de las precauciones y soslayamientos que rodean las prohibiciones rituales, propias, según se supone, de las sociedades tradicionales o «primitivas». Mencionar la palabra maldita es ya signo de mal augurio. Parece como si explicitar la sospecha de la enfermedad contribuya a desencadenarla, o como si reconocer su presencia deviniera un factor de contagio. Así, más por precaución que por misericordia, la gente ordinaria suele hablar de que alguién tiene «algo malo». La notas necrológicas de la prensa optan por eufemismos: «falleció luego de una larga enfermedad». En cuanto a los profesionales de la salud suelen preferir nociones técnicas ‑neoplasia‑, que en privado pueden adoptar formas familiarizadas –«una neo»–.

Los determinantes socio-ideológicos de la enfermedad alcanzan en el caso de los enfermos oncológicos una dimensión extrema, lo que conduce a actitudes definibles por su irracionalidad, desde el punto de vista estrictamente médico. A pesar de que el cáncer no es, en sí, una enfermedad contagiosa, el enfermo, una vez diagnósticado, suscita todo tipo de rechazos y prudencias. A partir del momento en es lanzado al infierno de la enfermedad, gran parte de su círculo de familiares, amigos o conocidos le evitará o le abandonará. Los efectos insidiosos de la quimioterapia o la radioterapia –envejecimiento brusco, caída del cabello, adelgazamiento– brindarán de él un aspecto aterrador, aunque, de hecho, el simple conocimiento del mal que le afecta ya es suficiente para proceder a s estigmatización. La insistencia de los médicos de que el diagnóstico de cáncer no tiene porqué implicar una condena a muerte y la evidencia de los avances conseguidos en su curación no tienen ningún efecto: cáncer quiere decir muerte. Acaso sea esa la clave que hace de la contaminación de la que, según el imaginario social, el enfermo de cáncer se hace potencial agente no es física, sino esencialmente moral. Su proximidad o contacto no transmite gérmenes, sino categorías ideales –agonía y muerte– que suscitan en el habitante de las sociedades modernizadas un pavor absoluto.

Es fácil entender cómo el cáncer se ha convertido en un ejemplo en especial ilustrativo de la fetichización de que la enfermedad es objeto en todas las sociedades, incluyendo la nuestra. Entre todos los que pueden afectar al individuo humano, el asociado al cáncer es el estado mórbido que más angustia suscita. En primer lugar, por supuesto, por el dolor que provoca y lo incierto de su curación. Pero el cáncer es en especial terrible por la desorganización total de la vida que comporta y por la dificultad del pensamiento humano para enfrentarse racionalmente a él. El cáncer –un nombre que pretende agrupar enfermedades muy distintas entre si, prueba primera de su condición mixtificada– deviene paradigma inmejorable del desorden, de enloquecimiento de una parcela del universo ‑las células‑, que parece haber escapado de todo control, que se niega obedecer las órdenes del sistema de vida en que se inserta. Las metástasis, pueden ser pensadas igualmente siguiendo el símil no tanto de la invasión del cuerpo por un ejército extranjero, como quisiese la analogía con respecto de las enfermedades infecciosas, sino a la manera de un comportamiento caótico que se esparce irrefrenablemente, un foco de insurreción incontrolable de un lugar del propio organismo, que se expande y que acaba arrastrando en su insensatez al conjunto de la vida orgánica interior. El cáncer, en efecto, es una desestructuración que mata.

La propia percepción de los tumores malignos como "algo" que crece dentro del cuerpo, gastándolo, se presta también a esa interpretación mística de la enfermedad. El cáncer es "una cosa" que corrompe, consume, quema, come el ser al extenderse o proliferar. Susan Sontag propone la imagen de "un feto con su propia voluntad" (La enfermedad y sus metáforas, Muchnik), es decir una corporeidad ajena dentro del propio cuerpo. Todo ello remite a la vieja figura del ente maléfico interior, que conspira para destruir el organismo que lo alberga y que el paciente ‑y tras de él, la comunidad entera‑ exige del chamán ‑o, entre nosotros, del sanador o del médico‑ que lo expulse. El cáncer se adecua a una concepción de la enfermedad ampliamente registrada en numerosas sociedades, según la cual el mal no es tanto una pérdida como una adjunción, una incorporación desdichada que debe exorcizarse. En las sociedades negro-africanas y negro-americanas, en las que la posesión es la forma más habitual de relación con lo invisible, el cáncer encontraría homologación en formas de ataque brujeril consistentes en incorporar una sustancia física ‑el mangu azande del que nos hablaba Evans-Pritchard (Brujería, magia y oráculo entre los azande, Anagrama)‑, que crece en el interior de la víctima, destruyéndola poco a poco por dentro.

Esa eficacia del cáncer como expresión de una presencia que coloniza mórbidamente el interior del ser humano, es la que la sociedad reclama para describir la acción de sus propios enemigos interiores, usando los procesos tumorales como metáfora de todo lo que la corroe o amenaza desde su propio seno. Se habla, así, de "cánceres sociales" para hablar de todo lo que puede ser concebido como motivo de alarma por causa de su crecimiento insidioso, y también de todo aquéllo que debe ser extirpado para salvar a la comunidad del deterioro y, finalmente, de la muerte: el terrorismo, las drogas, las sectas, el racismo...