divendres, 9 de desembre del 2022

Las dos caras de Guayaquil


La fotografía corresponde al Malecón de Guayaquil y está tomada de ecuadorunplugged.com/photoblo]

Fragmento de “Urbanismo y urbanidad. Guayaquil, Barcelona y elfuturo de las ciudades”, ponencia en el III Congreso de Arqueología y Antropología en Ecuador, Guayaquil, octubre 2008

LAS DOS CARAS DE GUAYAQUIL
Manuel Delgado

Escribe Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción, refiriéndose a su primera mirada sobre París: "Y cuando llegué por primera vez, las primeras calles que vi a la salida de la estación, no fueron más que, como las primeras palabras de un desconocido, las manifestaciones de una esencia todavía ambigua, pero ya incomparable". No conozco Guayaquil sino justamente, como suele decirse, “de vista”. No estoy en condiciones de aportar sobre esa ciudad un estudio a fondo, un análisis bien fundamentado en la experiencia o el trabajo documental, menos todavía algo ni remotamente parecido a lo que debería ser un informe etnográfico. Sólo permanecí en Guayaquil los días de septiembre de 2008 en que transcurrió el III Congreso de Antropología y Arqueología en Ecuador, en los que aproveché todas las oportunidades que se me brindaron para abandonarme a la diletancia de flânneur recién llegado que, como Merleau Ponty topándose de pronto con las calles de París, estaba en condiciones de mirar a los ojos durante un instante a una ciudad que me acababa de ser presentada y de la que, súbitamente, podía obtener una información imprecisa pero lúcida a su manera, puesto que ese primer encuentro proporcionaba una cierta verdad fenomenal de Guayaquil, una evidencia a la que nunca más volvería a tener acceso o que incluso llegaría a perder con el paso del tiempo y la acumulación de datos y vivencias.

Esa especie de observación impresionista la practiqué paseando por el centro recién remodelado de la ciudad ­–Parque del Centenario, Avenida 9 de Octubre– en el que pude contemplar una disciplinada multitud paseando por un entorno previsible y ordenado, predispuesto sólo para apropiaciones apropiadas y en el que todo parecía estar en su sitio y ser como debía ser. También pude caminar plácidamente, en compañía de Dolores Juliano y Alejandro Isla, por el Malecón 2000, una intervención que reconocía de haberla visto repetida en  guías y reportajes y que era una reconversión en clave de centro lúdico-comercial al aire libre del antiguo paseo marítimo junto al río Guayas. Se trataba del típico “espacio público de calidad”, usado ahora por pacíficos viandantes ociosos que se movían en un ambiente afable y sin sobresaltos y que podían detenerse en cualquiera de los espacios verdes postizos de la zona o adquirir comida rápida internacional en los centros de McDonnal’s o el Kentucky Fried Chicken. No podía faltar la correspondiente macroinstalación para el ocio ­–el Imax– y, por supuesto, el indispensable templo levantado en honor de los nuevos dioses del Arte, la Cultura y el Pasado, en este caso el Museo de Antropología y Arte Contemporáneo, MAAC. También subí los 456 escalones numerados que remontan el Cerro Santa Ana, flanqueados por aseadas tiendas de recuerdos, cibercafés, salas de arte, bares con ambiente… En la cima, la iglesia de San Martín de Porres, el faro y un pertinente museo en el que se evoca la época en que Guayaquil era objetivo de incursiones piratas. También restaurantes y terrazas desde los que se podía disfrutar de magníficas vistas sobre el río y la ciudad.

Pero no todo era tan amable y ordenado en Guayaquil. En largas caminatas –que muchos tomaban por pura extravagancia– entre el hotel en que me hospedaba, cerca del Mall del Sol, en el barrio exclusivo de Samborondón, y el espléndido nuevo centro urbano de Guayaquil, me di de bruces con un paisaje humano complejo y abigarrado, parecido al de otras ciudades  latinoamericanas. Callejeando por la Avenida de América, Presidente Jaime Roldós, Julián Coronel o Los Ríos, por fin Quito­, vi o me cruce con gentes de todo tipo: transeúntes que iban o venían vaya usted a saber desde y hacía dónde, de o a hacer quien sabe qué; estudiantes, trabajadores y trabajadoras, amas de casa, colegiales y estudiantes que entraban o salían de clase; vendedores ambulantes; individuos con aspecto inquietante que parecían sopesarme como presa, y cientos de vehículos que se sabían los amos de la vía y que, a ratos, en según que tramos, podían hacerme sentir, a mi, viandante solitario atravesando territorios desapacibles, como una especie de estridencia o anomalía… Una ciudad, en fin, atravesada por todo tipo de espacios y lugares en los que las cosas se juntaban y confundían.

Vi más. Me zambullí en el mercado de La Bahía y creo que llegué a formar parte de la argamasa de cuerpos y sensaciones que generaba la actividad frenética de comerciantes, compradores y otros seres humanos cuya presencia allí parecía responder a funciones más bien difusas. Bajando con Alejandro la escalinata del cerro Santa Ana, pude entrever, a mano derecha, por algunas oberturas, lo que aquel decorado de cartón piedra que era el conjunto monumentalizado ocultaba. Separándonos de ese núcleo central del cerro, en contra de lo recomendado por los vigilantes jurados de la zona, descubrimos que el “tradicional y entrañable” Barrio las Peñas lo constituía un laberinto de calles estrechas, casi todas sin pavimentar –algunas una cloaca al aire libre–, en torno a las cuales se alineaban casas pobres habitadas por pobres. Nada que una guía turística hubiera entendido como digno de ser recogido como un “lugar emblemático” de la ciudad, por mucho que bien cierto que lo era, aunque fuera en un sentido bien distinto al deseado por la visión oficial sobre la ciudad.

Una mañana, unos amigos me acompañaron al Suburbio Oeste para que conociera a unas familias montubias. Allí encontré un paisaje no muy distinto al que había conocido en Ciudad Bolívar, en Bogotá, o en Lugano, en Buenos Aires, pòr ejemplo, grandes barriadas populares en las que la pobreza aparece mezclada con una dignidad humana de la que las clases acomodadas de sus respectivas ciudades no saben ni sabrán nada. En esa visita pude ser testimonio directo de un espeluznante suceso. Dos mujeres –una joven y su madre– habían sido atropelladas por un vehículo que se salió de la calzada en la Perimetral –la autopista de circunvalación que rodea Guayaquil– y que luego huyó. Los cuerpos permanecieron casi una hora tendidos sin vida a un paso de la parada de bus en que fueron arrollados. El drama que se iba desarrollando en aquel escenario se me antojaba atroz, pero me dijeron que no dejaba de ser habitual, porque accidentes de esa naturaleza eran bastante frecuentes en  aquel punto.

Fue de este modo que me cupo la posibilidad de contrastar en el breve lapso de unos días, dos realidades urbanas que respondían a un mismo nombre  –Guayaquil– pero que tenían poco que ver entre sí. De un lado, la ciudad de las páginas web o las publicaciones oficiales, la que se nos mostraba a los visitantes ilustres y a los turistas, incluyendo a los propios guayalquileños, a los que no se dejaba de tratar como si fueran espectadores de su propia ciudad. Era la Guayaquil renovado, remodelado, rescatado, el de los escenarios tematizados y las instalaciones comerciales, lúdicas o culturales concebidas según estándares internacionales, etc. Del otro, la ciudad real, la Guayaquil de la desigualdad y la pobreza, la ciudad irredenta que escamotearán las campañas de promoción, las autoridades institucionales y la prensa oficial.

Las intuiciones extraídas de ese vistazo sobre Guayaquil y del cúmulo de impresiones que me procuraba se vieron confirmadas por miradas y análisis más hondos aportados por otros, sobre todo para enfatizar el precio que las mutaciones urbanísticas en Guayaquil estaban pagando en materia de exclusión social y derechos humanos. Guayaquil aparece recurrentemente mencionada como paradigma a seguir en ámbitos como la remodelación urbanística, la higienización social o el estímulo de las industrias asociadas al turismo, pero lo que uno halla en esa ciudad no es muy distinto de lo que caracteriza cualquiera de las capitales latinoamericanas que están compitiendo por incorporarse a las grandes dinámicas de globalización capitalista: regeneración de centros urbanos o recuperacion de zonas industriales o portuarias consideradas obsoletas, a cambio de la depauperación de otras zonas en las que se confina a sectores de la población cada vez más numerosos y más miserabilizados; formas de reapropiación capitalista del territorio que priman la escenografía temática y el simulacro; puesta en circulación de discursos que hacen el elogio de presuntas singularidades, que son casi siempre una mera parodia identitaria; generación de espacios públicos rigurosamente vigilados, lo que hace de ellos cualquier cosa menos realmente publicos; campañas publicitarias que llaman a la buena conducta y a la sumisión virtuosa y en las que se emplea un lenguaje grandilocuente, lleno de jaculatorias en pro de la convivencia, el civismo, la urbanidad... Todo ello imitando de manera descarada “modelos” urbanos del llamado “primer mundo”, entre ellos, cómo no, Barcelona, uno de los que mejor ejemplifica la conversión de la ciudad en producto de y para el consumo, cuya promoción es puesta en manos de técnicos en marketing y publicistas.

Cuando mis anfitriones en Guayaquil me explicaron que el Malecón era un territorio exclusivo, y por tanto excluyente, en el que se prohibía besarse a las parejas, cualquier conducta estridente era amonestada o sancionada, la venta informal proscrita y al que guardias privados impedían el acceso a cualquiera que vistiera de manera considerada poco adecuada o tuviera un aspecto que desentonara con el conjunto, no tuve la impresión de hallarme ante ninguna novedad. Si en Guayaquil eran a una relativamente pequeña porción de su espacio público a la que se le aplicaba un derecho de admisión propio de espacios privados, en Barcelona, la ciudad europea de la que procedía, era la totalidad del espacio público la que veía escamoteada su naturaleza consustancial –en tanto que público– de accesible a todos.

Pero no era sólo que las técnicas de borrado y acoso de cualquier realidad humana inconveniente que se estaban implementado en ciertas áreas de Guayaquil fueran las mismas que afectaban ya a Barcelona entera. Más relevante era que esas políticas de urbanización –en el doble sentido de sometimiento a los  planes urbanísticos y a los manuales de urbanidad– se estaban llevando a cabo invocando idéntica retórica basada en valores abstractos –ciudadanía, integración, civismo, convivencia–, cuya repetición constante convertía a los habitantes de la ciudad en escolares perpetuos a los que se adoctrinaba en una especie de virtuosismo social permanentemente activado. Lo chocante es que esa mística de los grandes valores civiles en torno a los que se preveía generar la adhesión moral de los ciudadanos aparecía provista desde perspectivas ideológicas que cabría suponer poco menos que antagónicas. 

Un mismo repertorio de razones “trascendentes” era puesto al servicio legitimador de políticas urbanas casi idénticas, pero en un caso –el de la ciudad ecuatoriana– emanada desde la hegemonía socialcristiana y neoconservadora que encarnaran sus alcaldes León Febres-Cordero y Jaime Nebot, mientras que en Barcelona se inspiraba en postulados nominalmente progresistas y eran asumidos por un gobierno municipal que ejercen, desde hace más de treinta años, una coalición de socialistas, independentistas catalanes de izquierda, ecologistas y comunistas. Si a los postulados ideológicos para la renovación de Guayaquil se llegaba desde la exaltación de los valores más tradicionales de la familia cristiana y el liberalismo individualista, idéntico resultado se obtenía, en el caso de Barcelona, arrancando desde las tesis de la democracia radical y del ciudadanismo, esa ideología en pro de la reforma moral del capitalismo que es hoy por el hoy el catecismo de las socialdemocracias europeas e incluso de una izquierda radical debidamente corregida y atenuada.