dilluns, 17 d’octubre del 2022

Cuando la delincuencia hablaba castellano


Foto tomada de baetulo.blogspot.com en julio de 2009 

CUANDO LA DELINCUENCIA HABLABA CASTELLANO 
(El Periódico de Catalunya, 20/5/2002)
Manuel Delgado

Parece más vigente que nunca esa lógica de estigmatización que consiste en atribuirle todo tipo de culpas a las personas pobres procedentes del exterior, que llegan a incorporarse a los estratos más inferiorizados de la sociedad, realizar los trabajos más duros y peor pagados y alimentar las filas de la marginación social, es decir a los llamados inmigrantes. Es a ellos en quienes cabe descargar la culpa de todo: el desempleo, la pérdida de sustancia cultural y, por supuesto, el aumento de delitos. Incluso parece ser que los inmigrantes son directamente responsables de estimular el racismo, con lo que se insinúa que lo que hay que suprimir no es al racismo, sino a los inmigrantes.

En efecto, el inmigrante es una figura ideal para que una sociedad piense, desde dentro, sus propios fracasos, sus frustraciones, su desorden, su desaliento y sus injusticias. El recién llegado se presta inmejorablemente para que las capas más desfavorecidas de los que ya estaban asentados encuentren un culpable fácil y vulnerable, dirigiendo hacia abajo acusaciones que sería mucho más comprometido dirigir hacia arriba. A los beneficios de que nos provee su presencia, relacionados con los requerimientos más inclementes del mercado de trabajo, se le debe añadir su idoneidad en orden a concentrar en él las imputaciones que la sociedad no tiene el valor de asumir como propias. Así, si aumenta la delincuencia, por ejemplo, nunca es por la creciente desarticulación del Estado del bienestar, el aumento de precariedad laboral o la falta de expectativas personales. Pensar que hay una relación directa entre pobreza y delincuencia sería sin duda complicar demasiado las cosas. Lo fácil, lo expeditivo es achacarle la responsabilidad a aquellos que no pueden defenderse y a los que resulta poco costoso atacar.

Como se sabe, ese discurso que asocia inmigrantes y desorden social está rindiendo magníficos beneficios a la extrema derecha. Tenemos síntomas bien cercanos de ello en lo que está pasando estos días en Premià de Mar, donde un movimiento de tintes racistas ha encontrado su líder. Pero no son sólo los grupos calificados de fascistoides los que se aprovechan de ese efecto óptico que hace pasar a los inmigrantes, y no a la exclusión social, como causantes de la criminalidad. Hay otros partidos que no reciben la etiqueta de xenófobos, pero hacen y dicen como si lo fueran. Lo sabemos bien. El ministro Rajoy declaraba en marzo que el aumento de la delincuencia era consecuencia directa del aumento de la inmigración. Y es que es verdad que la ultraderecha no llegará nunca a gobernar en España: ya lo está haciendo.

Es cierto que las cifras son elocuentes. Hace pocos días se hacía público que 89,9 % de los presos preventivos que ingresaron en las cárceles españolas en los tres primeros meses de este año eran extrangeros. Pero si hubiéramos hecho una encuesta sobre la població reclusa en Catalunya en la década de los 60, los 70 o incluso los 80, habríamos obtenido que la inmensa mayoría era castellanoparlante y eso no nos habría llevado a inferir que haber nacido en otra región española fuera un factor desencadenante de inseguridad ciudadana. O quizá si. Recuerdo una pintada en una calle de l’Eixample, leída hace ya muchos años: "La delinqüència parla castellà". Como se puede ver, siempre ha habido quien, entre nosotros, ha considerado que acabar de llegar al país te convertía automáticamente en sospechoso. Eso y, por supuesto, haber llegado desde y en la miseria.

Así que, de acuerdo: un alto porcentaje de personas detenidas y encarceladas son inmigrantes. Pero hay otro dato todavía más elocuente: lo sean o no, seguro que el 100 % son pobres. No nos engañemos, la ley no castiga el delito: castiga la pobreza. Si los jueces condenaran a los responsables de los males sociales, las cárceles del mundo estarían llenas de gobernantes, empresarios y banqueros. Pero no es así. Los sistemas policiales y jurídicos no hacen más que confirmar lo que los discursos oficiales y las mayorías sociales proclaman: que los culpables de los desastres de la sociedad no pueden ser nunca otros que sus propias víctimas, es decir los más débiles.