divendres, 28 d’agost del 2020

Sobre la artistización de las transformaciones urbanísticas

La foto es de Jordi Secall, tomada en la destrucción de lo que sería el Forat de la Vergonya en 2005

Fragmento de La artistización de las políticas urbanísticas. El lugar de la cultura en las dinámicas de reapropiación capitalista de la ciudad. en Scripta Nova, Vol. XII, núm. 270 (69), 1 de agosto de 2008.

Sobre la artistización de las transformaciones urbanísticas
Manuel Delgado

Por doquier nos encontramos con ejemplos de hasta qué punto se entremezclan en un mismo campo, en la actualidad, los valores asociados al arte y la cultura en general, por un lado, y, por el otro, grandes dinámicas de mutación urbana de amplio espectro que alcanzan hoy dimensiones planetarias. Las políticas de reconversión y reforma urbana derivadas de la nueva era postayloriana, que están transformando la fisonomía tanto humana como morfológica de las ciudades, consisten en favorecer los procesos de gentrificación de centros históricos –una vez expulsada la historia de ellos–, así como para la “elevación moral” de barriadas estigmatizadas, la revitalización de barrios que previamente se habían dejado deteriorar y que se recalifican como zonas residenciales de categoría superior o se colocan al servicio de las nuevas industrias tecnológicas que demandan las lógicas globalizadoras. Esos grandes procesos de transformación urbana se llevan a cabo hoy, casi sin excepción, acompañados de todo tipo de actuaciones que invocan altisonantes principios abstractos. En ellos las políticas de promoción urbana y competencia entre ciudades encuentran un valor refugio con que dotar de singularidad funcional y prestigiar lo que en la práctica son estrategias de tematización y espectacularización al servicio del mercado, además de constituirse en fuente de legitimación simbólica de las instituciones políticas ante la propia ciudadanía.

Entre esos valores universales representados como incontestables destaca el de la Cultura, entendida como una instancia en cierto modo sobrehumana a cuyos efectos cabe asignarle virtudes poco menos que salvíficas. Ese protagonismo argumental asignado al valor Cultura se traduce en lo que se ha definido como artistización de la reapropiación capitalista de las ciudades. Por doquier damos con evidencias, en primer lugar, del papel de la Cultura en la creciente desmaterialización de las nuevas fuentes de crecimiento económico, como sector atrayente para la inversión financiera y como motor del desarrollo capitalista. Tampoco se oculta, al mismo tiempo, la manera como esa misma Cultura, fetichizada y mistificada, se ha convertido en las últimas décadas en una auténtica religión de Estado, lo que algunos han llamado el “quinto poder”. En una intersección entre ambas funciones –la de motor del desarrollo capitalista y la de fuente de legitimaciones casi sobrenaturales de los poderes instituidos– vemos proliferar macroiniciativas urbanísticas que nunca dejan de incluir, como ingrediente indispensable, la consabido gran templo cultural, encargado siempre a un arquitecto famoso, que se impone de manera arrogante –casi siempre sin dialogar con ellos– a los paisajes urbanos en vía de recuperación o reconversión y que casi nunca es directamente aprovechable por lo que hasta el momento de su intervención constituía la mayoría de su población.

De ello se derivan importantes consecuencias en la valoración del espacio intervenido artística o culturalmente, entendiendo valoración no sólo en el sentido de elevación de la calidad ética o estética que se desea atribuirle, sino en el mucho más prosaico del precio del suelo, es decir de su rentabilidad. En la práctica, por mucho que se quiera ocultar o disimular, las actuaciones en materia cultural promocionadas oficialmente funcionan como prótesis ornamentales o guarniciones dignificadoras de grandes operaciones de reforma urbana, ya sea para la reconversión de antiguos terrenos industriales, para la colonización de lo que fueron terraines vagues o para la rehabilitación –léase revalorización– de barrios antiguos considerados obsoletos o zonas industriales condenadas por las dinámicas de desindustrialización. Se trata de implantar grandes polos de atracción simbólica, todos ellos homogéneos y banales, en especial en territorios en vías de “regeneración”, y en todos los casos formando parte de las técnicas de marketing que le están sirviendo a las ciudades para resultar atractivas a las grandes inversiones internacionales en sectores como las nuevas tecnologías, la construcción o el turismo.

El ingrediente “cultural” cumple por tanto dos objetivos. Por una parte, se impone un hito poderoso que irradia prestigio y elegancia y que convierte de pronto en atractivo un determinado sector de la ciudad hasta hacía poco deteriorado o en decadencia. Por otro lado, instaura un elemento de sacralidad que, evocando el papel de las antiguas catedrales medievales, se impone de forma autoritaria sobre el territorio, no sólo dotándolo de una plusvalía simbólica que enseguida devendrá dineraria, sino sobre todo rescatándolo de lo que podríamos llamar “el diablo urbano”, es decir la tendencia de la vida urbana al enmarañamiento y la opacidad. El “factor cultural” actúa así en dos sentidos –uno material; el otro intangible– que son en realidad complementarios, indispensables el uno para el otro: contribuye a “limpiar” el territorio, a clarificarlo, tanto en el plano de las prácticas sociales consideradas inconvenientes para los proyectos de desconflictivización urbana, pero hace lo propio con las representaciones imaginarias que habían contribuido a estigmatizar un determinado sector. La Cultura funciona así al mismo tiempo como negocio y como exorcismo y expiación, puesto que sólo puede convertirse en dinero una ciudad que haya sido previamente liberada de las potencias malignas que la poseían –las nuevas y viejas formas de miseria, la tendencia a la ingobernabilidad, las grandes y pequeñas luchas– y que todavía son reconocidas como al acecho.