diumenge, 30 d’agost del 2020

Sobre el orden social en el plano de la interacción

La foto es de Yenthem

Fragmento de la conferencia "El espacio público y otras ficciones urbanas", pronunciada en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia en Medellín, el 3 de febrero de 2011.

SOBRE EL ORDEN SOCIAL EN EL PLANO DE LA INTERACCIÓN 
Manuel Delgado

La presunción relativa a la autonomía de los acontecimientos que se producen en el transcurso del flujo de los encuentros, es decir a la consideración en tanto que realidad exenta de la situación comunicacional, se desvela un espejismo cuando se pone de manifestó que el espacio de los entrecruzamientos sociales por excelencia, esto es el espacio público urbano, no es tanto el proscenio de la puesta en escena de las diferencias, como el de la puesta en escena de las desigualdades. En efecto, en cada cuadro dramático que se desarrolla en contextos públicos los intervinientes pueden perder la protección que les concede hipotéticamente el anonimato al verse delatados por indicios que denotan en ellos un origen socioestructural o una desviación de la norma susceptibles de provocar desazón o embarazo en sus interlocutores. Quién notó y colocó en primer término esa problemática –la de la manera como la situación no se produce en ningún caso de espaldas o al margen del orden social en cuyo marco se produce– fue Erving Goffman, que se instalaba de ese modo fuera del campo del interaccionismo simbólico para proponer una línea microsociológica más afín a la tradición estructural-funcionalista en la que se formara. Para Goffman, la atención por la versatilidad y dinamismo de los microprocesos sociales era del todo compatible con la puesta en evidencia de que la interacción está gobernada por regulaciones sociales ajenas y anteriores a la situación. Es más, es a él a quien cabe el mérito no sólo de contemplar como la acción situada encarna el orden social establecido, sino la manera cómo los intervinientes en cada interacción están contribuyendo de forma activa a su mantenimiento, aviniéndose en todo momento a colaborar y luchando por mantener a raya cualquier factor que lo amenace.

La perspectiva interaccionista –como ocurre con la etnometodológica, las teorías de la conversación y otras variables de construccionismo cognitivista– trabaja a partir de un supuesto troncal que otorga a los intervinientes en cada encuentro la capacidad de determinar o intentar determinar en el curso mismo de la acción lo que en ella va a suceder. Esa perspectiva no niega que ciertos determinantes estructurales –por ejemplo los derivados de una estraficación clasista, étnica o de género o cualquier otra forma de jerarquización social– tengan un papel importante en la coproducción de consenso y en las transacciones comunicacionales, pero éstas no son una mera reverberación de esas relaciones asimétricas, sino “otra cosa”, y otra cosa para la que libertad de decisión y acción de los individuos es decisiva. Ese supuesto que los interaccionistas asumen permite distinguir entre contexto estructural y contexto de negociación. El contexto estructural pesa sobre el de la negociación, pero éste remite a condiciones y propiedades que son específicas de la propia interacción y que intervienen decisivamente en su desarrollo. Es tal distinción la que Goffman no reconocería como pertinente, puesto que la autonomía de la interacción respecto de la estructura social en que se produce es una pura ficción, en tanto presume una improbable capacidad de los seres humanos para superar o incluso vencer las constricciones ambientales de las que proceden, desde las que han ingresado en la interacción y la han definido, y que pueden ocultar o disimular, pero que en ningún momento abandonan. En efecto, para Goffman, en cada negociación los individuos trasladan y encarnan los discursos y los esquemas de actuación propios del lugar del organigrama social desde el que y al servicio del cual gestionan a cada momento su presentación ante los demás. 

Siempre ha resultado comprometido encasillar a Goffman en una corriente determinada. La génesis y la composición de un pensamiento como el suyo es un tema controvertido y al propio sociólogo o antropólogo canadiense –su propia adhesión disciplinar ya es incierta– le disgustaba profundamente que se le aplicaran etiquetas. Goffman asume las preocupaciones de la Escuela de Chicago; aprende de sus representantes –sobre todo de Thomas, Park, Warner y Hugues– y centra su atención en asuntos que ya habían sido axiales para los pragmáticos; recoge el protagonismo que Simmel le asigna desde la sociología clásica al trenzamiento infinito de pequeñas formas de socialidad; dialoga intensamente con G.H. Mead y adopta de él como central la idea de self y es adoptado como alumno por quien inventa el interaccionismo simbólico como corriente sociológica, Harold Blumer... La perspectiva de Goffman es sin duda situacional, pero su apuesta por el microanálisis aparece atravesada por un énfasis preferente en el orden social, por cómo éste busca preservarse a toda costa y hacer reversible cualquier dinámica que pudiera afectarle; por la complicidad activa que los individuos aplican a la hora de que reprimir o suprimir los factores que alterarían la disposición del mundo social; por la manera como los miembros del grupo sacralizan aquello de lo que de algún modo dependen... Lo que parece preocupar a Goffman no es cómo los individuos pueden cambiar el orden de sus relaciones y la estructura en que se mueven, sino, al contrario: cómo, conscientes de esa virtualidad, la neutralizan y se obligan a sí mismos a ofrecer permanentemente muestras de que no piensan ejercerla, puesto que conocen y temen el precio en forma de desaprobación o castigo que habrán de pagar por ello.

Son esos elementos nodales en su análisis los que convierten al autor de La presentación de la persona en la vida cotidiana, por muy sintética o ecléctica que se quiera ver su aportación teórica, no tanto un interaccionista sino más bien como alguien marcado por la sociología de Durkheim –de ahí el protagonismo otorgado a las ritualizaciones– y cercano al estructural-funcionalismo de Radcliffe-Brown, a quien Goffman reconoce con orgullo que  estuvo a punto de conocer un día, tal y como reza la dedicatoria a él dirigida con que se abre su Relaciones en público (Alianza). En cuanto a su relación con el interaccionismo simbólico, con el que un cierto lugar común tiende a emparentarlo, fue el propio Goffman quien se encargó de desmarcarse de esa corriente. Compartía con ella el mismo acento en la importancia de contingencias situacionales, pero no podía compartir el presupuesto que concedía a los individuos capacidad de pactar su realidad más allá de marcos de referencia –ese concepto de resonancias cinematográficas y tomado de Gregory Bateson, que tan esencial resulta para entender la madurez teórica de Goffman– que siguen lógicas y mecanismos impersonales, ajenos a la voluntad de quienes participan de y en ellos y que éstos no pueden sino acatar, dando permanentemente señales inequívocas de que piensan hacerlo. Recuérdese que, para Goffman, los marcos de referencia primarios son los principios de organización que gobiernan objetivamente y dan sentido subjetivo a los acontecimientos. La voluntad, la inteligencia, la astucia o el esfuerzo de los agentes que participan pueden manipularlos, transformarlos, moverse en ellos, incluso vulnerarlos, de igual modo que los intereses de cada cual pueden motivar interpretaciones y respuestas distintas relativas a su significado,  pero todo ello de forma parcial y relativa, puesto estos marcos funcionan a la manera de una pauta natural que guía y controla correctoramente en todo momento la experiencia y la acción sociales.

Como se ha puesto de relieve, el microanálisis goffmaniano es situacional. Para Goffman la situación es un orden social en sí mismo, una entidad que puede y debe ser percibida –tal y como quería Durkheim para cualquier forma de colectividad– como una realidad sui géneris, dotada de sus propias leyes y de sus correspondientes transgresores, de sus principios de organización, de sus jerarquías, de sus propias funciones y estructuras. Pero poco que ver con la pretensión de interaccionistas y etnometodólogos de que la situación es un orden surgido a instancias de la propia iniciativa de los concurrentes. Es decir, y por emplear las palabras del propio Goffman en su discurso de investidura en American Sociological Association, “el orden de la interacción es el orden social en al plano de la interacción”. En ello Goffman, repitámoslo, no se aparta de la tradición sociológica clásica –Parsons, por ejemplo–, para la que las actuaciones y las percepciones recíprocas están orientadas por modelos normativos preestablecidos. Las propiedades situacionales son las propiedades de la situación, pero no las que aporta la tarea interpretativa e intencional de los sujetos, vistas desde su propio punto de vista, sino aquellas otras en las que encontramos la huella de las reglamentaciones que estructuran los momentos  desde fuera y que los actuantes asumen la tarea actualizar. Todo ello escrutado desde una óptica casi naturalista –émic, diríamos los antropólogos–, para la importante no son los actores, sino en las acciones, y acciones en las que, para Goffman, no hay actores, sino más bien personajes. En cada encuentro lo que se trenza no son sólo subjetividades autónomas y creativas que negocian qué está pasando, sino sobre todo objetivizaciones estructurales, puntos y roles en el organigrama social, que encuentran en cada coyuntura la oportunidad de ponerse a prueba y salir finalmente victoriosos. El grueso de la actividad de quienes construyen la sociedad de los encuentros públicos no es producir mundos inéditos e irrepetibles, sino justamente evitar que los avatares de la vida, la ambivalencia y la incertidumbre que no dejan de suscitar, desgasten, desmientan o desacaten la presunción que todos comparten de que el orden social que encarnan es más consistente e imperturbable de lo que realmente es.

Y eso es así en tanto esa sociedad en miniatura hacia la que Goffman conduce nuestra atención –la situación– no es un simple reflejo mecánico y fiel de los marcos macrosociales en que se desarrolla. Al contrario, en lugar de ver confirmada la estabilidad y la predictibilidad de que en principio debería proveer el trasfondo estructural de la situación, lo que nos encontramos es algo que Talcott Parsons ya había notado como semioculto en el orden social: un universo de inestabilidades, turbulencias e incongruencias, que no hacen sino advertir de hasta qué punto el orden social nunca está del todo ordenado, nunca tiene garantizada su solidez e irrevocabilidad e insinúa en todo momento, más cuanto más de cerca lo contemplamos, su fondo incierto y su temblor continuo. Es entonces que descubrimos lo que a los concurrentes en cada situación les cuesta contribuir a que esa miniatura de orden social en el que participan no estalle, no se derrumbe o se hunda, y lo hacen restituyéndolo una y otra vez, en una labor casi sisífica, por medio de numerosos y constantes rituales minimalistas que van corrigiendo, reparando, reestructurando los constantes desperfectos que sus propias acciones y omisiones y las de los otros no pueden dejar de provocar.

Es en esa obra fundamental para las ciencias sociales de la desviación que es Estigma donde Goffman más enfatiza el peso que sobre la situación ejercen estructuras sociales inigualitarias. Ese mundo de extraños se sostenía a partir de la radical actualidad de la situación y de la competencia –y el derecho– de los participantes en ella para no definirse y permanecer en el anonimato. En cambio, a la mínima oportunidad, una serie de tabulaciones clasificatorias que hasta aquel momento podrían haberse limitado a distinguir entre la pertinencia o no de las actitudes percibidas inmediatamente y de su resultado inminente, pueden, en cuanto se desencadena la focalización, dejarse determinar por una identidad social reconocida o sospechada en aquel o aquellos con quienes se interactúa. El identificado como portador de un rasgo minusvalorizante –pertenencia a un segmento social considerado bajo o peligroso, adhesión cultural inaceptable, discapacidad física o mental– pierde automáticamente los beneficios del derecho al anonimato y deja de resultar un desconocido que no provoca ningún interés, para pasar a ser detectado y localizado como alguien cuya presencia –que hasta entonces podía haber pasado desapercibida– acaba suscitando  malestar, inquietud o ansiedad. Un relación anodina puede convertirse entonces, y a la mínima, en una nueva oportunidad para la humillación del preinferiorizado, para un rebajamiento que puede adoptar diferentes formas, que van de la agresión o la ofensa a una actitud compasiva, tolerante e incluso “solidaria”, no menos certificadoras de cuán ficticia era la tendencia ecualizadora de la comunicación entre desconocidos en contextos públicos urbanos.