dilluns, 14 d’octubre del 2024

Luchas en polígonos

La foto es de 4net
Fragmento del capítulo “Morfología urbana y conflicto social”, en Roberto Bergalli y Iñaki Rivera, eds., Emergencias urbanas, Anthropos, Barcelona, 2006, pp. 133-169

Luchas en polígonos
Manuel Delgado

Para entender el papel de los grandes barrios de bloques en las formas de lucha social de las últimas décadas podríamos fijarnos en el caso estudiado por Manuel Castells y un equipo de investigadores por él dirigido de uno de los grands ensembles franceses por excelencia, el de Sarcelles, finalizado en el año 1974, con 13.000 viviendas y más de 60.000 habitantes en aquel momento. Allá se desarrollaron luchas sociales de gran entidad contra la Estado, en tanto que administrador del crecimiento urbano del que los vecinos de aquella ciudad-dormitorio se sentían víctimas. La tesis de Castells es que lo que allí se produjo fue una traslación al campo vecinal de una dinámica casi idéntica a aquella de la que había surgido  el primer sindicalismo obrero a mediados del siglo XIX, en la medida que los altos niveles de socialización de los entornos habitados que conocieron las viviendas de masas descubrieron un conjunto de intereses comunes, en una unidad de vecindad que reproducía las condiciones de concentración capitalista de la producción y la gestión que habían conocido las grandes concentraciones fabriles de la revolución industrial y que estuvo a su vez en el origen de los primeros sindicatos obreros.

Esto se podría traducir en un cambio no sólo en las formas de lucha obrera, sino en el propio escenario escogido para ellas, que no es únicamente el de la esfera de la producción, sino el de áreas metropolitanas en que se han reproducido, en términos espaciales, la lógica del fordismo. La  producción en cadena de la fábrica se traslada ahora de manera generalizada –justo de la mano de los grandes polígonos de vivienda– a la “vida en cadena” que caracteriza –o debería caracterizar– la manera de habitar los grandes polígonos de viviendas en las periferías urbanas. Se pasa de la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que obreros, haciéndose fuertes en sus barrios en las grandes revueltas urbanas contemporáneas anteriores, a la lucha de los vecinos-obreros, en cuanto vecinos, en los grandes conglomerados de viviendas que rodeaban las grandes ciudades europeas desde finales de los años 60 y a lo largo de toda la década de los 70. En los nuevos barrios de bloques europeos se desarrollan luchas por la mejora en las condiciones en que se ejecuta el sistema de reproducción y en lo que se da en denominar “salario indirecto”: vivienda, transporte, escuela, servicios públicos, infraestructuras, equipamientos...

Se está hablando pues de cómo en estas condiciones, tan directamente vinculadas a la proliferación de polígonos de viviendas, se podía producir por primera vez una percepción en clave de lucha de clases del significado del fenómeno urbano. Entra en cuestión entonces un aspecto fundamental en la vieja discusión sobre el valor y el sentido del urbanismo producido por el Movimiento Moderno en materia de vivienda de masas. Si se pusiera el acento en su evaluación positiva, tendríamos que, por criticables que fueran con respecto de las condiciones de proyectación, ejecución, asignación, mantenimiento, etc., respetaron elementos de aquel proyecto moderno de grandes nucleaciones orgánicas de vivienda social que se derivaban directamente de su inspiración sindicalista, como por ejemplo la adopción de islas abiertas, la incorporación de centros cívicos y sobre todo la apología que hacían del modelo de unidad de vecindad. Si, por contra, interpretamos las propuestas racionalistas de grandes concentraciones aisladas de vecindad obrera como una estrategia al fin y al cabo destinada a generar conformismo entre los trabajadores, lo que tendríamos es que la situación urbanística generada acabaría propiciando tarde o temprano que los conflictos latentes devendrían abiertos, lo que acabaría haciendo posible el aprovechamiento de tales espacios comunes con fines no deseados.

Esa tendencia de los polígonos de viviendas a resultar escenario de conflictos se ha mantenido en toda Europa, como lo demuestra el hecho que vengan siendo periódicamente escenario de estallidos de aquello que los medios de comunicación tildan de "violencias urbanas", en que el calificativo “urbano” no es sino una eufemización de una violencia social vinculada a las relaciones sociales de exclusión. Se trata de auténticas revueltas protagonizadas por sectores insumisos de la población, sobre todo por jóvenes hijos de la antigua clase obrera –lo que es lo mismo en casi todos sitios que decir de la inmigración o las repatriaciones postcoloniales– que se revelan contra la condena a la postración a que se les ha abocado. En estos casos, la liquidación del sindicalismo de clase tradicional y su desplazamiento de la fábrica al barrio se ha visto sustituida por una creciente miserabilización de determinados polígonos de viviendas, cuya población se ha visto victimizada por el paro y la precarización laboral o por el desguace generalizado de las políticas sociales de lo que un día fuera o quisiera haber sido el Estado del bienestar, y ello en todas sus variantes: escolarización, atención sanitaria, servicios sociales y, sobre todo, crisis absoluta del alojamiento social. El tono despiadado que ha tomado la desindustrialización y la revisión liberal del Estado-providencia se ha traducido en un fuerte aumento del malestar, sobre todo entre una masa de jóvenes a los que se les ha escamoteado literalmente el futuro y que han aprovechado la mínima oportunidad para expresar radicalmente su frustración.

Es ese el momento en que el peligro de las grandes concentraciones de viviendas socialmente homogéneas abandona sus reclamaciones explícitamente político-sindicales para desplazarse al campo difuso de una inorganicidad de aspecto anómico, que –al menos tal y como es mediáticamente exhibida– recuerda las revueltas “sin ideas” en la Europa preindustrial o los levantamientos que protagonizan sectores del subproletariado urbano a lo largo del siglo XIX. Se trata ahora de estallidos de odio contra las instituciones y su policía, motines que –como consecuencia de la creciente etnificación de la miseria y la marginación urbanas– han podido tomar eventualmente el aspecto de “raciales”, “étnicos” o –en un último periodo y por la imagen oficial, mediática y popularmente propiciada acerca del Islam– incluso religiosos. 

Los medios de comunicación pueden entonces mostrar a una nebulosa turba de jóvenes airados, previamente mostrados una y otra vez como asociados a la delincuencia,  la drogadicción o al fundamentalismo religioso, abandonarse al pillaje de establecimientos, el incendio masivo de automóviles y a los enfrentamientos con la policía. Los ejemplos son numerosos desde finales de la década de los 70 hasta ahora mismo. La gran explosión de rabia social que conocieron las banlieues francesas en el otoño de 2005 ha sido el máximo exponente del potencial conflictivo que mantienen en Europa los barrios de grandes bloques de viviendas en zonas periurbanas.

En todos los casos, hubo un elemento común y básico para esa creciente conflictivización de las áreas metropolitanas habitadas por obreros y sus familias y para que en ellos se reprodujera –aunque fuera usando lenguajes organizativos y de movilización singulares y reclamando metas  distintas– la tendencia a convertir los espacios en que se vivía en baluartes desde los que expresar, como hubiera escrito el situacionista Vaneigem, la furía por su secuestro. Ese factor fue –una vez más– el de la concentración. Es decir, la aceleración-intensificación que en cualquier momento podían conocer las relaciones cotidianas entre personas socialmente homogéneas en orden a llevarlas a hacer lo mismo, en un mismo momento y lugar, en función de unos mismos objetivos compartidos –en eso consiste básicamente toda movilización–, era la consecuencia directa de un hecho físico simple, pero estratégico, cual era la copresencia y la existencia de un nicho de interacción permanentemente activo o activable.

La acción colectiva resultaba entonces casi inherente a una vida cotidiana igualmente colectiva, en la que la gente. como suele decirse, coincidía en el día a día, se veía las caras, tenía múltiples oportunidades de intercambiar impresiones y sentimientos, se convertía en vehículo de transmisión de todo tipo de rumores y consignas. No era, como se ha escrito una y otra vez, el fracaso de la socialización, sino el desenmascaramiento de la socialización institucionalizada y su sustitución por formas extremadamente enérgicas de sociabilidad fusional. La contestación, incluso la revuelta, estaban ahí, predispuestas e incluso presupuestas en un espacio que las propiciaba a partir de la facilidad con que en cualquier momento se podía “bajar a la calle”, y además a la propia calle, la que se extendía inmediatamente después del vestíbulo de la escalera, en un espacio exterior en el que el encuentro con los iguales era poco menos que inevitable y donde era no menos inevitable compartir preocupaciones, indignaciones y, luego, la expresión de una misma convicción de que era posible conseguir determinados fines por medio de la acción común.

Por rudimentarios y maltratados que fueran los espacios de coincidencia  suscitados, el modelo racionalista de vivienda de masas que pervivía todavía  en los polígonos había propiciado un ambiente estructurante, en el sentido de desencadenante –en otros casos inhibidor–, de determinadas relaciones sociales, entre ellas las asociadas a la actuación colectiva en pos de objetivos comunes. Concentrar se reconocía una vez más como sinónimo de concertar, o, dicho de otro modo, nos volvíamos a encontrar con las consecuencias del factor aglutinante en los procesos de contestación, factor que no resulta de otra cosa que de la existencia de contextos espaciales que favorecen la interacción inmediata y recurrente.

De ahí que resulte del todo plausible la existencia de una voluntad de, vista la experiencia histórica, evitar a toda cosa la concentración si ya no de una clase obrera nacional en buena medida domesticada y en cierto modo disuelta hoy, sí de las nuevas y las viejas versiones de los que Louis Chevalier llamara, en un célebre ensayo, "clases peligrosas", es decir aquellos grupos sociales que por una causa u otra pudieran resultar ingobernables; evitar que pudieran enrocarse para conspirar o para defenderse en aquello que fuera la intricada trama de ciertos barrios antiguos de las grandes ciudades y más tarde las grandes concentraciones de bloques sociales, convirtiendo unos y otros en focos permanentemente al borde de la perturbación del orden social dominante.