dilluns, 19 d’agost del 2024

Los nuevos dandis


La foto está tomada de http://imparcialoaxaca.mx/. No figura autoría

Del artículo "Estética e infamia. De la lógica de la distinción a la del estigma en los marcajes culturales de los jóvenes urbanos", en C. Feixa, C. Costa y J. Pallarés, eds., Movimientos juveniles en la Península Ibérica. Graffitis, grifotas, okupas, Ariel, Barcelona, 2002.

LOS NUEVOS DANDIS
Manuel Delgado

Lo que los expertos en la materia suelen llamar microculturas juveniles –y la prensa “tribus urbanas”– vienen a ser como nuevas formas de etnicidad, ya no basadas como hasta ahora en vínculos religiosos, idiomáticos, territoriales o histórico–tradicionales, sino mucho más en parámetros estéticos y escenográficos compartidos, en redes comunicacionales en común y en la apropiación del tiempo y del espacio por medio de un conjunto de estrategias de ritualización permanente o eventualmente activadas. Cada una de estas microculturas juveniles se corresponde entonces con una sociedad, es cierto, pero a una sociedad en que la colectividad humana que las constituye ya ha renunciado a otra forma de legitimización, arbitraje e integración que no sea –fuera de algún que otro ingrediente ideológico difuminado– la exhibición pública de elementos puramente estilísticos: vestimenta, dialecto, alteraciones corporales, peinado, gestualidad, formas de entretenimiento, pautas alimentarias, gustos... 

He aquí un caso en que sería del todo pertinente hablar de auténticas asociaciones de consumidores, en la medida en que los individuos que asumen tales formas de hacer pretenderían fundar su vínculo a partir no de sus condiciones reales de existencia, ni de sus intereses prácticos, sino de inclinaciones personales que sólo pueden verse satisfechas en y a través de el mercado. Lo que asegura en estos casos la solidaridad entre los miembros de esta sociedad y regula sus interacciones externas e internas son unas puestas en escena el marco predilecto de las cuales es el espacio público que colonizan, ya sea apropiándose de alguno de sus lugares, ya sea creando sus propios itinerarios en red para atravesarlo. En una palabra, estamos ante grupos humanos integrados el criterio de reconocimiento intersubjetivo de los cuales no se funda en un concierto entre consciencias, sino entre experiencias, y en el seno de los que la codificación de las apariencias parece jugar un papel central. Cultura en este caso se utilizaría no tanto para hacer referencia a una manera coherente de vivir, como para designar una forma no menos coherente de parecer.

La vocación de quienes se adhieren a una de estas culturas juveniles es, sobre todo, la de ser distinguidos en aquel espacio público que adoptan como propio por medio de un uso intensivo y vehemente. Expulsados o todavía no admitidos en las instituciones primarias, insatisfechos en su no-papel, flotando en zonas estructuralmente de nadie, encuentran en el espacio público el paradigma mismo de su situación de incertitumbre, de su liminalidad. En unas calles en que todo el mundo es nadie en concreto o cualquiera en general, ensayan sus primeros éxitos contra la ambigüedad estructural que les afecta. Ya que no han podido encontrar aún su lugar en el sistema de parentesco, ni en el campo profesional; en la medida en que no han dado tampoco con una organización solvente de la realidad en unas grandes ideas políticas o religiosas cada vez más desprestigiadas; en tanto que esperan ser admitidos en el futuro que paradójicamente ellos vienen a representar, y en tanto el lugar que han dejado en la infancia es ya irrecuperable, procuran ser en los espacios abiertos de la vida urbana lo que la vida social todavía no les deja ser: alguien. La parafernalia estética a que con frecuencia se abandonan les permite operar una segregación perceptual, crear un diferencial semántico sobre un plano de fondo que no es monocromo ni homogéneo, sino, al contrario, hiperdiverso, heterotópico, impredecible. En un dominio de la alteridad generalizada, aspiran a ser identificados, localizados, detectados con claridad. Sobre un escenario caótico, ellos consiguen suscitar un foco de organicidad, una colonia, un poco de territorio –por nómada que sea–, una posibilidad de reconocimiento mútuo en un maremágnum todo él hecho de desconocidos inindentificables.

Las variedades de estos dispositivos de encuadramiento teatral y movilización estética de los jóvenes son numerosas. Un auténtico repertorio de posibilidades a la hora de levantar distintas murallas que al mismo superen y aseguren el anonimato. Es fácil identificar a un rocker, a un punk o a un neohippy por la atención que se nota que ha puesto en arreglarse antes de salir de casa. Muchos jóvenes se han integrado en corrientes alternativas y radicales, pero de una manera que da la impresión de estar mucho más preocupada por parecer que por ser. Los movimientos radicales de signo anticapitalista pueden convertirse, a través de esa preocupación excesiva por aparentar lo que son, en una caricatura trivializada de si mismos. Como sus precedentes punk, aparecen siempre a un paso de darle la razón a Debord y a los situacionistas cuando éstos advertían de la capacidad inmensa del sistema de espectacularizarlo todo, incluso a sus más feroces denostadores. 

Estos nuevos dandis se niegan en redondo a convertirse, ellos también, como sus padres, como sus maestros, en rostros en la multitud. Su lógica aparece del todo al servicio de principios de visibilización e incluso de audibilización –la música máquina a todo volumen en los receptores de los coches, el ruido de los patines o los monopatines al deslizarse sobre las aceras–,que están planeadas deliberadamente para llamar la atención. De ahí el usufructo intensivo de la calle para lo que no deja de ser una práctica al mismo tiempo de ostentación de presencia física y de maximización de la distancia estética. Ante la crisis de toda autoridad moral, de toda legitimidad bien fundada, se expresa ahí una añoranza de orden, nostalgia de la organicidad perdida, deseo poderosísimo de de ver restablecida la antigua comunidad, que ellos recuperan proclamando un nosotros claro, definido, delimitado, aunque sea a tiempo parcial y sólo mientras dura el espejismo que procura el encuentro, construido, eso sí, con materiales puramente festivos y carnavalescos. 

De todos los dispositivos prostéticos y escenográficos de que se valen estas modalidades de encuadramiento de los jóvenes –por alternativas que pudieran parecer– el objectivo último es la construcción y manipulación de una identidad puramente virtual que de hecho no es sólo que se pase el tiempo representándose a sí misma, sino que se reduce a su propia representación, reflejo del espejo narciso en que algunos jóvenes pasan el tiempo contemplándose. Esta identidad fantasmática sólo es posible a través de una escenificación «fuerte» en los escenarios de la vida urbana, un papel dramático o rol que tanto las estructuras sociales solidificadas como la indiferencia mutua que reina en las calles les regatean. Triunfo final de un comunismo estético, que realiza sobre el escenario, a través del espectáculo de sí, lo que la realidad cotidiana no va a conceder jamás: la igualdad. Por encima de que en ciertos casos asuman un tono contestatario y se invistan de signos de disidencia total, son apologías vivientes del orden, baluartes contra conflictos que ellos convierten en pantomima.

Las adhesiones estéticas de las que estamos hablando llevan a sus últimas consecuencias lo que Bourdieu llamaba «visión pequeño burguesa sobre la identidad», que pretende reducir el ser social al ser percibido, mostrado, representado, con frecuencia a través del consumo y sin aludir en absoluto al lugar real que se ocupa en las relaciones de producción. La lógica relativa de las representaciones se impone ficticiamente, y sólo en el transcurso de ese paréntesis que es su escenificación, a determinantes morfosociales de los que en realidad no es posible huir. Concreción paródica de que aquella «redención del ser en la apariencia» de la que hablaba Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, como la base misma del instinto artístico.