Fragmento del artículo El fetichismo del espacio público
Multitudes y ciudadanismo a principios del
siglo XXI, publicado en la revista
CIDADES, Vol. 11, núm. 46 (2015): 46-83
ANONIMATO Y
MÍSTICA DEL ESPACIO PÚBLICO
Manuel
Delgado
El idealismo del
espacio público se proyecta sobre la calle para obligarla a ser mucho más
que el terreno en que se desarrolla un tipo singular de convivencia social
entre extraños totales o relativos, que puede coagularse en ocasiones en esas
formidables unidades de sentimiento y acción que eran las masas. Ahora debe ser
sobre todo un escenario comunicacional en que los usuarios pueden reconocer
automáticamente y pactar las pautas que los organizan, que distribuyen y
articulan sus disposiciones entre sí y en relación con los elementos del
entorno, siempre a partir no de sus pertenencias, sino de sus pertinencias,
esto es de su capacidad para ser reconocidos como concertantes a partir de su
buena conducta civil o urbanidad. Lo
que se distingue ahí –siempre a nivel teórico, no real– no es un conjunto
homogéneo de componentes humanos, sino una conformación de agentes dispersos
que se ponen de acuerdo no en qué pensar o sentir, sino en cómo hacer que se
encadenen armónicamente una serie ininterrumpida de acontecimientos, en un
contexto que ha devenido una pura abstracción y en el que el conflicto es
inconcebible, puesto que exige un estado de conciliación y reconciliación
permanentemente reactivados a través de la negociación y el consenso.
En estos
casos los presupuestos de inferencia para la acción pertinente no sólo pueden
prescindir de que cada cual se presente a sí mismo –es decir, se identifique–
sino que se supone que pueden y deben hacer abstracción de su estatus social,
de su aspecto fenotípico, de sus pensamientos, de sus sentimientos, de su
género, de su ideología, de su religión o de cualquiera de las demás
filiaciones o marcajes a las que se considera o se le considera adscrito, para
tener en cuenta sólo sus virtudes morales, sus competencias comunicacionales y
su capacidad de asumir decisiones colectivamente vinculantes.
En efecto, las
bases del proyecto cultural de la modernidad, que el ciudadanismo reclama y
apremia, se fundan no en la afirmación de las identidades particulares, ni
tampoco en su negación, sino en su soslayo, es decir en la indeterminación de
los individuos que constituyen la sociedad, puesto que quiénes son en la vida
real –es decir al margen de la idílica esfera pública– es irrelevante a la hora de concertar con
quienes concurren los cauces por los que debe desarrollarse cada situación
particular. En eso, y no en otra cosa, consiste la vida civil, es decir en vida
de y entre conciudadanos que generan y controlan cooperativamente esa cierta
verdad práctica que les permite estar juntos de manera ordenada. El ciudadanismo como ideología política
actualiza entonces la noción hegeliana de civismo
o civilidad como conjunto de
prácticas individuales apropiadas en aras del bien colectivo, la labor que le
permite al individuo liberarse de su propio interés, puesto que constituye,
como escribiera Hegel, "el punto absoluto de tránsito a la sustancialidad
infinitamente subjetiva de la ética, no más inmediata y natural, sino
espiritual y elevada igualmente a la forma de la universalidad".
Se produce, como se
ve, un traslado físico de los axiomas que rigen la arena pública democrática,
constituida por individuos indeterminados que se pasan el tiempo intercambiando
argumentos racionales, a la calle, convertida ahora en espacio público
postulado por la tradición filosófica republicana, en la que se espera que se
despliegue una sociedad cuyos componentes son reconocidos como concertantes al
margen de su identidad y en la medida que saben actuar y actúan de forma
adecuada y justificada. Pero en eso es en lo que se concreta la figura actual
del activista, que ocupa el lugar del antiguo militante y que es eso: alguien
que actúa, puesto que la lucha misma se concibe como el conjunto de actividades
independientes de sujetos sociales independientes que actúan de manera creativa
desde su propia unicidad, en cuyo ejemplo moral se adivina un mundo nuevo. En
eso consiste la autonomía de quienes gustan de llamarse a sí mismo autónomos,
adscritos a movimientos autónomos que conforman individuos no menos autónomos.
Pero esa "autonomía" es congruente con la fetichización del individuo
que representa la figura abstracta de ciudadano, para el que la experiencia democrática
ideal debería estar sometida a la lógica de una desafiliación total. En eso
consiste el mito del "hombre de la calle" de la civilización
burguesa, concreción de ese ciudadano teórico que lo es porque puede ejercer y
ejerce su presunto derecho al anonimato, es decir a aceptar un nicho común de
existencia social en la que las clases y los enclasamientos han desaparecido
como por encanto.
Imposible no
asociar esas premisas de la importancia concedida para las tendencias neoizquierdistas
precisamente al anonimato, que es en el fondo el estatuto que reclama ese
personaje conceptual que es el ciudadano, ente en cierto modo celestial que se
supone que está destinado a interpelar y ser interpelado por el Estado y por
los demás en función no de quién ese, sino tan sólo de lo que hace y le pasa,
todo ello en un espacio público concebido como marco informal atravesado y
movido no, como la calle, por meros órdenes operativos interobjetivos
eventualmente polémicos, sino sobre todo por la circulación en todas
direcciones de fluidos comunicacionales intersubjetivos para los que el
conflicto es un obstáculo a vencer mediante el diálogo. En individuo alcanza aquí no sólo su máximo
nivel de institucionalización política, sino también su nivel superior de
eficacia simbólica. Sale del campo de la entelequia, deja de ser una entidad teórica
y se cosifica, aunque sea bajo la figura de un ser sin rostro, ni identidad
concreta, puesto que, en la teoría republicana, hoy ciudadanista, le basta con
ser una masa corpórea con rostro humano para ser reconocido como con derechos y
obligaciones.
El ciudadano, en efecto, es por definición una entidad viviente a la que
le corresponde la cualidad básica de la inidentidad, puesto que se encarna en
la figura del desconocido urbano, cuyo estatuto es, en teoría, el de ser libre
e igual al margen de cuál sea el lugar real que ocupa en un orden social
jerárquico y estratificado que se puede hacer como si no existiera o como si ya
no importara. Es a ese personaje incógnito, base del imaginario político liberal,
al que le corresponde la misión de coproducir con otros desconocidos con
quienes convive comarcas de autocomprensión normativa permanentemente renovadas,
compromisos entre actores emancipados, que se encuadran en esa experiencia
general de inindentidad que es la fantástica esfera pública democrática de la
que las movilizaciones ciudadanistas se presumen exaltación, aunque en realidad
la sociedad democrática así idealizada no vendría a ser, de hecho, más que una
amplificación universal de la idea matriz de sociedad anónima mercantil, cuyos
individuos participan en función no de su identidad, sino en tanto comparten
conceptos que, colocados en la base de la jerga postpolítica, consiguen
disimular su sentido original: intereses, acciones, valores...
Acaso sea porque la
calle está claro que no está en condiciones de cumplir las expectativas puestas
en ella por los partidarios del advenimiento de la democracia real —hasta tal
punto son constantes los desmentidos de que pueda ser un espacio de igualdad,
libertad y fraternidad—, que estos muestran su predilección por internet, un
espacio público de nuevo cuño en que se puede hacer real la ilusión de una
sociedad en red, trama de conexiones exclusivamente hechas de competencias
comunicativas desencarnadas ejercidas por individuos autosuficientes, nexos de
los que se puede entrar y salir libremente haciendo abstracción del lugar que
cada cual ocupa en el organigrama social real. Esa sociedad metafísica —y por
tanto indestructible— es la que permite realizar la utopía imposible fuera de
un público universal, fundado, como querían Tarde y Park y restaurado por la
izquierda bajo el nombre de multitud,
en una coincidencia a distancia y que sólo de manera eventual se transformaría
en coincidencia física, a la manera como vemos hoy en las smart mobs, flash
mobs o mobs, que es el
formato que asumen también hoy bien número de movilizaciones de temática
política o civil en general.
Se cumple así, en
ese nuevo dominio aparentemente sin dominio de las nuevas tecnologías, el
objetivo final de la desactivación definitiva de las masas urbanas, ya no
disueltas por la policía o el ejército, ni secuestradas por la demagogia de
líderes aberrantes, ni embaucadas por la televisión, ni tampoco aletargadas por
la hipnosis colectiva que les impone el gran espectáculo consumista. La
dispersión de las masas ha sido posible sólo en la ficticia autonomía ejercida
por individuos aislados en ese espacio dislocado por el que se desplazan sin
salir de casa o inmóviles los cibernautas, un universo de encuentros
incorpóreos en que se practica una sociabilidad pura en que solo prima la
comunicación y el diálogo. Sólo de vez en cuando esa nebulosa metafísica se
sustancia en convergencias materiales que no en vano asumen la asamblea como
estado natural, puesto que no dejan de ser grandes chats en vivo en que se
realiza el sueño dorado del público como conversación de todos con todos. Es en
ese universo hiperabstracto en que la nueva multitud encuentra su única
posibilidad de existir, puesto que afuera o alrededor de las redes sociales
abstractas, lo que hay es lo que había: la brutalidad de las asimetrías, el
despotismo de los poderosos, la violencia con que se sostiene el desorden del
mundo y, como si nunca se hubieran ido del todo, las viejas y nuevas turbas,
siempre al acecho, esperando el momento de la rabia y del asalto.