dijous, 13 de maig del 2021

El urbanismo como máquina de guerra contra lo urbano

La foto es de James Maher

Fragmento del artículo De la ciudad concebida a la ciudad practicada, publicado en la revista Archipiélago, 62 (2004): 7-11

EL URBANISMO COMO MÁQUINA DE GUERRA CONTRA LO URBANO
Manuel Delgado

La relación entre cultura urbana –el conjunto de maneras de vivir en espacios urbanizados– y cultura urbanística –asociada a la estructuración de las territorialidades urbanas– ha sido crónicamente polémica. Los arquitectos urbanistas trabajan a partir de la pretensión de que determinan el sentido de la ciudad a través de dispositivos que quieren dotar de coherencia a conjuntos espaciales altamente complejos. La labor del proyectista es la trabajar a partir de un espacio esencialmente representado, o más bien, concebido, que se opone a las otras formas de espacialidad que caracterizan la practica de la urbanidad como forma de vida: espacio percibido, practicado, vivido, usado... Su pretensión: mutar lo oscuro por algo más claro. Su obsesión: la legibilidad. Su lógica: la de una ideología que se quiere encarnar, que aspira a convertirse en operacionalmente eficiente y lograr el milagro de una inteligibilidad absoluta.

La labor del urbanista es la de organizar la quimera política de una ciudad orgánica y tranquila, estabilizada o, en cualquier caso, sometida a cambios amables y pertinentes, protegida de la obcecación de sus habitantes por hacer de ella un escenario para el conflicto, a salvo de los desasosiegos que suscita lo real. Su apuesta es a favor de la polis a la que sirve y en contra de la urbs, a la que teme. Para ello se vale de un repertorio formal hecho de rectas, curvas, centros, radios, diagonales, cuadrículas, pero en el que suele faltar lo imprevisible y lo azaroso. En su vocación demiúrgica, buen número de arquitectos y diseñadores urbanos se piensan a sí mismos como ejecutores de una misión semidivina de imponerle órdenes preestablecidos a la naturaleza, en función de una idea de progreso que considera el crecimiento por definición ilimitado y entiende el usufructo del espacio como inagotable. Asusta ante todo que algo escape a una voluntad insaciable de control, consecuencia a su vez de la conceptualización de la ciudad como territorio taxonomizable a partir de categorías diáfanas y rígidas a la vez –zonas, vías, cuadrículas– y a través de esquemas lineales y claros. Espanta ante todo lo múltiple, la tendencia de lo diferente a multiplicarse sin freno, la proliferación de potencias sociales percibidas como oscuras. Y, por supuesto, se niega en redondo que la uniformidad de las producciones arquitectónicas no oculte una brutal separación funcional de la que las claves suelen tener que ver con todo tipo de asimetrías que afectan a ciertas clases, géneros, edades o etnias.

En los espacios urbanos arquitecturizados –edificios o plazas– parece como si no se previera la sociabilidad, como si la simplicidad del esquema producido sobre el papel o en maqueta no estuviera calculada nunca para soportar el peso de las vidas en relación que van a desplegar ahí sus iniciativas. En el espacio diseñado no hay presencias, lo que implica que por no haber, tampoco uno encuentra ausencias. En cambio, el espacio urbano real –no el concebido– conoce la heterogeneidad innumerable de las acciones y de los actores. Es el proscenio sobre el que se negocia, se discute, se proclama, se oculta, se innova, se sorprende o se fracasa. Escenario sobre la que uno se pierde y da con el camino, en que espera, piensa, encuentra su refugio o su perdición, lucha, muere y renace infinitas veces. Ahí no hay más remedio que aceptar someterse a las miradas y a las iniciativas imprevistas de los otros. Ahí se mantiene una interacción siempre superficial, pero que en cualquier momento puede conocer desarrollos inéditos. Espacio también en que los individuos y los grupos definen y estructuran sus relaciones con el poder, para someterse a él, pero también para insubordinarse o para ignorarlo mediante todo tipo de configuraciones autoorganizadas.

La utopía imposible que el proyectador busca establecer en la maqueta o en el plano es la de un apaciguamiento de la multidimensionalidad y la inestabilidad de lo social urbano. El arquitecto puede vivir así la ilusión de un espacio que está ahí, esperando ser planificado, embellecido, funcionalizado..., que aguarda ser interrogado, juzgado y sentenciado. Se empeña en ver el espacio urbano como un texto, cuando ahí sólo hay textura. Tiene ante sí una estructura, es cierto, una forma. Hay líneas, límites, trazados, muros de hormigón, señales... Pero esa rigidez es sólo aparente. Además de sus grietas y sus porosidades, oculta todo tipo de energías y flujos que oscilan por entre lo estable, corrientes de acción que lo sortean o lo transforman.