dilluns, 1 de maig del 2023

La ciudad ideal como derrota final de lo urbano

La Ville Radieuse de Le Corbusier (1933)

Propuesta de comunicación para el IX Congreso Geocrítica 2016

LA CIUDAD IDEAL COMO DERROTA FINAL DE LO URBANO
Manuel Delgado
  
Entre las raíces morales de la utopía urbanística está el referente cristiano del advenimiento de una tierra sin mal, cuya concreción es una ciudad: la Nueva Jerusalén de la promesa escatológica del Apocalipsis, modelo de todas las utopías urbanísticas posteriores.

La utopía es, en efecto, un modelo topográfico que se fundamenta en la inspiración celestial de una estructura espacial y constructiva organizada de manera lógica, de la que resulta una ciudad no solo modelada, sino también modélica. Los monasterios medievales ya eran, de alguna forma, concreciones que anticipaban el sueño bíblico de la Ciudad Ideal. Más adelante, la sociedad urbana perfecta concebida por Francesc d'Eiximenis en el siglo XIV, de acuerdo con  las profecías milenaristas de Joaquim de Fiore;  las utopias renacentistas —Alberti, Filarete, Di Giorgio, o barrocas— Moro,  Doni, Campanella, Bacon—, implicaron idéntica proyección urbanística de perfección socioespacial, una morfología hecha de círculos y polígonos perfectos, de volúmenes simétricos y de repeticiones, que pretenden inspirar idéntica regularidad en las relaciones políticas y sociales reales. A las ciudades ideales católicas le seguirá la reformada, la Cristianópolis del pietista Johann Valentin Andreae, en el siglo XVII. En todos los casos, la ortogonización del espacio se convierte en ortogonización de la sociedad que hace uso de ella.

Casi siempre encontramos en medio de esa ciudad perfecta un volumen arquitectónico que remite a las fuentes trascendentes de la armonía social obtenida y expresa una síntesis en piedra de los valores universales en que se funda. En el centro de Bensalem, la capital de la Nueva Atlántida de Bacon, la Casa de Salomón; también en el centro del anillo más interno de la Civita Solis de Campanella, la residencia del sacerdote supremo, de forma circular, seis veces mayor que la catedral de Florencia, el mismo referente que adopta el templo que describe Anton Francesco Doni en el núcleo de la Ciudad Radiante, que aloja cien sacerdotes y cuya cúpula sobrepasaría cuatro o cinco veces la de Santa Maria di Fiore. Tanto el utopismo ilustrado del XVIII  —Morelly, Babeuf—, como el socialismo utópico del XIX —Owen, Fourier, Cabet, Saint-Simon; incluso la menos autoritaria de Bellamy— vuelven a insistir en torno a la misma idea de congruencia urbana que, como es sabido, inspirará proyectos como el de Cerdà en Barcelona,  inventor del urbanismo como ciencia de la ciudad planificada. En el centro del falansterio, el templo, no por casualidad al lado mismo de la torre de vigilancia.

Es cierto que el proyecto urbano no aparece en el mundo contemporáneo ya como teológico, sino más bien racional y práctico, fundamentado en conocimientos geométricos, matemáticos, técnicos, así como en principios jurídicos, políticos y éticos laicos, pero eso no debe ocultar que se está en todos los casos ante una teleología secularizada, en nombre de la cual el enclave consagrado a las nuevas divinidades domina el paisaje. El Movimiento Moderno y sus utopías —la Usonia de Wright, la Ville Radieuse de Le Corbusier­— repiten ese talante alucinado de todo urbanismo, angustiado por las indisciplinas que una vez y otra alteran una imposible armonía del espacio,  obcecados también en  hacer de él ejemplo a seguir. Para ello la sociedad urbanizada no puede ser sino una sociedad dócil, protegida de toda inestabilidad, a salvo de no importa qué excepción respecto de los mecanismos precisos que la hacen posible, todo al servicio de la ciudad imposible con que sueñan los técnicos de la ciudad, un anagrama morfogenético que evoluciona sin traumas.

El urbanismo nace y existe como un dispositivo tanto ideológico como técnico-administrativo destinado a la reordenación de ciudades percibidas como inaceptables. La insistente representación de la ciudad como lugar de perdición y estridencias es congruente con la vocación utópica del urbanismo, puesto que todo proyecto utópico no existe contra el orden sino contra el desorden percibido y como respuesta ante la desestructuración generalizada de cualquier forma de vertebración social que caracteriza, según sus detractores, la vida metropolitana contemporánea, con su tendencia tanto a la hibridación como a la desobediencia.

En ese sentido, las ciudades contemporáneas reproducen el desacato contra el que se concibió el proyecto alucinado y milenarista de la Nueva Jerusalén: Babel, la ciudad que desatiende el mandato divino de euritmia y estabilidad y encarna un proyecto específicamente humano de organización social, es decir que se funda sobre una blasfema suplantación-exclusión de Dios. Babel forma parte de una saga de ciudades-ramera —Babilonia, Ninive, Enoc, Sodoma, Gomorra, Roma— que son representadas como espacios caóticos, saturados de signos flotantes, ilegibles, hipersocializados, recorridos constantemente y en todas direcciones por una multitud anónima y plural hasta el infinito, a veces iracunda, a veces invisible, magma turbulento y espontáneo de imposible lectura. Reverso en clave humana de la ciudad celestial, prístina y esplendorosa, comprensible, tranquila, lisa, ordenada, dividida en comarcas fáciles, pero no por ello accesibles. De ahí que el urbanismo asuma una misión que no deja de ser divina, puesto que es la que encomienda un dios que detesta la ciudad  real, infame y sacrílega, indiferente a las regulaciones e incapaz de regularidades, puesto que se nutre de lo mismo que la altera.

El urbanismo pretende ser ciencia y técnica, cuando no es sino discurso, y un discurso que querría funcionar a la manera de un ensalmo mágico que desaloje o domestique el diablo de lo urbano, es decir la incertidumbre de las acciones humanas, los imprevistos caóticos que siempre acechan, la insolencia de los descontentos. El urbanista se conduce como un agente divino que lucha contra ángeles caídos que se niegan a rendirse.