divendres, 9 d’abril del 2021

La humillación

La foto es de David Goldolatt

Prólogo para el libro La humillación, publicado por la Editorial Bellaterra en 2008. Recogía las intervenciones en un seminario de Els Juliols de la UB, organizado por GRECS, el Grup de Rercerca en Exclusió i Control Socials. En él participamos Gerard Horta, Alberto López Bargados, Santiago López Petit, Marina Garcés, Jorge Larrosa, Fernando González Placer, Roberto Bergalli, Miquel Izard y Bernat Muniesa. 

¿Quiénes son los humillados?
Manuel Delgado, Gerard Horta y Alberto López Bargados

Es posible que haya sido desde siempre que determinados seres humanos, individualmente o como miembros de ciertos colectivos, hayan sido o se hayan sentido humillados –o ambas cosas a la vez– por otros que eran más numerosos o más poderosos que ellos. Ser o sentirse humillado es saber que tú no eres como los demás, que eres demasiado o demasiado poco no importa qué, y que ese exceso o esa carencia te hace merecedor de un trato denigrante que te rebaja, te hunde, te inferioriza, te inhabilita para merecer esa dignidad elemental que nadie debería ver nunca escamoteada. Ser o sentirse humillado es ser o sentirse una mierda, es decir literalmente un detritus, un desecho, algo que está de más, que sobra, que, además, apesta y ensucia, y frente a cuyo potencial contaminante solamente cabe la condena al aislamiento, a la expulsión o al borrado definitivo. Esa negación que afecta a ciertas personas –algunas, casi siempre muchas– no es un fenómeno nuevo; es posible que la marginación, la discriminación, la segregación, la xenofobia, el clasismo, el machismo y todas las demás formas de exclusión o de opresión hayan conocido todo tipo de expresiones en sociedades que probablemente nunca ni en ningún sitio han llegado a devenir justas. 


Seguramente siempre y por doquier las relaciones entre los diversos conjuntos sociales se han visto marcadas, a menudo, por la convicción de que alguno de esos conjuntos era intrínsecamente indeseable y merecía una descalificación global, que no pocas veces acababa conduciendo al asedio y, en los casos más extremos, al exterminio físico. A lo largo de varios siglos, en demasiados lugares, un número incalculable de individuos han sido prejuzgados, marcados, perseguidos o castigados no por lo que habían hecho sino por lo que eran o se suponía que eran. Esa dimensión expresiva de la humillación, por principio sancionada por una ley, legitimada por una ideología o consagrada por un dogma, tiene su contrapartida en la zona de sombra de los sentimientos. El individuo humillado experimenta de un modo u otro la amargura de su condición, se ve obligado a afrontar las emociones que suscita en él o ella esa desagregación forzosa, sometiéndose las más de las veces, sublevándose en algunas otras. Con todo, la voluntad de humillar y el sentimiento de sentirse humillado no son operaciones lógicas perfectamente coordinadas, ni sus efectos sobre la acción social son predecibles; se abre aquí el vasto y esquivo campo de la conciencia. Si, en principio, sentirse humillado es el primer paso para la impugnación de todo orden social así configurado, falta saber si sentir que se humilla conduce invariablemente a la relajación y eventualmente a la supresión de dicho orden.

No parece existir, pues, un único principio lógico que nos permita enunciar de manera general qué es humillar y/o sentirse humillado, por lo que resulta más prometedor atender a la casuística. ¿Cuáles han sido y continúan siendo, hoy y a nuestro alrededor, los motivos de ese rechazo que no necesita pruebas para justificarse, o que es capaz de inventarlas para justificar la negación al clasificado como “otro” del derecho a la igualdad, a la libertad o a la vida sólo por las diferencias que supuestamente encarna o que se le atribuyen? ¿Cuáles son los mecanismos que permiten desarrollar esa construcción social del otro como enemigo que hay que neutralizar, incluso suprimir, en todos los casos no sin antes haberlo humillado? 

A la hora de ensayar una respuesta a estas cuestiones, sería cosa de descartar algunas respuestas habituales. La primera, la que suele considerar las actitudes excluyentes en términos psicológicos, de forma que la humillación –y enseguida, tras ella, la segregación o persecución– sea atribuida a la personalidad de los humillantes. He ahí una vía para escamotear un intento de comprensión profunda del problema. A veces, porque naturalizan el rechazo, al considerarlo una proyección del recelo instintivo que todas las especies experimentan hacia el extraño (Jacquard). Se trata de una visión que muestra la negación o el rebajamiento del otro a una especie de tendencia natural del ser humano a temer y a protegerse de todo lo desconocido, y en consecuencia a rechazarlo. Esta línea argumental suele reforzarse con razones extraídas de la etología animal o la sociobiología. Otras lecturas subjetivistas más sofisticadas consideran que el otro rechazado representa una proyección de los elementos inconscientes que no queremos aceptar de nosotros mismos, nuestro propio «yo oscuro» (Kristeva). Incluso otra línea analizaría las conductas humillantes a lo que se presenta como una «personalidad autoritaria» (Adorno), o sencillamente, como el síntoma de una patología psiquiátrica que agudiza la agresivi­dad.

Frente a esa clase de interpretaciones, que dejan de lado los factores contextuales, acaso convendría, como decíamos, llevar a cabo una lectura de las formas variables de humillación que las considerara asociadas en todos los casos a unos determinados sistemas de acción y representación sociales, que las mostrase como la consecuencia, más que la causa, de relaciones entre sectores sociales que son considerados o que se consideran a sí mismos incompatibles o antagónicos y uno de los cuales ejerce la dominación sobre el o los otros, a los que humilla precisamente como estrategia de naturalización de ese mismo dominio, como forma de convertirlo en natural y de convencer al propio humillado de la inevitabilidad y la inexorabilidad del maltrato que sufre.

Dicho con otras palabras: las técnicas y los discursos de y para la exclusión de unos seres humanos por otros no deben ser buscados –como se suele hacer– en el origen de las tensiones o de las contradicciones sociales, sino que a menudo son su resultado. ¿Cuál es su tarea? Racionalizar, a posteriori, la humillación y, enseguida, la explotación, la marginación, la expulsión o, en los casos más extremos, el acoso o el exterminio de los excluidos. Así, cada uno de los grupos que se autodiferencia o que es diferenciado por los otros representa un punto dentro de una red de relaciones sociales en que la distribución del espacio, los requerimientos de la división social del trabajo y muchas otras formas de conducta competitiva son fuentes permanentes de colisión de intereses, y entre las identidades donde esos intereses se refugian tan a menudo para legitimarse. Entonces, la frecuencia y la intensidad de los contactos físicos, territoriales, culturales y económicos estaría en la misma base del aumento de la conflictividad entre colectivos humanos, una conflictividad que, obviamente, siempre acabará beneficiando al agente que ocupe la posición hegemónica, que controle los aparatos represivos del Estado y que no sólo tenga acceso a las fuentes de producción de los significados, sino que las instrumentalice adecuadamente en orden a perpetuar la opresión tanto como a mostrar como «normal» tal estado de las cosas.

A escala global, la identidad colectiva –étnica, religiosa, política– aflora en calidad de subrogación que oculta relaciones de clase o de casta, lo que explica la verticalidad que se impone a las relaciones entre un colectivo diferenciado y el otro. De hecho, el auténtico trasfondo del terror estructural agazapado en semejantes dinámicas consiste en hacer creer a una mayoría social que ella misma no es en ningún caso objeto de humillación política, económica y cultural. En este sentido, los dispositivos de control social se aplican en la fijación del etiquetaje humillante, del blanco del menosprecio, sobre unos sectores sociales determinados a fin de ocultar las dimensiones reales de procesos cuya finalidad última –la perpetuación del totalitarismo y la desigualdad– alcanza conjuntos sociales mucho mayores que en ningún modo se autopercibirían como «humillados».

Se podría establecer que los dispositivos de la exclusión, reconocibles a distintos grados en otras sociedades y momentos históricos, se han agudizado en una última fase de la evolución de las sociedades modernizadas, como consecuencia paradójica del apogeo del igualitarismo. En efecto, las ideologías de y para la humillación –al margen de su grado de sofisticación– funcionan como una fuente de justificaciones para desmentimiento de la igualdad de derechos y oportunidades que sufren constantemente las relaciones sociales reales. Todas las modalidades de inferiorización encuentran, por esta vía, un vehículo para naturalizar una jerarquía en la distribución de privilegios y en el acceso al poder político y a la riqueza económica que los principios democráticos que únicamente en términos de autorepresentación ideal orientan la sociedad moderna nunca podrían legitimar.

Cada forma de humillación conoce varios niveles de intensidad y de elaboración. Puede basarse en un estado de opinión difuso o llegar a ser asumida como orientación básica de medidas gubernamentales o de leyes incluso presuntamente democráticas. Sus formalizaciones pueden ser fragmentarias y contradictorias, pero también pueden apoyarse en teorías que parecen sazonadas con el máximo rigor «científico». Las lógicas de la humillación pueden limitar los efectos a un desprecio y una hostilidad latentes, que desencadenan una infinidad de microincidentes cotidianos que puede que apenas llamen la atención a fuerza de ordinarios o que, en ocasiónes, alcancen el rango de incidente destacable por los medios de comunicación cuando es lo bastante espectacular. Puede ser individual, o bien protagonizado por pequeños grupos o incluso masivo, como vemos en el caso extremo de los linchamientos o los progromos. Pero también puede y suele definir la política de un gobierno, institucionaliz­arse e instalarse como violencia oficial del Estado, y dar pie a auténticos programas de deportación o de eliminación física del que siempre en un primer momento tuvo que ser humillado.