dimarts, 20 de juny del 2023

Una sociedad de miradas


La foto procede de fdpp.unblog.fr

Fragmento de La No-ciudad como ciudad absoluta, publicado en la revista que dirigiera Félix Duque, Sileno, 14-15 (diciembre 2003): 123-131.

UNA SOCIEDAD DE MIRADAS
Manuel Delgado

El espacio urbano, en el sentido que propusiera Henri Lefebvre, es espacio absoluto de y para el discurso y la acción sociales, posibilidad pura de reunir, escenario para un intercambio comunicacional generalizado y arena para que la interacción humana lleve a cabo su trabajo de producción ininterrumpida e interminable de lo social. Expresa la quintaesencia misma de todo espacio como potencialidad, como lo que Kant y a partir de él Simmel habían conceptualizado como “posibilidad de juntar”. Recuerda las palabras de Georges Perec en Especies de espacios (Montesinos): “Me gustaría que hubiera lugares estables, inmóviles, intangibles, intocados y casi intocables, inmutables, arraigados; lugares que fueran referencias, puntos de partida, principios: Mi país natal, la cuna de mi familia, la casa donde habría nacido, el árbol que habría visto crecer (que mi padre habría plantado el día de mi nacimiento), el desván de mi infancia lleno de recuerdos intactos... Tales lugares no existen, y como no existen el espacio se vuelve pregunta, deja de ser evidencia, deja de estar incorporado, deja de estar apropiado. El espacio es una duda: continuamente necesito marcarlo, designarlo; nunca es mío, nunca me es dado, tengo que conquistarlo”.

La molécula de ese espacio –espacio urbano como espacio de lo urbano– es sólo lo que en él se mueve, su protagonista, es una figura al mismo tiempo simple y compleja: el transeúnte. Es simple, puesto que se trata de una entidad sin identidad, masa corpórea con rostro humano que ha devenido unidad vehicular. Compleja, porque es capaz de abandonarse a formas extremadamente complicadas de cooperación automática con otros como él, que pueden llegar a ser miles. Para definir y describir la práctica ordinaria de este personaje anónimo –el peatón que se traslada de un punto a otro de la trama de una ciudad– Michel de Certeau recurrió a categorías como trayectoria o transcurso, a fin de subrayar como el uso de la vía pública por parte de los viandantes implica la aplicación de un movimiento que convierte un lugar supuesto como sincrónico en una sucesión diacrónica de puntos recorridos. Una serie espacial de puntos es sustituido por una articulación temporal de sitios. Ahora, aquí; en un momento, allá; luego, más lejos.

Jean-François Augoyard, en un texto fundamental (Pas à pas. Essai sur le cheminement quotidien en milieu urbain, París, Seuil, 1979), nos habló de esta actividad diagramática –líneas temporales que sigue un cuerpo que va de aquí a allá– en términos de enunciaciones peatonales o también retóricas caminatorias. Caminar, nos dice, viene a ser como hablar, emitir un relato, hacer proposiciones en forma de deportaciones o éxodos, de caminos y desplazamientos. Caminar, nos dice, es también pensar, hasta el punto de que todo viandante es en cierta manera una especie de filósofo, abstraído en su pensamiento, que –a la manera de los filósofos peripatéticos clásicos; o de lo que Epíceto denomina ejercicios éticos,  consistentes en pasear y comprobar las reacciones que se van produciendo durante el paseo; o del Rousseau de las Ensoñaciones de un paseante solitario– convierte su itinerario en su gabinete de trabajo, su mesa de despacho, su taller o laboratorio, el artefacto que le permite trabajar. Todo caminante es un cavilador, rumia, barrina, se desplaza desde y en su interior. Andar es, por último, también transcurrir, cambiar de sitio con la sospecha de que, en realidad, no se tiene. Caminar realiza la literalidad del discurrir, al mismo tiempo pensar, hablar, pasar.

El paseante hace algo más que ir de un sitio a otro. Haciéndolo poetiza la trama ciudadana, en el sentido de que la somete a prácticas móviles que, por insignificantes que pudieran parecer, hacen del plano de la ciudad el marco para una especie de elocuencia geométrica, una verbosidad hecha con los elementos que se va encontrando a lo largo de la marcha, a sus lados, paralelamente o perpendicularmente a ella. El viandante convierte los lugares por los que transita en una geografía imaginaria hecha de inclusiones o exclusiones, de llenos y vacíos, heterogeniza los espacios que corta, los coloniza provisionalmente a partir de un criterio secreto o implícito que los clasifica como aptos y no aptos, en apropiados, inapropiados e inapropiables. Y eso lo hace tanto si este personaje peripatético es un individuo o un grupo de individuos, como si, como pasa en el caso de las movilizaciones, es una multitud de viandantes que acuerdan circular y/o detenerse de la misma manera, en una misma dirección y con una intención comunicacional compartida.

Esa espacio –el espacio urbano– es un ámbito para la exhibición constante y generalizada. Es en cierto modo una sociedad de miradas. Quienes la recorren – y  que no pueden hacer otra cosa que recorrerla, puesto que no es sino un recorrido– basan su copresencia en una visibilización máxima, exposición en un mundo superficial –al pie de la letra, esto es hecho de superficies– en que todo lo que está presente de se da a mirar, ver, observar, es decir, de todo lo accesible a una perspectiva móvil, ejercida durante y gracias a la motilidad. Sentir y moverse resultan sinónimos, en un espacio de corporeidades que se abandonan a un ejercicio casi convulsivo de inteligibilidad mutua. En ese terreno cuenta, ante todo, lo observable a primera vista, lo intuido o lo insinuado mucho más que lo sabido. Consenso de apariencias y apreciaciones que da pie a una construcción social de la realidad cuyos materiales son comportamientos observables y observados, un flujo de conductas basadas en la movilidad cuyos protagonistas son individuos que esperan ser tomados no por lo que son, sino por que parecen, o mejor, por lo que pretenden parecer. Lo visto –eso de lo que se configura la sociedad urbana o no-ciudad–  no tiene propiamente características ni objetivas ni subjetivas, sino más bien ecológicas, puesto que son configuraciones materiales y sensibles –acústicas, lumínicas, térmicas–, algunas de las cuales son permanentes –ya estaban ahí, predispuestas por el plan urbano–, pero otras muchas son tan mutantes como la vida urbana misma.

De estos accidentes ambientales, algunos son naturales, como los que resultan de los cambios horarios, estacionales, meteorológicos. Otros son producto de las actividades ordinarias –los ires y venires cotidianos– o excepcionales –celebraciones, manifestaciones, revueltas– que transcurren –en el sentido literal del verbo– por las calles. Buena parte de esas actividades son previsibles y confirman la presunta naturaleza de la ciudad como establecimiento que los políticos administran y los técnicos diseñan. Otras, en cambio, parecen desmentir la posibilidad misma de proyectar institucionalmente un espacio sacudido en todo momento por todo tipo de eventualidades. La no-ciudad es –para brindar una ilustración– lo que logra fotografiar Harvey Keitel en Smoke, la película de Wyne Wang sobre un estanco en Greenwich. Cada mañana, a las ocho en punto, el estanquero dispara su cámara sobre un mismo punto –la esquina en que se encuentra su tienda. El sitio es el mismo, pero es distinto cada vez; los peatones que atraviesan el encuadre fijo, las pregnancias lumínicas o climáticas que varían día a día, lo diversifican de manera incontable.

La no-ciudad es lo que difumina la ciudad entendida como morfología y como estructura. En ella en cualquier momento se pueden conocer desarrollos imprevistos. Espacio de la aceleración máxima de las reciprocidades y de la multiplicidad de actores y de acciones, es esa región abierta en la que cada cual está con individuos que han devenido, aunque sólo sea un momento, sus semejante; una posibilidad realizada; espacio potencial que existe en tanto que diferentes seres humanos se abandonan en él y a él a la escenificación de su voluntad de establecer una relación, ya sea ésta frágil o intensa, molar o molecular, aunque se base en una inicial mutua indiferencia. Su condición heterogenética es el resultado de que las codificaciones nacen y se desvanecen constantemente en una tarea innumerable. Lo que luego queda no son sino restos de una sociabilidad naufragada constantemente, nacida para morir al poco, y para dejar lo que queda de ella amontonándose en una vida cotidiana hecha toda ella de pieles mudadas y de huellas. Alrededor del viandante sólo está el tiempo y sus despojos, metáforas que ya no significan nada, pero que quedan ahí, evocando para siempre su sentido olvidado.